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Channel: psiquiatría – Jot Down Cultural Magazine
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Juan José Martínez Jambrina: La mejor juventud

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(A Franco Basaglia, 31 años después)

El pasado sábado el programa Informe Semanal que dirige Alicia G. Montano proyectó un añejo y confuso reportaje sobre los enfermos mentales titulado Los límites de la razón. Tan añejo era que hacía más de 25 años que yo no  veía nada igual en la tele. Se contaba la vida de varios enfermos y sus procesos de recuperación. La novedad del caso era que dicha rehabilitación se llevaba a cabo dentro de un hospital psiquiátrico y no en alguno de los recursos comunitarios habituales al efecto. El centro hospitalario en cuestión aparece muy cambiado, remozado. Ya no es lo que fue, un triste lugar perdido a 50 kilómetros de Madrid en la España de cuando casi nadie tenía coche.

Hacía mucho tiempo que yo no veía un hospital psiquiátrico en funcionamiento. Tal vez más de 10 años. Pero no se me ha olvidado el lejano aliento a molicie, a abandono y a encierro interminable.

Hace unos días asistí en una hermosa ciudad del norte de España a un debate con representantes de la asociación de familiares de enfermos mentales de esa localidad. Los padres pedían tratamientos obligatorios para sus hijos más refractarios a someterse a terapia y mostraban un vídeo donde algunos de esos hijos reclamaban esa misma obligatoriedad en una secuencia inenarrable. Uno de los familiares que hablaba sobre los tratamientos involuntarios comentó que la voluntariedad o no de los mismos era una “cuestión de valores”. Supongo que se refería al imposible baile entre libertad y seguridad.

Efectivamente, toda la praxis médica no es más que una concatenación de valores: epistemológicos, éticos, económicos, etc. Pero de valores que deben someterse a la dictadura de los hechos y no al revés. Porque hay información científica tan abundante como rigurosa para apostar por el cierre de los hospitales psiquiátricos, por el tratamiento de los enfermos en su medio social y familiar habitual y para situarse en contra de los tratamientos involuntarios. Porque es así, porque hay bases de datos donde se recogen todos los estudios clínicos que informan a diario del beneficio de un enfoque y no del otro. Así es la ciencia, que es una ética, sí, una ética que compromete.

Algo no se ha hecho del todo bien cuando se remozan psiquiátricos o cuando hay padres en algún lugar de España que con todo el derecho que les concede el sufrimiento se expresan de esa manera. Cierto que la mayoría de las familias afectadas no piensan así. Al igual que la mayoría de afectados demandan una asistencia psiquiátrica que no les obligue a abandonar su entorno ni a cortocircuitar sus vidas.

Pero me aterra comprobar la escasa reacción que en el gremio causan estos temas. Amorrados al pilón psicofarmacológico o adormecidos en sus divanes especulativos, burgueses y cobardes, la mayoría de psiquiatras, psicólogos y afines no manifiestan demasiada irritación porque se ingrese a los pacientes en ciertos lugares y según qué formas. Mientras haya camas y estén limpias… Olvidando que los esquizofrénicos se tratan estando de pie.

La excelente película La mejor juventud (2004) devolvió hace unos años entre los vivos la figura de Franco Basaglia, el psiquiatra italiano que desde el Psiquiátrico de Gorizia lideró el desmantelamiento de los manicomios. En la obra de Basaglia hay tramos que no resisten el cientifismo ni la actualidad pero hay fragmentos de su obra que convendría que los aprendiesen los niños: «Cuando se destruye el manicomio es cuando nos encontramos con el sufrimiento del ciudadano y ya no se podrá dar una respuesta institucional, sino individual: una respuesta de lucha, de afirmación por la vida. Cuando el manicomio ya no existe, desaparece el prejuicio de que dentro están los malos y fuera los buenos». Que es lo que canta Caetano Veloso: “ … de cerca nadie es normal…” ¿Cuándo se enterarán algunos de todo lo que se encierra tras ciertos muros?


Juanjo M. Jambrina: ¡Alegrémonos pues!

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El psicólogo holandés Diederik Stapel, de 46 años de edad, ha sido acusado de fraude en varios trabajos de investigación sobre psicología social y cognitiva que publicó en las revistas científicas más prestigiosas del orbe como Science y Nature. La Academia Holandesa de Ciencias se dedica ahora a revisar el amplio currículo del psicólogo tramposo para dilucidar realmente cuántos de sus estudios fueron realizados de manera fraudulenta. Stapel llamó la atención porque sus alumnos se quejaban de forma reiterada de que nunca les dejaba participar en la recolección de datos para las investigaciones. Y así fue descubierto. Al parecer, a la comunidad universitaria holandesa no le resultaban llamativas las conclusiones de sus estudios que eran del tipo de “los comedores de carne son más egoístas y más violentos que los vegetarianos”. También extraía grandes sonrisas psicosociales cuando concluía que quienes crecen en ambientes desestructurados tratan peor a los extranjeros. Vamos, que allí donde hacía falta un apoyo ponía Stapel su talento para la investigación. Así tardaron 130 papers y 24 capítulos de libros en encontrarle.

Con el escándalo caliente, las hipocresías y plañideras habituales. Las revistas Science y Nature, templos del todo, han prometido reforzar sus controles y proclaman jubilosas que el escándalo las hará crecer (¿?). Stapel se ha arrodillado ante sus compañeros declarándose tan culpable como enfermo y solicita rápido tratamiento para esa adicción tan suya de querer ser el mejor en su trabajo. La actitud infantil y victimista de Stapel intentando eludir SU responsabilidad sobre SUS conductas es rabioso paradigma de esta posmodernidad nuestra como Pascal Bruckner explicó hace años.

Pero me sorprende que puestos a cortar cabezas nadie cuestione el funcionamiento de las universidades que cobijan a este tipo de lebreles sabiendo como sabemos que Stapel no estaba solo. Es un hecho recurrente y probado por casos similares a éste la desvergüenza por el trabajo científico que muestran muchos investigadores universitarios. La actividad universitaria, y no solo la española, camina por un peligroso filo de navaja: la lejanía de los intereses reales de la sociedad a la que pertenece. La Universidad no puede recluirse en el autismo ni favorecer individualismos. De lo contrario acabará convirtiéndose, si no lo es ya, en una cofradía de socorros mutuos para diletantes donde son posibles desatinos del calado del que hoy cuenta el profesor Arcadi Espada, despedido de su plaza “por no hacer vida universitaria”. El infantilismo no afecta solo al individuo, sino también y de forma más grave a las organizaciones.

El estallido del caso Stapel me pilló leyendo el Elogio de la imperfección, las maravillosas memorias de Rita Levi-Montalcini; una investigadora ya centenaria que fue premiada con el Nobel de Medicina en 1986 tras una vida cuajada de dificultades. Para Rita Levi, elegantísima en su senectud, que ha llegado a lo más alto como investigadora y como universitaria, “la inmortalidad está en cómo vivimos y en el mensaje que dejamos”. No va más, señorías, no va más. A rezarle a Santa Rita.

Juanjo M. Jambrina: La histeria y la dinamita

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El Palais Wilson de Ginebra es actualmente la sede del Alto Comisionado para los Derechos Humanos de las Naciones Unidas. En los sótanos de dicho Palacio, que antes había sido sede del Instituto Europeo de Pedagogía, se encontró en 1977 un cajón con documentación perteneciente a una tal Sabina Spielrein, una psicoanalista judía de origen ruso fusilada por los nazis en 1942 y que había abandonado Ginebra en 1923. Entre los documentos encontrados se hallaba el diario personal de Sabina y la correspondencia mantenida entre ésta, Freud y Jung durante varios años. El hallazgo conmocionó la historia del psicoanálisis y revalorizó la figura de Sabina Spielrein, hasta entonces un nombre marginal en acotaciones a pie de página en algunas obras de Freud y Jung. No se explica fácilmente tanto olvido habida cuenta que la Spielrein llegó a psicoanalizar a Jean Piaget y a Ferdinand de Saussure, entre otros. Un relato pormenorizado de estos sucesos lo firmó en 1993 el psicólogo John Kerr con el título de A most dangerous method. Un buen libro en el que se ha documentado David Cronenberg para filmar una excelente película titulada en España Un método peligroso.

Hay que agradecer al cineasta canadiense que se haya ceñido a lo que de verdad se sabe sobre las relaciones de este trío tan dinámico evitando especulaciones divaniformes. En 1904, un neófito psiquiatra apellidado Jung inicia el tratamiento de una joven judía tan rica como histérica ingresada en una clínica psiquiátrica cerca de Zurich. Con el tiempo la joven se enamora del psiquiatra que sufre horrores ante el acoso de su paciente. Su matrimonio se tambalea a la par que se acrecienta su deseo por aquella joven que, recuperada, comparte su interés por el incipiente psicoanálisis creado por Sigmund Freud. La zozobra de Jung le lleva a visitar al maestro en su casa de la Bergstrasse. Era 1907. Esa primera vez hablaron 13 horas seguidas. La última vez que se vieron fue en la misma ciudad en 1913 pero ya no se dirigieron la palabra. La escena en que Freud decide cortar la relación con el discípulo que había elegido para sucederle (mi príncipe heredero) es admirable y renueva el mandato renardiano de que no existe la amistad sino momentos de amistad. Habían colaborado estrechamente durante seis años para poner los cimientos del psicoanálisis. Entre medias, Jung y Sabina Spielrein mantuvieron una relación sentimental tan extraña como apasionada con Freud como testigo interesado.

De todo ello da cuenta la intensa película de Cronenberg que acierta a sugerir una solapada tensión entre la intelectualidad aria (Jung) y la judía, que a la larga costaría la muerte de la Spielrein y el exilio de Freud.

Cronenberg, como el libro de Kerr, intenta restaurar el poderío intelectual de Sabina Spielrein. Su lugar en la historia estaría muy oscurecido por el silencio al que tanto Freud como Jung la sometieron con el paso de los años. No parece que esto sea cierto. Más comprensible resulta pensar que los dos machos alfa siguieron el consejo del viejo: cuando Jung empezó a sentirse atraído por Sabina e interpeló a Freud por ello éste le contestó que el psicoanálisis de la mujer histérica era como trabajar con dinamita. Tal vez por ello y tras chamuscarse ambos optaron por alejarse del explosivo.

El mejor corolario del trabajo de Cronenberg es el que más rápido nos salta a la vista: el poder psicotizante del amor para disolver convicciones y arrumbar ideales. O sea, el poder de la sexualidad para transformar las relaciones humanas. Y el presunto olvido de la Spielrein no es mas que fruto legítimo del encuentro entre el frío de la vida y los cuentos de hadas.

Juanjo M. Jambrina: Un tupido velo

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Hace algunos años que el psiquiatra Carlos Castilla del Pino describió las tres instancias en las que se desenvuelve la conducta humana: lo público, lo privado y lo íntimo. Si lo público es identificable por su radical observabilidad no es tan fácil separar lo privado y lo íntimo. Lo privado se caracteriza por su observabilidad pero también por la automática protección que se instala ante la posibilidad de que lo sea. Es privado lo que el sujeto hace que lo sea. Lo íntimo, en cambio, es inobservable. Las actuaciones íntimas, básicamente pensar y sentir, son intrínsecamente internas. Sostiene Carlos Castilla que nada acerca de lo íntimo es comprobable, ni su verdad ni su mentira. La intimidad puede inferirse pero jamás se tiene acceso directo a ella. La confidencialidad se basa en el principio de confianza o en el pacto de sinceridad que puede enunciarse así: “Creo lo que se dice porque tengo confianza en la sinceridad de quien me habla, ya que no puedo poseer prueba alguna acerca de su veracidad”.

Viene este introito a cuento del revuelo provocado por las memorias personales de Pilar Donoso tituladas Correr un tupido velo, en las que refleja las controvertidas relaciones con sus padres adoptivos, en especial con su padre, el escritor chileno José Donoso, fallecido en 1996. Porque no es cierto que los diarios personales más creíbles sean aquellos que se escriben para no ser publicados. Como no entiende uno qué problemas tienen algunos con los relatos documentados de privacidades aunque éstas sean las de los padres del autor. El tratamiento de la intimidad en la literatura se me antoja altamente inabordable. Pero no así el de lo privado que es un ámbito habitualmente compartido y por tanto, susceptible de un relato y de su refutación.

El libro de Pilar Donoso, Pilarcita, es uno de los mejores trabajos que he leído en su género. Frío y taciturno como pocos. Lúcido a rachas y desabrido en otros tramos. Y básicamente, triste y dolorido. Porque así es la vida, plena de días laborables.

Correr un tupido velo es un formidable esfuerzo de autoexploración personal de una hija a partir de los 64 cuadernos personales en los que un padre famoso plasmó intimidades y privacidades que luego vendió al mejor postor. Memoria sobre las memoria. En esos cuadernos el escritor José Donoso se dibuja como un tipo muy difícil y complicado. Cierto que da claves muy importantes para entender su proceso de creación y su pasión por la literatura. Pero a mi juicio no es eso lo más importante del libro. Me interesa mucho más la relación con su hija adoptiva que no sale nada bien parada. No me extraña que Pilar Donoso haya tenido que tomarse su tiempo (siete años) para elaborar la recolección de descalificaciones y dudas que su divino padre José le dejó dedicadas en sus famosos cuadernos. La publicación de Correr un tupido velo le causó a Pilar Donoso dolorosos problemas familiares. Su marido, primo de José, le dio la espalda. Hay quienes atribuyen a estos conflictos la razón última de su suicidio hace unos meses. Pero ése es otro sendero.

Leídas las reseñas tibiamente críticas contra el libro me abruma la tolerancia que gran parte de la intelectualidad crítica manifiesta hacia las psicopatadas de sus miembros. Lo que llaman la descarnada brutalidad del padre. Se ignoran o se intelectualizan conductas que tienen poco de humanas. ¿Qué atractivo tiene para una niña crecer entre Zelda y Scott Fitzgerald? Puede que la identidad de un artista se defina a partir de su obra. Pero el hombre que sostiene al artista se escritura, como todos, a través de su gestión de las relaciones humanas. Y no hay máscaras tras de las que pueda esconderse ni lo perverso ni lo canalla. Por eso son las palabras de Pilar Donoso las que suenan sinceras, congruentes, inexcusables.

 

Juanjo M. Jambrina: Los miedos de Elisa K.

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Leyendo una entrevista con Luis Rojas Marcos, psiquiatra sevillano en Nueva York, sobre las secuelas en las víctimas del 11M aparece una cita ciertamente interesante: “la identidad de víctima es paralizante a la par que ata al verdugo de forma indeleble”. No es frecuente leer en la prensa declaraciones tan nítidas sobre este tema. Se ha enfatizado tanto la importancia del apoyo social en los procesos de recuperación de víctimas de sucesos traumáticos extraordinarios (violaciones, catástrofes naturales, atentados, etc.) y su repercusión mediática suele ser tan intensa que ya casi nadie se atreve a vislumbrar un futuro para los afectados fuera de su papel de víctimas.

Casualmente acabo de ver un par de películas recientes sobre los abusos sexuales en la infancia, una de las mayores fuentes de victimización que se conocen. Y eso contando solo con lo que aflora, que es una parte muy pequeña del todo. Montxo Armendáriz ha filmado la premiada No tengas miedo (2011) y la realizadora catalana Judith Colell dirigió no hace mucho la muy sugestiva Elisa K. (2010).

Ambas cintas comparten argumento: un adulto abusa sexualmente de una niña. En la caso de la película de Armendáriz el abusador es el padre. En la cinta de Colell, a Elisa K. la viola un amigo de su familia. Pocos dramas humanos requieren un tratamiento tan delicado como éstos. Y es que se rompen tantas cosas importantes con estos sucesos que cualquier planteamiento artístico sobre el tema ha de avanzar con el sigilo y la prudencia de un espía en las novelas de Le Carré. Porque además todo suele suceder sin que queden pruebas objetivas de los hechos: apenas una queja infantil contra la palabra de un adulto. Tal vez por ello las emociones que se agitan en ambas películas son tan altamente inflamables. Un continuo alboroto sacude la mente del espectador. Porque sabremos de madres que se enteran pero no se quieren enterar del todo, de padres que llevan a sus últimos extremos sus fantasías de poder y dominación y de hijos que se ven forzados a cambiar su forma de demostrar amor sin acertar a decodificar bien qué es lo que está pasando. Y no digamos ya lo que se complica todo si la víctima llega a experimentar algún placer que vendrá lleno de culpa. Es demasiada confusión para los pocos años. No debe ser fácil asimilar que quien debiera protegerte se convierte en el peligro a esquivar. Una biografía contradiciendo de manera brutal a una civilización. No puede ser fácil, no

Es complicado que toda la gama de matices que colorea tan dolorosa sacudida emocional pueda tener cabida en una película. Pero los trabajos de Armendáriz y de Colell evitan la manipulación manteniendo esa dosis de racionalidad y frialdad expositiva imprescindible para dar adecuada noticia del sufrimiento humano, según recuerda el profesor Baca Baldomero, experto en Victimología. Con todo, hay una diferencia fundamental entre ambas películas que me hace preferir el trabajo de Armendáriz. En la secuencia final de No tengas miedo, la protagonista, tras reajustar su vida y tropezar con sus problemas en alguna ocasión decide echarse a la calle y enfrentarse al futuro. Ha decidido blindarse para que ningún pasaje de su pasado le impida ser feliz. Entiendo que a muchos espectadores esas escenas les hayan gustado poco o nada. Me parece respetable. Pero no debemos olvidar que la citada secuencia y no otra es que la debe marcar y cuanto antes mejor la resolución de estos dramas.

Juanjo Martínez Jambrina: Volverse loco

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¿Qué es volverse loco? ¿Qué sucede cuando uno se vuelve loco? ¿Cómo se enloquece? Sorprende la variedad de respuestas que la gente corriente da cuando se le pregunta su opinión sobre este tema tan específicamente humano. La mayor parte del imaginario popular al respecto arranca de la ficción, sobre todo del cine. El poder de la imagen ha hecho que la mayoría del público tenga una idea de la locura tan errónea como infamante. Películas como Psicosis, El resplandor, Alguien voló sobre el nido del cuco o la patética Recuerda han contribuido poderosamente a alejar al ciudadano medio de lo que de verdad sucede cuando una persona tiene la desgracia de perder la razón y sufrir un episodio psicótico. Por otra parte, tampoco la ficción literaria ha acertado a tratar con rigor lo más notorio del proceso pese a que Don Quijote de la Mancha sea un loco muy querido. Algo es algo, pero por mucho leer y poco dormir no se convierte nadie en paranoico y hace años que no funcionan los molinos de viento.

Tal vez la primera descripción literaria afortunada de la esquizofrenia, la forma más común de locura, sea Lenz, la novela que Georg Buchner escribió en Estrasburgo hacia 1835. Buchner, que poco más tarde firmaría la obra teatral Woyzeck, tuvo acceso a una especie de diario personal escrito por el sacerdote Oberlin que cuidó al poeta romántico Reinhold Lenz durante su primer ataque de locura a los 27 años de edad. La desesperación, la pérdida de energía vital, el hundimiento de las certezas más simples del pobre Lenz llegan hasta nosotros conservando toda su vigencia gracias al trabajo de Buchner. “Parecía muy lúcido; hablaba con la gente, hacía todo lo que todos hacían, pero había en él un vacío atroz, ya no sentía angustia ni anhelo; su existencia le era una carga necesaria. Así siguió viviendo.” Así es la locura, tan dolorida y silenciosa como corrosiva. Pero casi nunca estridente, ni violenta ni irreversible.

Una pena que Hitchcock, Kubrick, Forman y compañía prefiriesen especular emocionalmente con el tema faltando al rigor técnico. Porque han hecho mucho daño a los enfermos con sus bromas. Como lo sigue haciendo el poeta Panero exhibiendo su ruina subvencionada e hipócrita. Entre medias, es de agradecer la forma tan sutil en que Ariadna Gil perdía la razón en Lágrimas negras (1999), de la mano de Ricardo Franco, trasunto fiel de la locura de la actriz Jean Seberg, un amor imposible del director español. O la formidable interpretación de Michael Shannon en Take Shelter (2011) de Jeff Nichols. Por cierto, que Shannon se negó a ver a películas sobre la locura para construir su atormentado personaje. De ahí su acierto.

Tal vez fuese un cierto aroma expresionista a lo Buchner lo que me hizo recalar en el blog Última carta que el periodista Sergio González Ausina mantiene abierto desde hace casi un año y donde va escriturando su pasado sobre un drama sucedido en su propia familia. Sergio, paciencia y prudencia, intenta reconstruir la figura de su tío Vicente G. L. que murió en 1977 tras arrojarse al tren cuando contaba apenas 24 años de edad. Dos años antes le habían diagnosticado de “esquizofrenia”. El suicidio de su tío permaneció oculto para el autor del blog hasta hace pocos años y el periodista se pregunta ahora el porqué de ese tabú. Entre medias va descodificando el léxico familiar en el que se envuelven ciertos dramas para que no hagan demasiado daño. El tiempo embalsama y aminora pero no borra los recuerdos. Hace unos pocos días, el periodista González Ausina colgó una entrada en su blog titulada Habréis tenido miedo… donde relata minutísimamente el momento exacto en que su tío Vicente supo que estaba loco, que el mundo se hundía bajo sus pies. El momento en que el actor Vicente González Luelmo venció la fiebre de las candilejas, descorrió los cortinajes y entró en escena. La fría y precisa apuntación fiscal del periodista González Ausina en la causa que instruye sobre su tío recoge todo el sufrimiento imaginable, todas las raciones de miedo que pueda soportar un perseguido pero, contra lo que ha sembrado el dislate ficcional, no hay ni un solo grito, ni una sola amenaza. Porque la retracción autística, la angustiada búsqueda de soledad, es el reflejo cardinal de la locura. “Él no decía nada”, recuerdan los testigos que aseguraban que Vicente en los últimos tiempos había engordado, fumaba uno tras otro y su cabeza era una intermitente conspiración. Volverse loco es algo tan terrible como simple y prosaico. Y que, para colmo de apocalípticos, nunca es eterno.

 

José Antonio Marina: “Es conveniente enseñar filosofía en las escuelas”

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José Antonio Marina para Jot Down 1

José Antonio Marina (Toledo, 1939) es un intelectual comprometido con su tiempo en un sentido amplio y literal. Escritor de éxito y renombre, ha escrito sobre los sentimientos, sobre la inteligencia, la dignidad, los Derechos Humanos, sobre ética, educación, política… Impulsor de la Escuela de Padres, de la que nos hablará hoy largo y tendido, es un hombre positivo y dialogante que se muestra encantado de compartir sus vastos conocimientos sobre una cantidad sorprendente de temas. Lejos de encontrarnos con el catedrático serio y distante que su ingente obra o su posición hubiera podido hacernos esperar, nos encontramos con una persona amable y bondadosa, un hombre divertido y honesto, que sabe disfrutar con lo hace, que se muestra encantado de poder compartirlo. Pocas veces se tiene la ocasión de hablar, en fin, van a ver ahora por qué, con alguien de la talla intelectual y humana de este hombre.

Hace unas semanas se felicitaba Carlos Herrera de que por fin hubieran retirado “ese bodrio” que es la asignatura Educación para la Ciudadanía.

A mí lo que me parece es que el que es un bodrio es Carlos Herrera. Porque habla sin saber. Educación para la Ciudadanía responde a una directiva de la Unión Europea que se decidió en la cumbre de Lisboa, donde acudieron todos los jefes de Gobierno, incluido José María Aznar. Intentaba resolver esta directiva algo que estamos constatando en todos los países europeos, que es la desafección de la gente joven por la política, la falta de criterios éticos claros y la falta de compromiso. Por lo tanto, era una asignatura necesaria para intentar dar una formación ética a esos alumnos. A mí me hubiera gustado más que hubiera sido una asignatura de Ética; la asignatura de Educación para la Ciudadanía no estaba todavía suficientemente perfilada, pero no hubo ocasión para hacerlo. Hubo una crítica tan feroz sin conocer el asunto… Se querían ver en la ley cosas que en realidad no estaban. Por ejemplo, se dijo que era una defensa del matrimonio homosexual (que no se trataba en ningún sitio), que era un sistema de adoctrinamiento. Se llegó a decir por parte de la Conferencia Episcopal que la escuela no tenía competencias para enseñar principios morales. Entonces, la escuela, qué tiene que ser, ¿las cuatro reglas nada más? ¿Sumar, restar, multiplicar y dividir? Esto es un disparate, porque todos, por acción u omisión, estamos dando una educación moral. Sobre este asunto creo que se dicen muchas tonterías. Muchísimas. La asignatura se llamaba “Educación ciudadana y educación cívica y de los derechos humanos”. De manera que el marco ético estaba claro: los derechos humanos. Ahora bien, si Carlos Herrera dice que esto de los derechos humanos le parece un bodrio, allá el.

En Inglaterra, en el año 94, el Parlamento definió el objetivo del sistema británico de enseñanza como el fomentar el desarrollo físico, cultural, intelectual y espiritual de los niños ingleses. ¿Cuál es el objetivo del sistema español de enseñanza?

Pues aproximadamente el mismo; desarrollar intelectualmente a los niños y desarrollar en ellos la aptitud para la convivencia democrática. Por tanto, la defensa de los valores democráticos debe formar parte de la educación, no solo formación para el trabajo, sino también para el desarrollo personal y el desarrollo como ciudadano.

Aquí hay un tema curioso: se habla también de la formación espiritual siendo un sistema laico. Por lo menos en dos ocasiones la alta inspección de la educación en el Reino Unido se preguntó por qué esto de la educación espiritual; no estaba nada claro, no era educación religiosa, ¿qué era? Como el Parlamento había dicho que había que dar formación espiritual había que tomarlo en serio. Y son muy interesantes las discusiones que hubo. Al final llegaron a la conclusión de que entendían por educación espiritual aquella educación sobre problemas que afectaban y preocupaban a todos los seres humanos y cuya respuesta no estaba dada por las ciencias positivas: el sentido de la vida, los problemas estéticos, los problemas morales, también los problemas religiosos. Sobre todas estas cuestiones se tenía que dar algún tipo de conocimiento a los alumnos. Así que una nación vitalmente laica como lo es la inglesa se tomó muy en serio la formación espiritual. En Estados Unidos también se insiste mucho en la educación espiritual, pero es una concepción distinta. Allí pertenecer a una iglesia parece que es una especie de garantía de decencia. No es lo mismo.

De hecho, el preocuparse por la formación espiritual es algo muy recientela escuela Steinery hasta hace poco estaba muy mal visto.

Sí, es cierto. En España la educación ha estado siempre muy ideologizada. Entre otras cosas porque cuando se crea la Institución Libre de Enseñanaza ―que es, digamos, una educación muy liberal― la funda un grupo de catedráticos que deja voluntariamente la Universidad porque durante el Ministerio de la Educación de Orovio era obligatorio que todos los planes de estudio fueran aprobados por la Iglesia. Así que ante esta injerencia en una Universidad laica este grupo de catedráticos se separa. Siempre ha habido una mezcla de ideología. Con el plan del 38, cuando era Ministro Pedro Sainz Rodriguez, se decía que solo se podía estudiar el sistema filosófico de Santo Tomás de Aquino porque era el único adecuado para la mentalidad adolescente. Esta intromisión de la Iglesia en ámbitos que no son suyos ha desprestigiado todo lo que tiene que ver de alguna forma con la religión y también, de paso, con la espiritualidad.

Distinta es la espiritualidad, digamos, exótica; “yo soy monje zen”, pues bien, fenomenal, pero nada que tenga que ver con las tradiciones religiosas occidentales. Y aquí sí me parece que hay que señalar, tener en cuenta, desde el punto de vista de la antropología, que el hecho religioso es una constante de la humanidad; que, por lo tanto, lo que hay que preguntarse es por qué esta insistencia en contra del interés religioso ―con independencia de su verdad o de su no verdad, no se trata aquí de eso―, pues lo cierto es que durante grandes periodos de la historia la religión tuvo una influencia humanizadora muy potente. En un momento muy importante de la historia, en torno al 700 a 500 a.C., la idea de dios, que era hasta entonces la superfuerza, algo más bien terrorífico, cambió de sentido y se convirtió en un dios que protegía y que alentaba la justicia. En este sentido es en el que digo que tuvo un gran papel humanizador, que curiosamente volvió a cambiar cuando la religión se alía con el poder. Hasta entonces era la gran crítica del poder, que tenía también que rendir cuentas a dios. Es cuando las Iglesias asumen el poder de Dios y se convierten en todopoderosas ellas empiezan a ser muy peligrosas, cuando asumen un tipo de poder laico hasta ese momento. Es lo que vemos ahora en los países musulmanes. Es lo que pervierte a las religiones, aliarse con el poder político.

¿Qué será de nosotros los malos jóvenes?” es el título de un encuentro/diálogo muy interesante y entretenido en el que participaste con el Juez Calatayud

Uno de los días de mi vida en que mejor me lo he pasado, sin duda. Estaba la gente hasta en la calle, asomada por la ventana escuchando… Como con Calatayud tengo confianza fue muy ameno; él se estaba divirtiendo, yo me estaba divirtiendo. Estuvo muy muy bien.

Entre otros de los temas que abordasteis estaba el de que se ha pasado de una sociedad autoritaria con el modelo de familia basada en el respeto a una sociedad permisiva con el “prohibido prohibir” en mayo del 68. ¿Hay que reconstruir la autoridad?

Sí, sin duda. Escribí un libro que se llama La recuperación de la autoridad. El sistema autoritario tenía algo bueno, por eso ha durado tanto. Se basaba en dos aspectos fundamentales para la educación: la obediencia y el sentido del deber. Se dejaban fuera otros dos: la libertad y el pensamiento crítico, y por otra parte la reclamación de derechos. Era una sociedad muy sumisa. Desde el punto de vista educativo las personas sumisas son muy cómodas: asisten, aprenden y callan.

Fueron las generaciones, la mía y las siguientes, educadas en este sistema autoritario los que pensamos que teníamos que recuperar los otros dos aspectos fundamentales. Y se recuperaron, pero se perdieron los dos primeros. Hemos estado fomentando durante muchos años una educación basada solo en la libertad y en la reclamación de derechos, que es la sociedad permisiva. Se ha olvidado la obediencia, la obediencia a la norma, el compromiso ético y, por otra parte, el sentido del deber. Y ahora tenemos que ver en qué debidas porciones recuperamos estos cuatro aspectos igualmente necesarios. No podemos vivir solo de derechos si no se cumplen los deberes. Y no podemos vivir solo de libertad si no estamos también dispuestos a vincularlos a las normas éticas, a ciertos valores.

Aquí hay que distinguir dos cuestiones: cuando desaparece la autoridad entendida autoritariamente lo hace por muy buenas razones; estaba ligada al sistema patriarcal, a un sistema de adoctrinamiento religioso, a una ausencia de pensamiento crítico. Así, que hicimos muy bien en cambiar esto. Es solo que se nos fue de la mano. No tuvimos un buen sistema de frenada, nos pasamos. Y volver atrás es muy complicado; hay que empezar otra vez a explicar las cosas. Hay que explicar que, en el fondo, cuando estamos hablando de la autoridad nos referimos a una acepción muy bonita que procede del derecho romano. Se puede influir en una persona por coacción o por autoridad. La coacción es cuando yo te impongo esto y se acabó el asunto. La Ley Penal, por ejemplo, es un sistema coactivo. En cambio, cuando algo se impone por autoridad se impone por el respeto que causa el ordenamiento o la institución. Es un sentimiento que se basa en la excelencia. Por eso hay que ligarlos: cuando una persona quiere tener autoridad debe merecer el respeto, ganárselo. Esto se mantiene todavía en una expresión: “Es una autoridad en medicina”. Este tipo de autoridad es la que debemos recuperar.

Tengo una amiga a la que su hija le dice “dime si sí o si no, pero sin cuento, mamá”, pidiendo un directriz clara, sin explicaciones. ¿Qué hacemos los padres? ¿Mensajes tipo “porque yo lo mando” o les obligamos a escuchar la explicación?

Veamos. Lo primero es dar una explicación. Ahora bien, la explicación no hay que estar repitiéndola cada vez. Una es suficiente, y después ya se sabe a qué se está refiriendo. Esto es sobre todo importante en la adolescencia. Los adolescentes son debatidores interminables. A mí me despiertan ternura, pero es verdad que son muy pelmas, y como son incansables en el debate pueden acabar saliéndose con las suya por agotamiento de la parte contraria, que suelen ser los padres. Así, que se discute una vez, y se señala muy bien qué es negociable y qué no lo es. Hay que evitar el caer en repetir una y otra vez las razones, porque se las saben; ya se las has dado.

En la Universidad de Padres se tiene como lema que las cosas tienen arreglo pero no tienen fácil arreglo. ¿Cuál debe de ser el núcleo central de la educación?

La educación tiene dos grandes funciones: una es la instrucción, tienen que saber cosas, aprender; y otra es la formación del carácter. Esta está referida al desarrollo de los recursos intelectuales, afectivos y ejecutivos para que el niño esté en condiciones de enfrentarse a los problemas que va a tener inevitablemente, de aprovecharse de las cosas buenas, de tener aguante para soportar las malas y de elegir bien las metas. En este sentido nosotros hemos aprovechado lo mejor que se está haciendo, incluso lo mejor que nos viene de la biología. Sabemos, por ejemplo, que el miedo se aprende. Por tanto, vamos a ver si en vez de aprender a tener miedo aprendemos la valentía. El pesimismo se aprende. Entonces, vamos a aprender optimismo. La vulnerabilidad se aprende, pues aprendamos la resistencia. Es decir, a ver si le ponemos en buena forma, entre otras cosas, para que él sea capaz de tomar sus propias decisiones. Una función de la educación es dotarle de los recursos necesarios para que se encargue de tomar decisiones inteligentes.

La formación del carácter es una parte fundamental de la educación, sin olvidar que hay que estudiar matemáticas, física, etc. Como decía Gracián: “De nada vale que el entendimiento se adelante si el corazón se queda”. Cuando nos enfrentamos a un problema no solo tenemos que ser capaces de encontrar la solución; tenemos que ser capaces de ponerla en práctica, de llevarla a cabo. Y ese es el marco educativo de la Universidad de padres. Tenemos una idea de la formación del carácter muy potente: hemos tomado 167 programas educativos (el que se encarga de fomentar la resiliencia, el que se encarga de la creatividad, de la capacidad relacional…), un número que no es operativo, no podemos estar dando 167 programitas. Cuando los hemos puesto uno encima de otro hemos visto que hay zonas que se solapan, y ahí está lo importante. Son esa especie de grandes columnas las que intentamos fomentar con un tipo de programas que yo creo que también son didácticamente originales. No es como cuando se quiere aprender, por ejemplo, una asignatura donde los pasos son secuenciales (primero aprendo a sumar, luego a restar, luego a multiplicar, dividir…). Cuando lo que estás intentando es fomentar determinados hábitos los pasos no son secuenciales; los hábitos se adquieren por repetición. Lo que hemos hecho nosotros es crear unos programas en espiral, donde se va pasando siempre por los mismos sitios, pero a diferente altura según el desarrollo del alumno. Espero, cuando se consolide, que tengamos una generación UP, es decir, que se note qué críos han sido educados con nuestro modelo.

José Antonio Marina para Jot Down 2

Nos decía Clara Grima, matemática de Sevilla, que el que va a la Escuela de Padres es el que no necesita ir a una escuela de padres, que el hecho de que esté allí ya implica una cierta preocupación por la educación de sus hijos y, normalmente, con esa preocupación y un poco de sentido común, va a hacerlo bien.

Creo que existe el mito de que los padres no se preocupan de sus hijos. Y yo no lo veo así. Hay muchos padres, la mayoría, que están muy preocupados, incluso presionados por la educación de sus hijos, pero no saben qué hacer. Sea porque se han hecho un lío, porque han recibido mensajes contradictorios, o porque tienen muy poco tiempo… Por ejemplo, el caso de las madres que trabajan, culpabilizadas intrínsecamente. Y eso tampoco es justo. Lo que encuentran en la Universidad de Padres es, por una parte, que se encuentran acompañadas por alguien —no tenemos ningún interés económico, es una fundación; ni político, ni religioso— cuyo principal interés es la educación.

Intentamos llevar a cabo el proyecto, eliminar el discurso trágico de la vida. Vamos a intentar que los padres, que están sometidos a muchas dificultades, presiones de tiempo, estrés, etc., en una sociedad en la que además los niños reciben muchísimas influencias que les llegan desde muy diferentes vías, reciban ayuda para que puedan hacerlo bien, digamos, con el menor esfuerzo y, además, con algo que yo creo que es una novedad nuestra; les decimos a los padres que su vida no se agota en ser padre o en ser madre, que ellos tienen su propio proyecto de vida, personal, laboral, sus relaciones de pareja.

Hemos creado también, por cierto, una Escuela de Parejas. Nos hemos dado cuenta de que muchísimos problemas que después se trasladan a los hijos son en realidad problemas que tiene la pareja. El proyecto de vida de la pareja debe mantenerse, ¿por qué? Pues porque es más duradero que el de los hijos. Estos, durante unos años, les van a exigir, es cierto, una dedicación muy intensa, pero esa no es su vida, es la vida de sus hijos. Y, por lo tanto, tienen que estar preparando el suave despegue de sus hijos. De otra manera lo que estaremos es ante una situación archiprotectora; los hijos se van a ir igualmente, pero peor preparados. Y que una madre que se ha dedicado en exclusiva al cuidado de sus hijos a ver qué pinta luego, cuando ya se van, ella en el mundo. Así, que es de los más sensato el enfoque: “sí, tenéis unas responsabilidades para con vuestros hijos muy profundas y muy fuertes, pero que no son eternas, tenéis que seguir manteniendo vivos vuestros proyectos personales”.

Esto conecta con el modelo de psicología positiva que expone de Martin Seligman, ¿no?

Sí, totalmente.

Estuve ―hago aquí un inciso― hace poco con él aquí en un evento muy curioso: nos invitaron a los dos los cocineros del País Vasco. Seligman alucinaba. Él ha tenido siempre algún problema de peso, le gusta comer. La cuestión fue que en San Sebastián iba a haber (ahora ya está en marcha) una universidad de cocina. Entonces, los Arzak y demás cocineros, que son muy simpáticos, se decían, “cómo vamos a estar nosotros en una universidad, si lo único que sabemos hacer es cocinar”. De modo y manera que decidieron ellos organizar unos cursos para aprender. Y es ahí donde estábamos Seligman y yo.

Probablemente en estos momentos Seligman es el psicólogo más influyente. Es un gran especialista en depresión. Cuando le nombraron Presidente de la Academia de Psicólogos Americanos se puso contentísimo; hizo un discurso presidencial diciendo que la psicología tenía que cambiar de orientación, que hasta ahora se había preocupado demasiado de los problemas y no se había preocupado de las fortalezas. Que era importante saber qué fortalezas tiene el ser humano y saber cómo desarrollar esas fortalezas.

Se ha insistido tanto en que lo importante es la felicidad que al final la felicidad se ha convertido en una moda un poco tonta, ¿de lo único que se trata es de eliminar todo lo negativo y de pasarlo bien? Eso nos da un modelo bastante flojito, porque ¿qué debo hacer cuando algo supone un sacrificio? Eso es negativo ya, no es pasárselo bien. Cuando hablamos de que hay que buscar la felicidad estamos hablando de un concepto de felicidad un poco pobre sin nos quedamos en el “aquí estamos para pasarlo bien”.

Nosotros en la UP, cuando hablamos de que hay que buscar la felicidad, estamos hablando de un concepto un poco diferente, lo tenemos muy claro; sí es cierto que la felicidad es lo que rige nuestro comportamiento en último término, pero entendida como la armoniosa satisfacción de tres grandes necesidades o deseos. Una de ellas es pasárselo bien. Pero solo una. La segunda es mantener unas relaciones afectivas con otras personas: de fraternidad, o amor, o amistad, o de compromiso, o de cuidado… Y muchas veces, cuando quieres mantener esto vas a tener que ceder un poco de felicidad, vas a tener que pasártelo no tan bien, en el sentido en que una madre se ocupa de su niño, por ejemplo: no causa ningún placer levantarse de madrugada a atenderlo, está perdiendo comodidad. Sin embargo, está satisfaciendo un segundo gran deseo que tiene, el de vincularse afectivamente a su hijo. Ahora bien, y esto es claro, las relaciones de pareja que se guían solo por el estamos juntos porque lo pasamos bien al primer problema se rompen, no estaba en el guión.

Y aún tenemos otro gran deseo que satisfacer, el tercero. Este es el que nos saca para bien de nuestras casillas: todos necesitamos sentir que progresamos. Necesitamos estar satisfechos de nuestras metas. Nadie quiere ser insignificante, ni insignificante ni estar empantanado, “¿esto es todo lo que hay? ¿Voy a sentirme así siempre?” Tenemos una especie de vocación de nobleza. Y tenemos que cuidar eso, esta aspiración a la grandeza.

Todo esto, entonces, ya es un concepto de felicidad más armónico, porque incluye el ser consciente de que si yo estoy comprometido con una gran empresa me tengo que esforzar; si quiero ser significativo tengo que buscar el sentido de las cosas; si quiero mantener unas relaciones amorosas satisfactorias tendré que perder alguna comodidad… Si vuelvo del trabajo a casa y lo que me apetece es tomarme un whisky y leer el periódico pero sé que mi mujer tiene ganas de hablar, pues o comodidad o mantener unas relaciones afectivas satisfactorias y saludables. No vas a poder tener las dos cosas al mismo tiempo.

Además, al definir la felicidad como “la armoniosa integración de los tres grandes deseos” es porque tienes que cuidar la armonía, no puedes ser feliz sin tener ningún disfrute, pero tampoco puedes serlo sin tener ninguna vinculación afectiva seria, o sin tener algún tipo de aspiración.

Seligman en su último libro ya no habla de happiness, habla de flourishing, que es una palabra que en español no suena muy bien, sí en inglés. Lo importante es el despliegue de las posibilidades, una tarea mucho más creativa.

Educar para la frustración: “Tenemos derecho a conseguir todo lo que queremos”.

Uno de los problemas de la educación permisiva es que no educaba para tolerar la frustración. Por lo tanto, las personas se vienen abajo en cuanto tienen algún tipo de contratiempo. Acabo ahora de publicar algo en la Revista de Pediatría sobre niños consistentes y niños vulnerables. Vemos que la resistencia también se puede aprender, la resistencia al esfuerzo y la resistencia a la frustración y, en aspectos ya más dramáticos, la resistencia a la adversidad. La frustración va a ser inevitable, la adversidad ojalá no la tenga que experimentar, y el esfuerzo es que es conveniente.

Has afirmado que los jóvenes se han instalado en un sentimiento de impotencia confortable. La película Solo es el principio (2012) es un documental que refleja la importancia de la educación y de aprender a pensar a través de un proyecto educativo en el que se introducen clases de filosofía para niños de tres y cuatro años siguiendo las ideas de Matthew Lipman; ¿hasta qué punto compartes este tipo de pedagogía?

Llevar la filosofía a la escuela no solo es conveniente, sino que es divertidísimo para los adultos. Ver los debates que hacen… En Francia publicaron hace años un libro no solo con los debates de clase, también incluía la explicación que los niños daban a sus familias sobre qué hacían en la clase de filosofía. Son explicaciones interesantísimas. Están los que dicen que dan cosas importantísimas y los que dicen que se habla solo de palabras, de lo que significan las palabras. Desarrollan la capacidad de argumentar. Un niño de siete años: “Yo estoy siempre pensando, pero no sé en qué”. O una niña de ocho: “Yo estoy segura de que entendería las matemáticas si comprendiera las palabras con que me las explican”. Eso se lo he trasladado a todos los profesores de matemáticas que conozco; “mejor consejo pedagógico, imposible: tienen que entender las palabras con que les explicáis matemáticas”.

Entonces, sí, me parece muy oportuno enseñar filosofía en las escuelas. Lipman fue un genio pedagógico.

En tu opinión hay que tener cuidado con las conductas que se premian porque se van a repetir. En relación a los reality shows y telebasura, ¿tendrían que legislar los políticos?

Sí, creo que los gobiernos están eludiendo sus responsabilidades. Tienen medios para actuar, todas las televisiones son concesiones gubernamentales, es decir; se pueden retirar. De todas formas, yo estuve en una comisión para ver si se debía o no permitir la censura dentro de la televisión, y al final eran más los inconvenientes que las ventajas; son asuntos complicados. Tendría que venir de una movilización ciudadana. Es una de las cosas que yo quise poner en marcha, que todo el mundo tenga la conciencia de que para educar a un niño hace falta la tribu, y que para educar bien a un niño hace falta una buena tribu. Por lo que hace, por lo que compra, por lo que aplaude, por lo que premia. Que no se puede uno quejar, decir “qué mal habla este niño”, cuando uno se pasa cuatro horas al día viendo personas que se están insultando en prime time. Si estás viendo determinados programas de televisión estás maleducado a tus hijos. Luego todos esos consejos que le vas a dar, que vas a querer que siga, no van a valer para nada.

La violencia engendra violencia, eso sí está demostrado, ¿no?

Clarísimo, sí. Ahora, por ejemplo, estamos detectando en las escuelas que hay un repunte de machismo muy fuerte. A estas alturas. Las adolescentes contestan en un alto porcentaje en las encuestas que les parece muy bien que sus chicos las controlen, que eso es una demostración de interés, que controlen lo que visten, con quién hablan. No se dan cuenta de hasta qué punto eso es peligroso.

¿Puede tener eso precisamente su origen en la despreocupación que puedan tener los padres? 

Creo que es más complejo. Las chicas notan de alguna manera que dominan la situación. Es como si hicieran una especie de concesión secundaria a los chicos. En el fondo ellas van a tener la voz cantante, ¿y por qué van a tener la voz cantante? Pues porque ―dicho en un tono zafio― tienen tetas. Es la concepción del “yo tengo las de ganar porque tengo un atractivo físico. Por eso voy a cuidar el atractivo físico, voy a pedir una operación de pecho…” Están obsesionadas con eso. Les da una falsa sensación de poder. La asociación americana de psiquiatría nos ha advertido de que estamos metiendo a las chicas en un lío complicadísimo; las introducimos a una edad muy precoz en un mundo adultamente sexualizado. Como en el momento de las adolescencia tanto chicos como chicas lo que quieren es ser mayores se produce una especie de lanzamiento erótico demasiado precoz. La Asociación Americana de Pediatría nos advertía de todo esto. Hace dos años, en el número de diciembre de la revista Vogue, apareció una campaña publicitaria con niñas maquilladas como adultos. En verano unos grandes almacenes ingleses lanzan un bikini sexy para niñas de siete años. Nos estamos pasando un poquitín de la rosca. La gente protestó y lo retiraron. La idea que subyace es que eso es culpa de los adultos, incluidos los padres. No sé si habéis visto Little Miss Sunshine; esas mamás encantadísimas con sus niñas maquilladas y contoneándose.

Hay una frase que dices que nos gusta mucho: “Los niños que necesitan más amor siempre lo buscan de la forma menos cariñosa”.

Sí. Eso es triste. Muchas veces, cuando encontramos niños violentos, o niños huidizos o niños que de alguna forma despiertan pocos sentimientos, lo que pueden es estar necesitados más que nadie. Por ejemplo, hay una división de los niños, que puede parecer un poco cruel, pero es operativa: hay niños fáciles y hay niños difíciles. A los niños fáciles es fácil quererlos. A los niños difíciles, que precisamente son difíciles porque son muy vulnerables, es difícil quererlos; son incómodos, son muy irritables. A todos nos gustan son los niños fáciles y monos. Igual en la escuela: a todos nos gustan los alumnos brillantes. Y la escuela está hecha para los torpes. Son los más torpes los que necesitan los mejores maestros.

José Antonio Marina para Jot Down

Hablemos ahora de psicología y lenguaje. Dices algo muy interesante, y es que en la psicología hay un viaje de regreso de lo congnitivo a lo conductual. ¿Qué quieres decir exactamente?

La psicología es una ciencia joven y por lo tanto coqueta, se deja llevar por las modas. Y cada vez que aparece una moda se deja otra. A lo largo de mi vida he pasado por varias de estas modas en psicología: la psicología de la gestalt, luego vino el conductismo (que no fue una moda, fue una dictadura férrea, durante años), que no tenía en cuenta ninguna de las experiencias internas, solo la conducta. Os voy a contar un chiste: “Están dos psicólogos, un matrimonio conductista; hacen el amor y le pregunta ella: ya sé que tú has disfrutado, ¿me puedes decir si he disfrutado yo?”. Luego vino la reacción cognitiva, y se explicó todo por el sistema de creencias. Después se dio paso a la moda de la inteligencia emocional; todo lo explicaban las emociones. Y ahora creo que estamos en condiciones de organizar un modelo más completo que por primera vez no olvide nada. Se trata de que la función principal de la inteligencia es dirigir el comportamiento, y eso tiene que ver con la conducta. ¿Y cómo la dirige? La dirige utilizando información ―ahí entra el cognitivismo―, pero también gestionando las emociones. El director de orquesta, quien dirige, son las funciones ejecutivas. Si conseguimos organizarlo es un modelo muy potente.

Sí que es cierto que como la especialización en psicología es terrible, y como las funciones ejecutivas las están estudiando los neurólogos, los especializados en funciones ejecutivas, cada cual está metido en su nicho y no hay manera de ponerse en relación con los demás. En la Asociación Americana de Psicología hay, creo, 50 divisiones, y no se hablan entre ellas. Lo importante es la acción como eje central del ser humano.

Con respecto a esto que acabas de decir hay dos cosas muy importantes, una es de su libro La inteligencia ejecutiva, que hablas de una teoría de la inteligencia que comience en la neurología y termine en la ética. Conocemos para vivir de la mejor manera posible.

Claro. El marco biológico nos lo da la neurología pero a partir de ahí la inteligencia comienza a desarrollar un proceso muy interesante. En El bucle prodigioso, lo que estudio es cuál es el proceso que sigue la inteligencia, que en el caso humano tiene la capacidad de anticiparse, y al anticipar lo que hace es proyectar una posibilidad, crear una meta, e intentar llegar a esa meta. Para llegar ahí me entreno. Ese es el proceso por el que nosotros vamos en una especie de bucle prodigioso: cada vez nos permite apartarnos más del comienzo, de manera que comienza en la neurología, pero a partir de ahí empezamos a intentar dirigir el comportamiento para alcanzar metas lejanas, y al tener que dirigirlo y seleccionar los comportamientos nos metemos en la ética inevitablemente. Por eso suelo decir, cuando quiero escandalizar, sobre todo cuando estoy en ambientes muy técnicos: “la gran creación de la inteligencia no es el arte, ni la ciencia, ni la técnica; su gran creación es la bondad”. Cuando lo digo se dicen “este es gilipollas”. En español un “buen hombre” es casi sinónimo de débil mental, retrasado. Así que se lo explico. Cuando estamos hablando de inteligencia estamos hablando de la capacidad de resolver problemas. Hay dos tipos de problemas: los problemas teóricos, que se resuelven cuando encontramos la solución, y los problemas prácticos, que no se resuelven cuando encontramos la solución, sino cuando pongo la solución en práctica. Decía un senador americano, “pero por qué se preocupan tanto del conflicto de Israel; que se hagan cristianos y ya está”. En la práctica esto es, en fin, bastante complicado. Tema de las parejas, solución: “que se quieran mucho”. (Risas). “¿Pero qué hago cuando no puedo aguantar cómo deja los zapatos por la noche? Porque aun cuando le quiero mucho me pone de los nervios…”

Lo importante es resolver los problemas y dar una la solución. ¿Cuáles son los problemas más importantes, más urgentes, más complejos? Serán estos los que exijan más a la inteligencia. Son los que afectan a la felicidad personal y a la integridad de la familia, que son problemas prácticos. Así, una inteligencia capaz de resolver los problemas de la felicidad y la convivencia y de ponerlos en práctica, eso es la bondad. Ahora, si se entiende que la bondad es ser memo, que me tomen el pelo, y no protestar… No. La bondad es muy guerrera, muy complicada, muy inteligente, y muy tenaz.

Esto conecta un poco con el concepto de Bateson de la conciencia ecológica, ¿no?

Una parte. Es dirigirse por valores fundamentales, universales, por valores que soporten una prueba parecida a la reducción al absurdo en matemáticas. En matemáticas hay proposiciones que no se pueden demostrar, no se puede demostrar su veracidad. Lo que se hace es demostrar es que si son falsas, se llega al absurdo. Así que lo que te puedo decir es que como no aceptemos este valor moral, por ejemplo, la igualdad ante la ley de los seres humanos, que yo no la puedo demostrar, es una afirmación constituyente, llegamos a una situación insostenible.

¿En qué se diferencia esta inteligencia ejecutiva de la inteligencia exitosa de Sternberg

Cuando hablamos de las funciones ejecutivas nos referimos a aquellas que nos permiten ejecutar nuestras metas, las que sean. Son un componente de la inteligencia. La inteligencia exitosa se refiere a un resultado, no es un componente.

Lo que la neurología nos dice es que la estructura del cerebro es una estructura jerárquica. Que hay toda una serie de procesos que están funcionando de una manera un poco autónoma, que no sabemos cómo se hace, y que una parte de lo que producen pasa a estado consciente por unos procesos que tampoco conocemos. Es un hecho incontestable que estamos continuamente haciendo cosas, incluso se ha descubierto lo que se llama el funcionamiento de la red neuronal por defecto, que realizamos una actividad desaforada en nuestro cerebro. Y que, por ejemplo, cuando creíamos que estábamos realizando más actividad estábamos en realidad haciendo menos que cuando creíamos que realizábamos menos actividad, que es cuando estamos, a mi juicio, manteniendo la memoria viva. Así que estamos haciendo muchas cosas de forma inconsciente, parte de todo eso pasa a ser consciente, y es cuando los humanos podemos influir en la sala de máquinas que está en el cerebro. Esa capacidad de poder dirigir las operaciones mentales, y a través de estas el conocimiento, es una función específica del cerebro y específica de la inteligencia. Esa conducta luego puede ser la de un monje zen o puede ser la del mismísimo Hitler.

Distinto es cuando dice Sternberg que la inteligencia es un modelo de inteligencia que puede ser más o menos exitosa. Yo prefiero aquí hablar en lugar de inteligencia exitosa de talento. El talento es la inteligencia que se propone unas metas y que es capaz de movilizar la información necesaria.

El lenguaje es una forma de representación del mundo y tiene tanto la capacidad de representar la realidad como de transformarla. En ese sentido, hay varias cosas muy interesantes en el libro La Inteligencia Ejecutiva. Por ejemplo, le llamas a la memoria de trabajo “memoria activada”.

Sí, porque the working memory es un concepto equívoco en los libros de psicología. Se utilizaba para la memoria a corto plazo, que es donde tenemos la memoria mientras estamos utilizando la información. Ahora se utiliza sobre todo cuando activo la memoria a largo plazo adecuada para la tarea que estoy realizando. Entonces, para evitar esa equivocidad, cuando hablo de memoria de trabajo estoy hablando de la capacidad de activar zonas de mi memoria adecuadas para esta tarea. ¿Por qué? Porque es importante saber que cuanto más amplia sea la memoria de trabajo que activo más capacidad vas a tener para resolver los problemas.

La aparición del lenguaje reestructura todas las funciones mentales. ¿Influye la estructura del idioma en aspectos cognitivos o conductuales de los grupos sociales que se desarrollan en ese lenguaje?

Ahora mismo hay toda una escuela… que yo critiqué, porque era excesiva. Yo creo que el lenguaje muchas veces intenta cambiar para poder expresar el mundo, pero sí es cierto que cuando nosotros aprendemos un lenguaje estamos aprendiendo un plano de la realidad, porque cada palabra que utilizamos es una herramienta para realizar la realidad. Te voy a poner un ejemplo: hay una realidad objetiva, que son los colores. Cuando ves cómo han denominado en distintas culturas los colores te das cuenta de que son muy diferentes. Hay idiomas muy primitivos que tienen solo dos palabras para todos los colores. Otros tienen una gran riqueza que ha ido apareciendo a lo largo del tiempo. Así, el marrón suele ser el último en aparecer, como dato curioso.

¿Qué quieres decir con que el lenguaje nos libera de la tiranía del estímulo?

Pávlov, que era inteligentísimo, decía que atendíamos a dos sistemas de señales: uno era el estímulo y otra la representación hablada del estímulo. Pero, claro, es distinto, el estímulo tiene que estar presente, mientras que la palabra está descontextualizada siempre. Por lo tanto, podemos responder a estímulos que no están presentes que están representados por palabras. Y eso nos permite una liberación, ya no solo respondemos a lo que está, sino que respondemos a presencias irreales, fantásticas, ficticias, conceptuales, de todo tipo, y eso es lo que abre nuestra capacidad de conocer. El idioma se mueve en una especie de atemporalidad y aespacialidad. Puede por tanto duplicar el mundo, y triplicarlo, cuadruplicarlo…. Por eso puede haber tantos universos ficticios. La mentira es una cosa del leguaje, el estímulo no.

El lenguaje modula el pensamiento racional, pero en las personas el estado más común es el de la contradicción, ¿de qué forma la inteligencia ejecutiva puede controlar esto? A veces incluso el lenguaje hablado no tiene nada que ver con el lenguaje corporal, hay una disonancia cognitiva…

Ante una sensación que puede hacernos experimentar unos sentimientos muy diferentes lo que hacemos es darle un nombre a lo que estamos sintiendo. Lo estamos haciendo manejable. A mis alumnos, por ejemplo, no les dejo que utilicen la palabra amor, porque la palabra amor es una palabra que nombra un sentimiento casi siempre muy confuso, pero que de repente simplifica. Uno se pregunta “qué siento por esta persona”, y por esa persona puedes sentir cosas muy diferentes, a ratos la podré aguantar, a ratos no podré vivir sin ella, que a ratos le divierte y a ratos le irrita. Es como en el poema de Lope de Vega:

“Desmayarse, atreverse, estar furioso,
áspero, tierno, liberal, esquivo,
alentado, mortal, difunto, vivo,
leal, traidor, cobarde y animoso;
no hallar fuera del bien centro y reposo,
mostrarse alegre, triste, humilde, altivo,
enojado, valiente, fugitivo,
satisfecho, ofendido, receloso;
huir el rostro al claro desengaño,
beber veneno por licor suave,
olvidar el provecho, amar el daño;
creer que un cielo en un infierno cabe,
dar la vida y el alma a un desengaño;
esto es amor, quien lo probó lo sabe”.

Decir que sientes amor por una persona es simplificarlo mucho. Sientes muchas cosas. Cuando queráis saber si amáis a alguien, no os preguntéis por qué sentís, porque no se trata de una palabra. Intentad contestaros a la pregunta: ¿qué me gustaría hacer con esa persona? Posibles respuestas: me gusta ir al cine, me gusta hablar con ella, me gusta meterme en la cama con ella, me gusta que me elogie… ¿pero te gustaría vivir con ella? Claro, si lo haces así, te das cuenta. Decir estoy enamorado, amo a esta persona y no querer vivir con ella. ¡Entonces, no me quieres! Es un sentimiento, sí, y es un sentimiento complejo, pero no es amor.

Es precisamente la inteligencia generadora la que puede empezar a lanzar a la inteligencia ejecutiva todas estas contradicciones, pero no puede pasar a la acción, porque la acción es solo un camino: o me comporto de un modo o me comporto de otro modo. Es la inteligencia ejecutiva la que, ante esa serie de posibilidades tiene que elegir una. La acción es siempre simple. Lo que tiene la acción de poderoso y también muchas veces de trágico es que unifica todo. Siento por ti esto, esto y esto. Pero lo que he hecho es que te he dedicado mi vida. Esto es lo que unifica todo lo demás. El mundo de la imaginación, o el mundo de las experiencias conscientes, es muy contradictorio. El mundo de la acción, tomar una decisión, no.

José Antonio Marina para Jot Down 3

Según la Teoría de B. Bernstein del doble código hay un lenguaje “oficial”, legitimado, que es propio de la clase media y que coincide, además, con el de la escuela. ¿Hasta qué punto influye ese dialecto social en las competencias de los chicos y las chicas? ¿Coincides con esa afirmación?

Sí, en principio sí. Otra cosa es que muchas veces para resolver un problema tenemos que utilizar metacódigos o intentar romper el código, porque se han pervertido tal cantidad de palabras que nos encontramos con que no podemos utilizarlas. Quién se atreve a utilizar ahora la palabra disciplina dentro de las aulas… Nadie. Ni siquiera la palabra deber. Hay un estudio muy curioso sobre las razones por las que las personas participan en las ONGs. La explicación, digamos, más airosa, es “lo hago porque me apetece”. Parece que es como muy rastrera, muy pobre, si se dice “no, lo hago porque es mi deber”. Y, oiga, que el asunto es al revés.

El análisis de los resultados en las investigaciones sobre la inteligencia emocional en hombres y en mujeres pone de manifiesto que son estas últimas las que alcanzan un mayor índice de inteligencia emocional, aunque su autopercepción es más baja. Sin embargo, en los hombres ocurre lo contrario, ya que alcanzan índices menores pero su autopercepción es más alta. Esto nos hace suponer que los hombres se sobrevaloran y las mujeres de infravaloran con respecto a la inteligencia emocional, algo que también ocurre con el coeficiente intelectual. ¿Es la inteligencia emocional una cuestión de sexo? ¿Y la inteligencia ejecutiva?

En la inteligencia cognitiva todas las mediciones que tenemos son absolutamente equivalentes en hombres y mujeres (hay alguna pequeña tontadita, como la de que los hombres tienen más capacidad para imaginar rotación de imágenes). Respecto a la inteligencia emocional en cambio sí que hay diferencia: a las mujeres les interesan cosas diferentes que a los hombres. Y a mí me parece que el intentar unificar a todos es absurdo. Tienen intereses diferentes, las mujeres tienen un interés social mayor que el nuestro, que el de los hombres. Tienen más interés en mantener una vinculación y los hombres más interés en imponerse. Entonces, las chicas hablan más que los chicos, se pelean menos que los chicos, o lo hacen mediante palabras. Y luego, y esto ya sí es educativo, están más acostumbradas a hablar de sentimientos, lo cual produce después un efecto en las relaciones de pareja: las mujeres se mueven con más facilidad en las conversaciones de pareja mientras que los hombres se sienten ahí muy torpes. Por eso cuando quieren conversar los hombres hablan de temas objetivos y las mujeres de temas relacionales. Ese es uno de los problemas de comunicación. No obstante, sí creo que conviene, después de toda una etapa en que se ha insistido en la igualdad entre el hombre y la mujer, porque era necesario en muchos aspectos, en que hay que admitir que son iguales en unas cosas y muy diferentes en otras, y no pasa nada.

Esto conecta con lo que decías antes sobre cómo educamos con nuestros actos, con nuestra manera de hablar, cómo tratamos de forma diferente a niños y niñas en la infancia.

Sí, en esto posiblemente no hay un factor biológico, que sea un factor cultural. La educación que dan los padres a niños y niñas respecto al tema de los afectos sí es muy diferente. Los niños pequeños sienten tanto miedo como las niñas pequeñas. Sin embargo, se considera que está bien que las niñas tengan miedo, no así los niños.

¿Estás interesado en aplicar modelos psicométricos a la inteligencia ejecutiva?

Tenemos que valorarlo. Se empiezan a dar ahora algunos pasos. Hay distintas escalas para intentar evaluar o medirla de alguna manera. Lo que ocurre es que son escalas, digamos, casi de sentido común, pero no tenemos todavía garantía de que se mida exactamente. Estamos empezando ahora. En el libro he aislado ocho funciones ejecutivas; todavía está el número un poco fluctuante.

¿Vais a buscar el enlace neurológico?

Sí, claro. Tenemos que ver, primero, que hay varios procedimientos: uno es las imágenes funcionales. Sabemos, por ejemplo, que cuando se tienen ciertas carencias o se desarrolla una determinada actividad se iluminan ciertas zonas. Esto simplemente nos puede estar diciendo que se consume más energía… Otra forma es, cuando hay lesiones o cuando hay trastornos. “Esta persona no puede realizar esta función ejecutiva”. Por ejemplo, mantener una meta. Todas las personas que tienen una lesión en un determinado lugar del lóbulo frontal no saben mantener las metas. En tanto a la memoria de trabajo, ya es más difícil, porque está muy distribuida. Y la atención es un misterio. Hoy acabo de recibir un artículo precisamente en que parece que estaba ya fijada la zona que interviene en los niveles de atención.

¿Se puede en esos casos, aprovechando la plasticidad cerebral, como comentabas en el libro, educar a niños con un déficit claro de atención y luego observar el progreso a nivel fisiológico?

Una de las cosas que tenemos después de las investigaciones de Kandel, al que dieron el premio Nobel, es que todo aprendizaje cambia la estructura física del cerebro, pero demostró además otra cosa: las psicoterapias también cambian la estructura del cerebro. Ahí nos movemos en el terreno seguro. Aún con todo, por decirlo en términos gramaticales, la neurología conoce muy bien la sintaxis neuronal, pero no conoce la semántica neuronal. Es decir, no sabe muy bien cómo se configuran los significados. Hace tiempo propuse algo y parece que se va confirmando: donde está la función principal del cerebro es en que es enormemente hábil para detectar o para inventar patrones.

Hay una frase que me gustaría que me matizaras, “La epigenética es la constatación de que el entorno y por lo tanto la cultura influye en la expresión génica”.

El siglo pasado, a finales, fue el siglo de la genética, se descubrieron cuáles son los ladrillos. El siglo XXI está siendo el siglo de la epigenética. Cada uno venimos con un genoma hecho, pero no todos los genes se expresan. Algunos sí, es decir, si eres blanco o negro, alto o bajo, etc. Hay otros, sin embargo, que tienen que ver con la inteligencia, con los sentimientos, que no. Cuando estamos hablando de que hay un gen de un sentimiento es de una simplicidad… Los genes lo que hacen es dar la orden de fabricación de una determinada proteína, una de esas proteínas puede ser un neurotransmisor. Entonces, si hay un gen que produce más serotonina, se producen una serie de alteraciones que nosotros vivimos como sentimientos. Pero sí es cierto que todo ese tipo de genes no se activan automáticamente, si no que se activan o permanecen dormidos según la influencia del entorno. Dentro del entorno está la cultura y dentro de la cultura está la educación. Por eso ahora se ha vuelto a recuperar una doctrina de un naturalista de hace muchos años, Baldwin, la de que las funciones de alguna forma se heredan, pero no solo por una cuestión genética, sino que la función cambia el entorno y el entorno cambia o selecciona de alguna forma. La especie Homo sapiens sapiens no hablaba. Ahora el niño nace con una predisposición a hablar clarísima. Ahí ha habido algún tipo de herencia. Lo que pasa es que no es un tipo de herencia directa, sino que es una herencia más compleja. Estamos en el siglo de la epigenética, y eso es muy esperanzador. Por cierto, una de las ventajas que tienen la neurología es que es una ciencia muy optimista, porque cada descubrimiento que hace nos dice que somos todavía más fantásticos de lo que creíamos.

“Los terráqueos se mueren de risa, pero también de aburrimiento” (Diccionario de los sentimientos). ¿Tener tiempo libre un peligro, se puede uno deprimir si está ocupadísimo?

Bueno, si está uno ocupadísimo se puede estresar. Estresarse es la respuesta orgánica a un tipo de situación que nos desborda. En cambio, el espacio vacío necesitamos llenarlo. El aburrimiento es una constante humana. El animal cuando no tiene nada que hacer se duerme. Nosotros estamos despiertos. Se produce entonces una situación incómoda de falta de estímulos. La tolerancia al aburrimiento es un asunto importante. Nosotros insistimos en que los niños tienen que aprender a aburrirse. De otra manera se produce una necesidad de estar continuamente buscando estímulos. Si algo no me divierte en 30 segundos, cambio. Y si es una persona, también. Son los emotion searchers: no puedes estar sin estar muy estimulado. Y eso es un problema.

Y eso está pasando factura…

Está pasando factura porque, por ejemplo, es uno de los caminos por los que se llega a la droga. La droga produce estimulaciones inmediatas.

Dice en La lucha por la dignidad que Gödel señaló que todos los sistemas formales dependían de algún gancho exterior al sistema, ¿a qué se refiere aquí?

El esquema es que tengo unos determinados axiomas, que no se pueden demostrar, y unas reglas de transformación. De ahí salen los teoremas. Cuando yo elijo los axiomas no puedo justificarlos, son constituyentes. Pero a partir de aquí entra en juego toda la mecánica de la lógica formal. Puedo tomar un axioma fundamental, pero hay siempre un último paso donde todo no es demostrable.

Por ejemplo, puedo tomar un principio fundamental, el principio de identidad, A es igual a A. Es algo que no puedo demostrar. Esto a mí me interesaba aplicarlo a la ética. Todos los principios éticos en estos momentos se basan en algo que no es demostrable, que ni siquiera es real, es un axioma constituyente. Los escojo no al azar, “Los físicos necesitamos elegir la geometría que conviene más a nuestro sistema”, es decir, se eligen por una determinada razón.

Así, por ejemplo, la máxima de Nietzsche: “La fuerza es la que fundamenta todos los valores”, otra podría ser la de los griegos, “La virtud es la que fundamenta todos los valores”, y nosotros hemos considerado otra, “La dignidad”. No podemos demostrar ninguna de las tres, porque son principios constituyentes, axiomas. Lo que podemos es, a la vista de la realidad que tenemos, hacer una constitución que empiece diciendo “Todos los seres humanos son iguales en dignidad y de esa dignidad derivan derechos”, porque resuelve problemas, situaciones indeseables. ¿Pero tenemos o no tenemos dignidad? Hombre, no es una realidad científica, no lo podemos demostrar, es un principio constituyente, un axioma que aceptamos, que hemos convenido aceptar.

Para acabar sí me gustaría comentar contigo otra de las cuestiones que aparecen en La Inteligencia Ejecutiva: cuando se habla del becario que utiliza Twitter como némesis de lo cultural. Precisamente nosotros hacemos llegar la cultura a través de Twitter.

Yo también lo utilizo. Lo uso para resumir las conferencias en un tweet, es decir, con buen fin. Y, hombre, es un recurso dramático, literario. Lo que pretendo con ese juego es facilitar la vida al lector. Es una argucia, o astucia pedagógica.

Tu abuelo, el abogado y profesor Juan Marina Muñoz fue amigo y condiscípulo de Unamuno. ¿Con quién te gustaría que te relacionaran dentro de 100 años?

Con Unamuno no (risas). Me gustaría que me relacionaran o con alguien del mundo de la ciencia o con alguien del mundo de las buenas acciones. Durante una época sabía con quién quería que me relacionaran: Norman E. Borlaug. Unas de mis pasiones son la botánica y la horticultura, y Borlaug, al que dieron el premio Nobel de la paz, no el de biología que merecía, se dedicó a crear nuevas variedades de plantas que permitieron resolver el problema del hambre. Creó, por ejemplo, los arroces que se podían cultivar en terrenos de salinas, los trigos de caña baja… Lo que a mí me hubiera ser es el artífice de una empresa que fuera al mismo tiempo el National Geographic, Amnistía Internacional y Walt Disney Productions.

José Antonio Marina para Jot Down 4

 Fotografía: Gonzalo Merat

¿Qué hace un hombre como tú en un sitio (web) como este?

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APTOPIX Pakistan The Third Gender

¿Has sentido alguna vez deseos de ser mujer?

Desde luego. Pero principalmente en fantasías. No como algo que hubiese querido vivir en la realidad. No es tanto pensar que me hubiera ido mejor siendo mujer, sino que me gustaría experimentar la sensación de recibir que yo atribuyo a la mujer. Lo que yo envidio en la mujer es una mayor capacidad sensorial. Yo hasta los 70 años he ignorado partes de mi piel. Eso me parece impensable en una mujer. Envidio en ella su vivencia del propio cuerpo, el cuidado de su cuerpo al que dedica más tiempo que el hombre, y eso le acerca más a sus sensaciones. El hombre es más ajeno a su cuerpo por la programación que ha recibido.

Este fragmento es parte de Androginia, uno de los capítulos en que se divide La escritura necesaria, una larga entrevista que, sobre su vida y obras, Gloria Palacios hizo al escritor José Luis Sampedro y que fue publicada en forma de libro por la editorial Siruela en 1996.

José Luis Sampedro (Barcelona, 1917), que por aquel entonces —a sus 79 años— tenía ya publicadas nueve novelas que le habían permitido consolidar una exitosa carrera literaria, había estado casado —con una mujer (de la que tuvo una hija)— 42 años y en ningún momento manifestó que su orientación fuera otra que la heterosexual. En 2003 se volvería a casar con otra mujer, Olga Lucas, su compañera hasta el día de su muerte. En el año 2000, Sampedro publicó El amante lesbiano (Plaza & Janés), una novela en la que relata las fantasías de Mario, un fetichista aficionado a vestirse con ropas de mujer que aspira a una relación sexual completa con Farida, una mujer fuerte. Mario, en la relación, desea adoptar el papel de sumisión que tradicionalmente se ha asignado al sexo femenino, de ahí que se vea a sí mismo como una lesbiana. En las últimas páginas del libro (240-250) Mario (que ahora lleva con orgullo el nombre de Miriam) y Farida van a “consumar” su relación amorosa:

Me ordena pasar al baño para vestirme allí. Ella lo hará en el vestidor. Como siempre, me oculta su desnudo.

Entro en el recinto de agua, luz y espejos que hemos convertido en capilla de mis sacramentos. Me arreglo rápidamente y espero. Ella aparece majestuosa, con el estuche en la mano.

F: Estás bien —aprueba—. En Kabylia yo tendría que depilarte el pubis, como a todas las novias, pero no quiero esperar.

M: Yo tampoco.

F: ¿Tienes miedo?

M: Como una novia. Pero también ilusión. Y violento deseo.

F: Mientras se llena el baño te mostraré a tu señor.

El arma. Abre el estuche y extrae un objeto cilíndrico envuelto en seda. Aparece al retirarla un olisbos, un falo artificial muy bien modelado a imitación humana. No es desmedidamente grande pero sí lo bastante para anticiparme una dolorosa invasión.

(…)

F: Así que me harás gozar moviendo bien tus caderas cuando te tenga empalada.

M: Me desviviré para tu placer. Quiero hacerte feliz.

F: Lo soy solo de pensarlo. ¡Lesbiana violando a un hombre, qué morbo! Romper tu virginidad para que te sientas mujer… Estoy archihúmeda. ¡Y tú excitada!

(…)

Mis nalgas son separadas al máximo, con una mano en cada una, y una dura punta redondeada toca mi orificio y presiona cuidadosamente contra él. Por instinto me contraigo y una recia palmada me azota con violencia 

F: Relájate y aguanta, mi amor. Recíbeme.

(…)

Ha tomado posesión de mí, de mi piel y mis adentros, de mi ecuador y de mis polos. Total.

El espolón me llena. Su maza invasora me posee. La siento retroceder y casi grito para impedirlo, pero no hace falta. Solo está iniciando el galope hacia el goce.

Después, terminada la penetración, es Mario/Miriam quien toma el mando y practica un cunnilingus a Faride. Acto seguido —ya con los dos amantes actuando como tradicionalmente se ha pensado que deben hacerlo un hombre y una mujer en la cama— copulan placenteramente adoptando la postura del misionero.

Para más información hay que saber que en páginas anteriores se describe con detalle el acto claramente homosexual en el que el padre de Mario es poseído por un árabe. Más fantasías sexuales.

Sampedro abre su libro con estas dos citas:

“Entremos más adentro en la espesura”, de San Juan de la Cruz.

“Ama y haz lo que quieras” de San Agustín.

Temas como la homosexualidad, la bisexualidad o la androginia [andrógino: persona cuyos rasgos externos no se corresponden definidamente con los propios de su sexo] ya habían aparecido en otras novelas de José Luis Sampedro como Octubre, octubre, La vieja sirena y Real Sitio. Pero nunca habían ocupado el asunto central del argumento, ni se había utilizado al protagonista de la novela para desarrollarlos.

Si relacionamos los sentimientos o apetencias reflejados en el texto con el que se abre este artículo con el personaje de Mario en El amante lesbiano y sabemos que Sampedro escribía sus novelas para (como dice en La escritura necesaria) “conocerme y explicarme a mí mismo”, podemos deducir que el escritor —siendo principalmente heterosexual— se recrea en sus fantasías con ciertas prácticas que en principio no son las que tradicionalmente se han considerado como propias de un hombre de verdad.

Es de destacar y de agradecer la valentía de Sampedro al hacernos partícipes de este tipo de aficiones/fantasías. Este ejercicio de sinceridad lo benefició sobre todo a él, pues de ese modo ha conseguido, si no resolver totalmente la ecuación de su sexualidad —algo, por suerte o por desgracia, imposible—, sí, al menos, avanzar mucho en el arduo —a la par que divertido— camino del autoconocimiento. Pero podría haber anotado todo este escarbar hacia adentro en su diario personal y de ese modo se hubiera ahorrado la incomprensión y el rechazo de algunos. Stripteases de este tipo nos permiten, conociendo al otro, avanzar en el proceso de indagación sobre nosotros mismos. He aquí una de las funciones más dignas de la literatura.

Kinsey

En 1949 se publicó El comportamiento sexual del hombre. El científico norteamericano Alfred C. Kinsey (1894-1956) demostró empíricamente que no es posible separar de forma excluyente —como el agua del aceite— a los homosexuales y a los heterosexuales. Kinsey, con base en un estudio consistente en más de 5000 entrevistas, definió una escala del cero al seis. En el cero se situaban los hombres que no habrían tenido ninguna fantasía o realizado práctica homosexual alguna. Serían los heterosexuales perfectos. Y al otro lado —en el seis— estarían los varones que nunca habían participado en prácticas, o tenido fantasías, heterosexuales. Estaríamos entonces ante el homosexual perfecto. La mayoría de las personas estudiadas se encontraban entre los grados uno, dos y tres. El 37% de los hombres que fueron entrevistados habían experimentado (al menos una vez) un orgasmo homosexual (producto de fantasías o por contacto físico con alguien del mismo sexo). Un hombre que, según la escala Kinsey, se considerase predominantemente heterosexual (grado uno) podía haber tenido hasta un 25% de sus experiencias sexuales (fantasías incluidas) en relación con personas de su propio sexo. Desde entonces, y salvo casos excepcionales, no se puede afirmar de forma categórica que se tenga una orientación sexual.

Enfermo de los nervios y presidente del Tribunal Supremo

A José Luis Sampedro sus (para otros) inconfesables fantasías le han servido para conocerse más a fondo y para, en este caso, reconocerse —celebrándolo— como una persona más completa. Pero estas experiencias no han sido siempre así de provechosas. Muchos son los hombres (y mujeres) a lo largo de la historia a los que sus sueños y fantasías condujeron, en dirección contraria, a la locura. El caso más conocido y estudiado es el de Daniel Paul Schreber (Leipzig 1842 – Dösen 1911), un jurista (llegó a ser nombrado presidente del Tribunal Supremo de la provincia de Dresde) y escritor alemán que, tras sufrir dos graves crisis psicóticas y ser internado en un psiquiátrico, relató con precisión y riqueza de detalles sus obsesiones y delirios en un libro autobiográfico, Sucesos memorables de un enfermo de los nervios. Estas memorias han sido analizadas en los últimos 100 años por los mejores psicopatólogos, entre ellos Sigmund Freud. El inventor del psicoanálisis escribió con base en ellas Puntualizaciones psicoanalíticas sobre un caso de paranoia (Dementia paranoides) descrito autobiográficamente, un conocido ensayo sobre la paranoia.

Según José María Álvarez y Fernando Colina (psiquiatras), autores del prólogo que se incluyó en la edición que en 2003 la Asociación Española de Neuropsiquiatría hizo de este libro, todo lo que Schreber vivió, y luego relató en sus desquiciadas memorias, no fue más que un desarrollo delirante de una idea inicial. Se están refiriendo a una fantasía en la que se le presentó el siguiente pensamiento: “Debe resultar ser muy placentero ser una mujer cuando se entrega en el coito”. Esto ocurrió cuando, ya con 51 años y después de haber sido nombrado presidente del Tribunal Supremo, soñó que recaía en su antigua enfermedad. Ya había sido recluido en una clínica (Flechsig) en 1884 a causa de una crisis psicótica, aunque el diagnóstico fue entonces el de “grave hipocondria”. Schreber —en su paranoia— llegó a pensar que Dios le exigía convertirse en mujer y que debía dejarse fecundar por rayos divinos para procrear de ese modo una nueva raza.

A continuación algunos de los delirios de Schreber:

Por la época en que todavía me hallaba en la Clínica Flechsig tuve, en dos ocasiones, órganos sexuales femeninos, aunque imperfectamente desarrollados, y sentí en mi vientre los pequeños saltos propios de los primeros movimientos vitales del embrión humano: en virtud de un milagro divino, se habían proyectado a mi vientre los nervios divinos correspondientes al semen masculino y se había producido, por tanto, una fecundación. También conseguí una idea bastante clara acerca del modo como aconteció la resurrección de Jesucristo… (pág. 26)

(…)

Durante el mes de noviembre de 1895 se produjo una importante cesura en la historia de mi vida, (…) En aquel tiempo los signos de feminización de mi cuerpo fueron tan acusados que no pude sustraerme por más tiempo al reconocimiento de la meta inmanente a que tendía la totalidad de la evolución. (…), la voluptuosidad de alma fue tan intensa que recibí, primero en las manos y en los brazos, y luego en las piernas, en los pechos, en las nalgas y en todas las zonas corporales la sensación de que tenía cuerpo de mujer. (pág. 145)

La claridad (dentro de la locura) con que razona Schreber es relevante:

Desde entonces he inscrito con plena conciencia en mi bandera el cultivo de la feminidad, y así lo seguiré haciendo en la medida en que el respeto a los que me rodean me lo permita, piensen de mí lo que quieran las demás personas, para quienes permanecen ocultas las razones sobrenaturales. Me gustaría ver al hombre que, puesto en el dilema de convertirse en loco masculino o mujer de mente sana, no se incline por la segunda opción. (pág. 146).

(…)

La sensación de bienestar corporal se fundamenta en la voluptuosidad del alma, que en algunos momentos alcanza un nivel muy elevado, a veces tan fuerte, sobre todo cuando estoy acostado en la cama, que basta un mínimo empleo de la fantasía para procurarme un deleite sensible que constituye un presentimiento bastante claro del placer sexual femenino en el coito. (pág. 209)

En febrero de 1901, convencido de que lo que le está ocurriendo es real y de que puede servir al avance de la ciencia, deja por escrito:

Estoy dispuesto a someter mi cuerpo en cualquier tiempo y momento a todo tipo de exploraciones médicas, para que se compruebe si es cierta mi afirmación de que todo mi cuerpo, de los pies a la cabeza, está impregnado de los nervios de la voluptuosidad, como sólo ocurre en los cuerpos femeninos adultos, mientras que en el hombre, al menos a cuanto sé, estos nervios están circunscritos a los órganos sexuales y a la zona inmediatamente cercana a ellos. (pág. 214)

(…)

Para no ser malinterpretado, debo señalar que el cultivo de la voluptuosidad, convertido para mí, por así decirlo, en un deber, nunca se refiere a la concupiscencia sexual frente a otros seres (femeninos), ni tampoco a relaciones sexuales con ellos, sino que hay que representárselo como referido sólo a mí mismo, en cuanto varón y mujer en una misma persona, realizando el coito conmigo mismo, llevando a cabo en mí mismo acciones tendentes a provocar la excitación sexual —que tal vez en otros casos debería ser considerado conducta vergonzosa—, etc.., punto en el que, por supuesto, se rechaza toda referencia al onanismo y cosas parecidas. (pág. 218).

Sigmund Freud —que no entrevistó al enfermo y solo leyó el libro— interpretó la locura de Schreber en clave de homosexualidad reprimida. Esta interpretación fue muy cuestionada, sobre todo debido a que Freud estaba, en este caso, traicionando sus propias teorías por el hecho de que no conocía la vida anterior a los brotes psicóticos del enfermo. De hecho, el capítulo tercero de las memorias de Schreber, donde al parecer se consignaban datos importantes sobre su familia y su relación con ella, había sido censurado por los editores y el padre del psicoanálisis no lo puedo leer. A día de hoy lo que está claro sobre Schreber es que sufría un trastorno maníaco depresivo también conocido como esquizofrenia. ¿Estaba enfermo y por eso llegó a pensar, dentro de su paranoia, que sería placentero ser mujer durante el acto sexual o fue su incapacidad de aceptar sus tendencias menos masculinas las que lo llevaron a la esquizofrenia? La corriente mayoritaria entre los psiquiatras defienden que la esquizofrenia tiene su origen en causas biológicas. Los psicólogos tienden, sin embargo, a explicar estas enfermedades mentales a partir de factores externos, sean ambientales, culturales o de educación. Michael Mahoney, un ejemplo del segundo grupo, en su libro Schizophrenia: The Bearded Lady Disease se basa en 639 citas de biógrafos, psicólogos y enfermos para afirmar que esta enfermedad está causada, en la mayoría de los casos, por conflictos relacionados con la bisexualidad o la confusión de género.

Paul Schreber

Está comprobado que la estricta educación que Schreber recibió por parte de su padre y los valores y principios imperantes en la sociedad alemana de la segunda mitad del siglo XIX lo llevaron a sentirse asqueado y escandalizado por sus propias fantasías. No es descabellado pensar, por ello, que si Schreber —un hombre culto e inteligente—, como hizo José Luis Sampedro, hubiera conseguido racionalizar sus fantasías y asumirlas como la manifestación de un deseo de ser una persona más completa, de ser un hombre con su lado femenino más desarrollado y por ello un hombre más evolucionado; si Schreber, como Sampedro, no se hubiera avergonzado de sus deseos de gozar como una mujer y, al contrario, lo hubiera considerado una suerte por ser una manera de vivir más placentera e intensamente su vida sexual, puede que no hubiera caído en el desequilibrio que terminó arruinando su carrera profesional, su matrimonio y, claro, su vida.

Que estas cosas ocurrieran hace 100 años, aunque lamentable, es algo que no nos queda más remedio que aceptar. Entonces se había avanzado muy poco en el conocimiento de la psique. No es que a día de hoy podamos sentirnos orgullosos en esa materia, pero gracias al psicoanálisis, a las polémicas que este desató y, sobre todo, a los estudios que se realizaron para contradecir las teorías que Freud construyó, podemos afirmar que en el último siglo hemos progresado más que en toda la historia de la humanidad en lo referente al conocimiento de la mente. Aun así los especialistas siguen trabajando con teorías que no pueden ser científicamente comprobadas. De ahí que en algunos círculos se hable de seudociencia. Las investigaciones sobre el cerebro que gracias a los modernos métodos de diagnóstico por la imagen se han comenzado a realizar en la última década supondrán —ahora sí— un auténtico paso de gigante en estos estudios que en breve podremos comenzar a llamar con toda propiedad ciencia.

De todos modos, lo que la humanidad ha avanzado hasta la fecha en el conocimiento de la psique sí que debería bastar —si la educación y la cultura hubieran cumplido sus objetivos— para que al menos fuéramos capaces de desterrar de nuestras mentes algunos complejos y obsesiones ridículas que nos amargan la vida. Lamentablemente no es así. Hoy, paradójicamente, internet —que tendría que ser la fuente de información que nos permitiera un autoconocimiento más profundo— se ha convertido en generador de graves conflictos internos. Uno de los más modernos (no tiene más de 20 años de antigüedad) es el que plantea la afición cada vez más extendida que hombres prioritariamente heterosexuales tienen por las paginas porno de transexuales.

Gynandromorphophilia

Gynandromorphophilia es —en sentido literal— la atracción o el interés erótico por personas en cuyo cuerpo se presentan al mismo tiempo características femeninas y masculinas. Esta palabra fue usada por primera vez en 1993 por los doctores Richard Blanchard y Peter Collins en su artículo Men with sexual interest in transvestites, transsexuals, and she-males, que fue publicado en el Journal of Nervous and Mental Disease. Aquel artículo sirvió para que la gynandromorphophilia fuera incluida en la lista de las llamadas parafilias. Una parafilia es un desvío de índole sexual, una conducta íntima donde el placer se obtiene mediante una actividad diferente a la relación sexual en sí misma. Antes se hablaba de perversiones y hoy se habla de “parafilias”. Gynandromorphophilic —en un sentido más amplio y útil— es el término técnico que se utiliza en psicología para referirse a las personas, mayormente hombres, que se sienten atraídos eróticamente por transexuales que han hecho solo parte de la transición de sexo.

En los últimos años, y gracias al desarrollo de Internet y de la cirugía plástica, el número de hombres con interés erótico por lo que los anglosajones llaman “pre-op male to female transsexuals” (transexuales aún no intervenidas quirúrgicamente que siendo de nacimiento hombres van camino de convertirse en mujeres) ha aumentado de forma significativa.

Aclaración: la cirugía aún no realizada a la que se refiere la expresión “pre-op” es la vaginoplastia con inversión penil, es decir la extirpación del pene y la construcción de una vagina. Hablamos, por ello, de travestis con pene. Otros nombres para designar a estos transexuales son: trannyladyboykatoeyshemale.

Entre 2006 y 2011 el tráfico hacia las páginas de pornografía transexual ha crecido en más de un 5.000%. En 2009, dentro de los diez sitios porno con más afluencia en la red, fueron 188 millones las vistas a páginas dedicadas a la temática transexual. Y en esa cifra no se incluyen los visitantes a las más de 300 páginas (que ya había en 2009) dedicadas en exclusividad al porno tranny.

Los administradores de estos sitios web saben que un alto tanto por ciento de las visitas las realizan ellos y que son, en su mayoría, straight men, hombres heterosexuales. Steve Gallon, socio fundador a finales de los años 90 de una de los primeros sitios de porno transexual, lo tiene claro: “la mayoría de los clientes son hombre heterosexuales. Los homosexuales —la otra gran audiencia para erotismo en la red— no se sienten atraídos por las páginas de sexo tranny. Ya ni me preocupo de promocionarlo en el mercado gay, sería una pérdida de tiempo y dinero”.

Lo más destacable de todo esto es el hecho constatado de que, contra pronóstico, la gran mayoría de los hombres atraídos por este tipo de pornografía sean heterosexuales. En esas escenas el hombre se deja practicar la felación por una mujer que no siempre lo fue; ella —a veces dotada de un largo y grueso pene— penetra prolongadamente en el tiempo a su partenaire masculino, etc. En esos vídeos porno se puede asistir a todo tipo de actos sexuales menos a los relacionados con la vagina. Lo único que falta en este mundo tranny —en comparación con el porno straight— es una vagina.

A pesar de que vivimos en pleno siglo XXI son muchas las personas a las que esta afición al porno transexual —como si de nuevos casos similares al de Daniel Paul Schreber se tratase— genera graves preocupaciones. No hay más que leer la gran cantidad de consultas o quejas que se hacen en algunos foros de internet. Preguntas del tipo: “He pillado a mi novio viendo vídeos porno de travestis. ¿Ha dejado de quererme? ¿Será que mi novio es gay y yo no me había dado cuenta?” son cada día más frecuentes.

No disponemos a día de hoy de una ciencia que permita explicar taxativamente el comportamiento humano en esta materia, pero sí se pueden hacer algunas afirmaciones:

La gynandromorphophilia (interés erótico por transexuales) es una modernización de la mujer ninfómana como fantasía sexual masculina.

En The omni-available woman and lesbian sex: two fantasy themes and their realtionship to the male developmental experience de 1986, la psiquiatra americana Ethel S. Person (1934-2012) analizó dos de las fantasía sexuales masculinas más comunes. La primera, la que tiene como protagonista a la mujer siempre disponible para el sexo (The omni-available woman), tiene mucho que ver con el asunto que nos ocupa. Una mala traducción al castellano —pero que sirve para entendernos— de la expresión utilizada por la doctora Person sería “ninfómana”. Debo aclarar que encontrar auténticas ninfómanas es muy difícil ya que las personas que padecen hipersexualidad suponen solo un 6% de la población y de ese tanto por ciento las mujeres son únicamente un 2%. De ahí que podamos afirmar que esta fantasía tiene poco apoyo en la realidad. Sin embargo desde tiempos ancestrales los hombres han soñado con esa mujer hipersexuada, ya que la mujer ninfómana está dispuesta a todas horas —siempre lubricada— para el sexo. La doctora Person nos explica que en esa fantasía el hombre representa en su mente una versión femenina de la imagen sexual que él tiene de sí mismo. Con esta fantasía el varón lo que intenta es borrar las diferencias de comportamiento sexual entre mujeres y hombres. La ninfómana reafirma la confianza del hombre en sí mismo porque nunca lo va a rechazar. A ese tipo de mujer le apetece hacer lo mismo que al hombre. El mito del orgasmo simultaneo como objetivo cumbre en las relaciones heterosexuales está emparentado con esta fantasía porque ambas situaciones buscan esa complicidad total entre hombre y mujer que el varón no suele encontrar en la realidad.

El hombre busca en el porno tranny la complicidad que con frecuencia no encuentra en el sexo con su pareja.

Primero se pensó que si la mujer no respondía al sexo de la misma forma que el hombre era debido a inhibiciones culturales. De esa creencia surge, por ejemplo, el mito de “la mujer niña” que Fritz Wittels (1880-1950) desarrolló en un artículo que con ese mismo título publicó en la revista vienesa Die Fackle. Wittels, que fue alumno de Freud, utilizó como inspiración la forma de comportarse de Irma Karczewska, una joven prostituta de la que fue médico, protector y amante:

Se trata de una muchacha que posee un gran atractivo sexual, desarrollado con tanta precocidad que se ve forzada a iniciar su vida sexual siendo todavía una niña en otros aspectos. Durante toda su vida sexual sigue siendo una niña hipersexuada, incapaz de comprender el mundo civilizado de los adultos. (Inma) Había sido una perversa polimorfa desde pequeña y no había desarrollado inhibiciones culturales porque sentía el ansia del amor desde su más tierna infancia, y no había habido tiempo para la “latencia”.

Billy Wilder, el famoso director de cine de Hollywood que antes de triunfar en el celuloide conoció a Wittels y a Irma Karczewska en Viena, cuando era periodista, se inspiró en esta historia para su película Irma la dulce que protagonizó Shirley Mclaine. Pero esta es otra historia.

Hoy se sabe que la falta de sintonía sexual que perturba la coexistencia de muchas parejas ella-él no es debida a tabúes culturales. Las necesidades en el terreno afectivo/emocional son diferentes —en la mayor parte de los casos— entre hombres y mujeres y esa disparidad termina afectando a la relación sexual. El hombre hetero, por falta de información o por puro egoísmo, en la mayoría de sus encuentros sexuales, no consigue satisfacer las expectativas de su pareja. Muchas mujeres —incluso alcanzando el orgasmo— quedan insatisfechas después del coito. Antiguamente el hombre no era consciente de ello. Primero porque no solía preguntar (la satisfacción femenina no era un asunto importante) y segundo porque ella no manifestaba sus necesidades y/o su desagrado poscoito. Hoy la mujer se queja y eso lleva a muchos hombres a la frustración y al desaliento. En fantasías como la de la ninfómana o en el porno transexual el varón hetero encuentra resarcimiento, consuelo y bálsamo.

La transexual, por el hecho de ser originariamente un hombre, tiene una libido como la del hombre heterosexual y por ello la complicidad o el compañerismo, si queremos llamarlo así, entre los dos copuladores es mayor. Esto es algo de lo que el espectador hetero no es plenamente consciente, pero que funciona y le hace sentir cómodo mientras contempla videos de temática tranny.

El hombre hetero se identifica con la transexual que protagoniza el video porno.

Como si se tratara de la fantasía de la omni-available woman de Person pero mejorada, la identificación del espectador heterosexual con la transexual es mayor que con la ninfómana. Y para ello el que la protagonista del vídeo porno posea un pene de grandes dimensiones ayuda y mucho. No es de extrañar, por lo tanto, que las transexuales con mayor audiencia —como es el caso de Yasmin Lee (22 centímetros) y de la argentina Mariana Cordoba (24, en su caso)— posean apéndices de grandes dimensiones.

En su subconsciente el espectador hetero encuentra más autenticidad en el porno transexual que en el tradiciona.

El espectador sabe que las actrices de los vídeos porno tradicionales suelen fingir su excitación y sus orgasmos. En el porno transexual es más difícil mentir. La erección del miembro de ella es casi palpable y la eyaculación deja muestras inequívocas e insoslayables que certifican su autenticidad. Todo esto contribuye a que el espectador se aficione a este tipo de porno.

El hecho de que el hombre sea penetrado no desagrada al espectador.

Los primeros transexuales no tenían más remedio que conformarse con un desempeño pasivo durante la relación sexual debido a que las transformaciones en su cuerpo se realizaban sobre todo por medio de alteraciones hormonales. En la actualidad se puede conseguir esculpir el mejor cuerpo femenino (todo es cuestión de pagar por ello) sin perder capacidad de erección. Esto ha permitido que, siempre que lo exija el guión (y esto ocurre cada día más), la transexual ejerza activamente el papel que anteriormente estaba reservado a los conocidos en el argot porno como “sementales”. Alguien podría argumentar que si en el porno transexual se prodigan escenas en la que es ella quien lo penetra a él (acto más propio del coito gay), el espectador que asiste complacido al vídeo debe ser a la fuerza homosexual. No es así. La fantasía de sumisión en el hombre no implica homosexualidad, como explica José Luis Sampedro en su libro La escritura necesaria. Y en la mayoría de los casos, el hombre, contemplando estas escenas, obtiene relajación. La misma que consigue aquel que cree que está obligado a tomar siempre la iniciativa, a llevar la voz cantante y un día se le permite dejarse llevar, ser guiado por otro, o por otra.

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Fuentes:

Man’s ‘secret love’ of transsexual women: Do new trends predict a second sexual revolution? escrito por Claire Madison en Examiner.com.

La escritura necesaria, Gloria Palacios y José Luis Sampedro, (Siruela, 1996)

El amante lesbiano, José Luis Sampedro, (Plaza & Janés, 2000)

El cerebro femenino de Louann Brizendine (RBA, 2007)

Sucesos memorables de un enfermo de los nervios, Daniel Paul Schreber (edición de la Asociación española de Neuropsiquiatría, 2003). Hay otra edición más moderna y fácil de encontrar que con el título “Memorias de un enfermo de los nervios” editó Sexto Piso en 2008.

The omni-available woman and lesbian sex: two fantasy themes and their realtionship to the male developmental experience, Ethel S. Person, 1986.

 transgénero 2


Juanjo M. Jambrina: Stories we tell

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Cuando estás en medio, una historia no es una historia, sino confusión, un oscuro rugido, una ceguera, una ruina de cristales rotos y madera destrozada, como una casa en medio de un huracán o un barco a la deriva. Es después cuando se convierte en historia, cuando te la cuentas a ti mismo o a otra persona. (Alias Grace, Margaret Atwood)

stories we tellSi a fecha de hoy tuviese la posibilidad de estampar mi autoría sobre una obra de arte, yo elegiría la película Stories we tell (2012), de Sarah Polley. Lo que ha hecho esta chiquilla canadiense con su cine es tan importante que quiero tenerlo lo mas cerca de mí que pueda ser posible. Y no se me ocurre mejor estrategia. No me interesa saber por qué aún no está en DVD ni por qué he tenido que acudir a ese rastrillo de la imagen de culto llamado FILMIN para verla. El caso es que la he visto varias veces, dignamente subtitulada en castellano por 2,95 euros en un bono que dura 72 horas. Lo que no es un mal acuerdo. Pero a mí me gusta tener las obras de arte en la mano, tocarlas, sobarlas, conseguir que se impregnen de mi humano olor, de mis miserias. No se trata de una exacerbación del sentido de la posesión sino de poder recurrir a ellas siempre que me sienta perdido, algo que sucede a menudo. Es por ello necesito esta película en DVD as soon as possible.

Sarah Polley indaga sobre las relaciones familiares desde su propio hogar, abriendo su propio vientre al espectador. Explora, sobre todo, las relaciones entre sus padres; incluyendo la revelación de que la cineasta fue fruto de una relación extramatrimonial. Sarah Polley compone en su película una muy seria y consistente cosmovisión que incluye vuelos rasantes sobre terrenos de tan delicado acceso como la familia, la herencia genética, el amor o la fidelidad (que no es lo mismo que la lealtad). Aunque tal vez su mas hermosa letanía tenga que ver con la sosegada búsqueda que hace de la verdad oculta tras la maraña de opiniones, emociones y recuerdos que conforman la novela familiar. Porque a la hora de explicar cómo funciona una familia, desde Polley y contra Freud, habrá que ir ya dejando de lado a la novela. Cuando Sarah Polley plantea estructurar el guión sobre las versiones de los hechos de todos los familiares y conocidos con algo que decir en su historia, su padre biológico, un veterano y conocido guionista montrealino se enfada con ella y le contesta que “no hay diferentes verdades, hay diferentes reacciones a un suceso determinado (…) La verdad no se obtiene simplemente recogiendo declaraciones. La gente tiende a declarar en función de lo que ha visto, de lo que ha sentido, de lo que recuerda y de sus lealtades. Pero la función crucial del arte es decir la verdad, encontrar la verdad dentro de cualquier situación. Y acumulando versiones nunca se llega al fondo de las cosas”. Luego de este excurso, podrán comprobarlo, todo el metraje aparece ya teñido de una brillantez indeleble, ingobernable, suprema.

Cualquier persona sensata podría ordenar una vida a la luz de la obra de la Polley porque en ella se dan las instrucciones básicas precisas para hacerlo. Se dice hasta dónde puede estirarse el concepto de familia, cuánto pueden desconocerse entre sí sus miembros, hasta dónde podemos querer a los padres, qué hacer si descubres tras 25 años que tu padre biológico no es tu padre oficial, o si te enteras por terceros que tu adorada esposa tuvo una gozosa historia de amor que no conocías, o si descubres que de aquellos meses de tu juventud en los que enloqueciste de amor adúltero queda como recuerdo una jovencita encantadora y muy lista.

La cinta rinde otra reflexión muy interesante: que la vida social se mueve principalmente al vaivén de las relaciones humanas y de su correlato emocional. Justamente lo que gran parte de las actualísimas explicaciones neurocientíficas de la conducta amputan de cuajo. No es lo mismo llorar por tener ante ti a una hija desconocida que es el vivo retrato de la mujer que amaste, que, por ejemplo, guiñar un ojo o silbar una canción. Siendo todos actos específicamente humanos.

Stories we tell no muestra la célula familiar como una sucesión de muñecas rusas que se abren casi idénticas e imperturbables de generación en generación al modo en que Ettore Scola hizo en La familia. Y elude banalizarla como un caldo de cultivo para la enfermedad mental al modo de El desencanto, de Jaime Chávarri. Polley busca afanosamente el arte y por ende, la verdad como punto de apoyo para comprender su vida. Una verdad que le llega en forma de hostia científica a través de una prueba de ADN. Una verdad que da pie en círculos concéntricos a nuevas verdades. Y a partir de ahí, tras el consiguiente shock, dibuja firme con su cámara cómo pasaron las cosas, cómo acaeció su vida atenuando las versiones de los hechos y subyugando las más embriagadoras metáforas.

Ocho apuntes sobre Jeffrey Dahmer, el carnicero de Milwaukee

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Jeffrey L. Dahmer fue detenido por la policía en julio de 1991 y confesó haber abusado sexualmente, matado y descuartizado a dieciesite hombres, por lo que fue apodado «el carnicero de Milwaukee». Además, reconoció haber realizado diversas prácticas caníbales y necrófilas con los cuerpos. Fue condenado a novecientos treinta y seis años de prisión de los que apenas cumplió un par puesto que fue asesinado en la cárcel por otro preso.

Jeffrery Dahmer durante su primera comparecencia ante el tribunal. Fotografía: Condon Press

Jeffrey Dahmer durante su primera comparecencia ante el tribunal.
Fotografía: Cordon Press

1.  «Mi infancia no fue una tragedia griega»

Nada más empezar se desmorona todo el psicoanálisis convencional: Dahmer declaró en numerosas ocasiones que durante su infancia no hubo sucesos especialmente llamativos o fuera de lo común que justificaran sus acciones futuras; ni sufrió maltratos físicos ni abusos sexuales.

Si los vemos por separado, que fuera un chico solitario criado en una familia de clase media, que le gustara diseccionar animales muertos «para ver cómo eran por dentro» o que sus padres discutieran con frecuencia (y que acabaran divorciándose cuando Dahmer tenía dieciocho años), no parecen motivos suficientes para justificar un despertar homicida. Tal vez lo más llamativo fuera su interés por los órganos internos y los huesos (metía animales muertos en ácido para obtener los esqueletos, que luego guardaba en formol) si bien grandes cirujanos también comenzaron así. Es más, cualquiera que se haya criado en un pueblo recordará la existencia de algún pequeño sádico en su barrio que lo más naif que hacía era arrancar con fruición el rabo a las lagartijas.

Eso sí, en Bath (Ohio), el pueblo donde vivió su juventud, la homosexualidad era el máximo tabú (como en tantos otros lugares a mediados de los setenta, por otra parte). Dahmer se sintió desamparado cuando empezó a despertarse en su interior una inclinación sexual hacia los hombres ya que no conocía a nadie gay, pero también porque, en sus fantasías, sus amantes estaban inmóviles, inconscientes… muertos. Sabía que eso no era normal y le aterrorizaba, por lo que intentaba embotar sus pensamientos con alcohol. Empezó a beber en grandes cantidades en el instituto y sus borracheras fueron el motivo de su expulsión de la universidad y del ejército, donde se alistó por indicación de su padre. Pero sus impulsos eran demasiado fuertes como para adormecerlos con cerveza y ron o para engañarlos con sustitutos de cuerpos humanos inertes como un maniquí, que escondía en el armario durante la temporada que vivió con su abuela.

Foto realizada por un compañero durante la estancia de Dahmer en el ejército, donde encadenaba las borracheras. Fotografía: Corbis

Dahmer completamente borracho en su catre del ejército.
Fotografía: Corbis

Capturar vivo a un depredador así causó conmoción en el mundillo de psicólogos y psiquiatras. No eran pocos los que veían al carnicero de Milwaukee como un objeto de estudio que podría confirmar las teorías que manejaban de antemano. El psicólogo forense, por ejemplo, en sus sesiones con Dahmer, se empeñaba en que este reconociera que mataba a los que él consideraba malos para librar al mundo de su presencia. Y no era así. Dahmer se reafirmaba: no sentía una especial ira, ni culpaba a sus padres o a la sociedad y no sabía de dónde le habían surgido sus macabras fantasías que le impulsaron a matar; de hecho, durante muchos años pensó que jamás las haría realidad. Desgraciadamente, se equivocaba.

2. Los crímenes

(Nota: los que tengan el estómago sensible pasen al siguiente apartado pues este podría herir su sensibilidad).

La gran fantasía de Dahmer, recurrente desde su despertar sexual adolescente, era disponer de un amante sobre el que ejercer «control total» y tenerlo a su lado tanto tiempo como fuera posible. Pero era incapaz de conseguirlo de manera consensuada, así que su procedimiento estándar —o como él lo denominaba, «su plan»— consistía en captar a un hombre, llevárselo a casa, drogarlo para que perdiera el conocimiento, matarlo, tener relaciones sexuales con el cadáver y ya, en ocasiones, comer partes de su cuerpo o guardar trofeos con los que excitarse. Además, solía hacer fotografías de todo el proceso: la policía encontró en su apartamento ochenta y tres polaroids con distintas fases del proceso de descuartizado.

Sus dos primeros asesinatos ocurrieron sin planearlo. El primero, con dieciocho años, tuvo lugar cuando su madre le dejó solo en casa durante semanas (su padre vivía ya en un motel y no se enteró hasta más tarde de la marcha materna) y supuso la materialización de otra fantasía: recoger un autoestopista y ejercer control total sobre él. Así, se llevó a casa a un atractivo autoestopista y compartieron porros y alcohol, hasta que quiso marcharse y Dahmer lo impidió matándole con una barra de hacer pesas. La segunda vez, ocho años después, ocurrió sin proponérselo puesto que se llevó a un amante a una habitación de hotel y por la mañana se lo encontró muerto a su lado. Ya sea por el exceso de alcohol o por un estado disociativo, Dahmer no era consciente de haberlo asesinado aunque era evidente su autoría porque estaban juntos en la cama y tenía heridas defensivas en sus brazos. En adelante, cada vez cedió con más frecuencia a sus impulsos: cometió otros dos crímenes en 1988, uno en 1989, cuatro en 1990 y ocho en 1991, hasta que fue detenido en julio.

En paralelo a sus matanzas, con el fin de prolongar sus estimulantes sensaciones, buscaba nuevas experiencias. Por un lado, guardaba trofeos como calaveras u órganos con los que después masturbarse y rememorar a sus amantes, e incluso comer algunos trozos «para que formaran parte de él». En su detallada confesión que duró seis semanas y ocupó ciento cincuenta y nueve páginas, incluso comentaba la textura y consistencia de las distintas partes que comía; por ejemplo, un muslo le resultó excesivamente duro, y tuvo que comprar un ablandador de carne para hacer masticable la carne de unos bíceps. Por otro lado, experimentó con trepanaciones vertiendo directamente en el cerebro ácido o agua hirviendo para convertir a sus víctimas en zombis, cuerpos sin voluntad, buscando materializar su fantasía del control total (huelga decir que no consiguió nada). En su espiral de asesinatos pareja a su pérdida de contacto con la realidad, Dahmer proyectaba construir en su apartamento un centro de poder, con dos esqueletos completos y varias calaveras, a través del cual acceder a un nuevo nivel de percepción. Según contaba, estaba solo a seis meses de materializarlo cuando la policía le detuvo. Cuesta imaginar el impacto que supuso para los agentes que registraron por primera vez el apartamento lo que allí encontraron: cabezas en el frigorífico, órganos en el congelador, calaveras y huesos en los armarios, sangre por las paredes y un bidón de doscientos quince litros con ácido y tres torsos humanos en descomposición. Obviando las fotografías más escabrosas de la escena del crimen (que quien tenga curiosidad tiene a su alcance con una búsqueda en Google), una imagen especialmente perturbadora es la de dos agentes, con atuendo y cuidados similares a los que tendrían manejando residuos nucleares, sacando del apartamento de Dahmer ese bidón.

El descubrimiento de los horrores del apartamento de Dahmer produjo conmoción. No se trataba de un caso que había aterrorizado a la ciudad con un reguero de cadáveres por las esquinas como Jack el Destripador, con el que frecuentemente se le compara. Lo más inquietante era que se habían producido todos esos perturbadores crímenes en el más absoluto anonimato e indiferencia popular. La sensación era que nadie había echado en falta a sus diecisiete víctimas mortales y no se había establecido ningún vínculo entre ellas que pudiera llevar hasta Dahmer.

3. La policía falló más que una escopeta de feria

Dahmer pudo ser detenido en numerosas ocasiones pero la poca pericia de la policía le permitió continuar con sus orgías necrófilas. Por ejemplo, tras matar y descuartizar a su primera víctima, se dispuso a llevar los restos, que metió en tres bolsas grandes de basura, a un vertedero. Pero por el camino le pararon dos coches de policía porque iba pisando la raya continua. En una situación de máxima tensión para Dahmer, fue capaz de mantener la calma y a la pregunta de qué llevaba en las bolsas pudo convencerlos de que iba a tirar la basura. Pero ojo: todo esto sucedió a las tres de la mañana y desprendiendo el coche un olor nauseabundo a cadáver en descomposición.

En otra ocasión, Dahmer, siguiendo su plan habitual, drogó a una de sus víctimas (Konerak Sinthasomphone) y abusó sexualmente de ella mientras estaba inconsciente, tras lo cual le entraron ganas de bajar al bar a tomar una cerveza. Mientras estaba bebiendo, Sinthasomphone volvió en sí y escapó de la casa, muy aturdido por los somníferos, el alcohol… y la trepanación, ya que Dahmer le había hecho un agujero en la cabeza con un taladro y había vertido ácido directamente a su cerebro. A las dos de la mañana, al salir del bar, se encontró a Sinthasomphone sentado desnudo en la acera rodeado de policías, que se interesaban por su estado. Dahmer los convenció de que se trataba de su amante, que estaba borracho, y que ya se ocupaba de él. Los propios agentes le ayudaron a meterlo en su apartamento puesto que Sinthasomphone, que apenas podía articular palabra en inglés, aún tenía suficiente voluntad como para no querer volver allí. Los policías echaron un vistazo superficial y cuando vieron fotografías de ambos tonteando antes de que Dahmer lo drogara, creyeron su versión. Si hubieran prestado más atención al repugnante hedor del apartamento (del que dejaron constancia en el informe) o, simplemente, hubieran entrado al dormitorio donde había un cadáver tumbado en la cama, Dahmer habría ido a la cárcel en ese mismo momento. Por el contrario, se marcharon dejando a Sinthasomphone a merced de su verdugo, que lo estranguló pocos minutos después. El desgraciado Konerak, de origen laosiano, tenía en aquel momento catorce años (Dahmer declaró posteriormente que pensaba que era mayor de edad) y se da la casualidad de que era hermano de Keison Sinthasomphone, del que tres años atrás también abusó Dahmer. Keison denunció los hechos tras escapar corriendo del apartamento cuando Jeff comenzó a tocarle. Dahmer fue condenado a un año de prisión por abuso sexual a un menor (Keison tenía ¡trece años!), que cumplió en régimen semiabierto. Una vez más, Dahmer no fue investigado a fondo y mientras estaba a la espera de condena, en libertad bajo fianza, mató a otro hombre.

La inoperancia de la policía ya entra en el campo de la caricatura cuando el administrador de los apartamentos donde vivía Dahmer requirió la presencia de las fuerzas de orden público por el espantoso olor que había en la escalera. La policía, tras llamar a la puerta y no obtener respuesta, la echó abajo… Lástima que entraran en un apartamento contiguo al de Jeffrey que, como sospecharán, era de donde provenía el hedor a putrefacción. Obviamente, no encontraron nada en casa del vecino.

Otro par de víctimas potenciales pudieron escapar de las garras de Dahmer cuando ya estaban en su casa pero, sorprendentemente, en ambos casos la policía no prestó interés a las denuncias, incluso cuando una de ellas dio la dirección de su apartamento y el nombre (Jeff) de su agresor. Con estos antecedentes no es difícil entender que Dahmer fuera relativamente condescendiente con las fugas de sus presas ya que estaba visto que las denuncias no eran tenidas muy en cuenta por la policía. Hasta que en julio de 1991 Tracy Edwards consiguió escapar del apartamento esposado y parar a una patrulla de policía en las inmediaciones. Esta vez, cuando entraron en la vivienda de Dahmer, descubrieron las fotografías y los restos humanos de once personas diferentes. Jeffrey Dahmer, de treinta y un años, fue detenido por fin.

Ficha policial de Dahmer. Fotografía: Corbis

Ficha policial de Jeffrey Dahmer.
Fotografía: Corbis

4. El humor negro es como las piernas

(Nota: los que aún están enfrascados en el cansino debate sobre los límites del humor pasen al siguiente apartado, pues este podría herir su sensibilidad).

En su época de estudiante, Dahmer se hizo bastante famoso en su instituto por sus logradas imitaciones de retrasados mentales y enfermos de parálisis cerebral. Incluso cobró entradas para presenciar su denominada «Actuación Histórica», que consistió en pasar la tarde en un centro comercial haciendo literalmente el subnormal y escandalizando a la gente. Y creó tendencia: entre sus compañeros de curso eran frecuentes los dahmerismos dentro de sus bromas privadas.

Durante su época sanguinaria, una vez se equivocó de copa y se bebió la que tenía disueltos los somníferos. Cuando despertó, descubrió que le habían robado todo su dinero. Y en otra ocasión, él fue la víctima: lo drogaron y, cuando volvió en sí, estaba atado y tenía una vela metida por el culo. Reminiscencias kármicas, al parecer.

Ya en la cárcel, continuó mostrando destellos de un humor difícil de clasificar, advirtiendo a sus carceleros de que tuvieran cuidado con él puesto que mordía, o publicando un anuncio en el boletín de la prisión para crear un grupo de caníbales anónimos. Por cierto, no hay evidencias de que se influyeran mutuamente Dahmer y Hannibal Lecter. Las novelas en las que Lecter apareció en aquel tiempo (El dragón rojo —1981— y El silencio de los corderos —1988—) fueron anteriores a que Jeff se aficionara a la antropofagia, pero no influyeron en su comportamiento. Y la versión cinematográfica de esta última se estrenó pocos meses antes del arresto de Dahmer. Resulta casi cómico que, en marzo de 1992, ocho meses después de la detallada y mediática confesión de Dahmer, a la entrada de la ceremonia de entrega de los Óscars, un grupo de activistas homosexuales denominado Queer Nation se manifestaran contra Jonathan Demme, el director de El silencio de los corderos, porque a su entender en el film daban una imagen distorsionada de los gais con el personaje de Buffalo Bill. Vamos, venían a decir que rodar una película donde había un psicópata homosexual era atacar a la comunidad gay. Y como se suele decir, resulta que la realidad superaba a la ficción.

Por otro lado, el impacto mediático que tuvo Dahmer derivó en los consabidos chistes políticamente incorrectos, como por aquí tuvimos ocasión de comprobar con ocasión de atentados terroristas o riadas. No obstante, con alguno es inevitable sonreír; por ejemplo: ¿Qué le dijo Jeffrey Dahmer a Lorena Bobbit? (*)

5. Nunca sospechamos nada, siempre saludaba al tirar la basura

Callado y algo tímido, Dahmer era un hombre muy educado, que hablaba con calma y hacía gala de un raro carisma. Tenía un aspecto físico bastante atractivo (alto, rubio, ojos azules, en buena forma) aunque tenía una forma de andar extraña con los brazos pegados al cuerpo que se acentuaba por sus hombros caídos y echados hacia delante. No es de extrañar que quienes se guían con el dicho «la cara es el espejo del alma» se llevaran un chasco mayúsculo cuando salieron a la luz sus atrocidades. Y es que, seamos sinceros, si llaman al timbre y por la mirilla ven a Charles Manson con su mirada demente y una cruz gamada tatuada en la frente, seguro que no le abrirían la puerta. En el colmo de los colmos, los mismos vecinos que no sospechaban del majo de Jeffrey pensaban que este estaba cocinando callos cuando hervía los restos humanos para separar la carne de los huesos.

No obstante, varias mujeres se ofrecieron a Dahmer en matrimonio ante la imagen atractiva y angelical que mostró en sus comparecencias ante el tribunal. En un más difícil todavía del nadie es perfecto, no solo les daba igual que fuera homosexual, sino que también obviaban que era asesino, caníbal y necrófilo confeso. El amor es ciego. Y ese chico tan fotogénico, que a algunos les recuerda a la expareja de una famosa bióloga española que apareció en un capítulo del Equipo A, tuvo la frialdad de presentarse en su primera comparecencia ante el juez vistiendo la camisa de una de sus víctimas.

6. Cuidado: era fan de Star Wars

Tras la masacre de Columbine en 1999, donde un par de chavales entraron en su instituto portando varias de armas de fuego y disparando a discreción con el resultado de quince muertos, hubo quien culpó de estos actos a la música satánica que escuchaban, en especial Marilyn Manson. Pues qué dirían esos analistas de lo siguiente: Dahmer nunca ocultó su pasión por Star Wars y en especial le resultaba fascinante el personaje del emperador Palpatine, que encarnaba a la perfección su fantasía de poseer control absoluto (hasta se compró unas lentillas amarillas parecidas a las que llevaba en las películas). Y en el delirante centro de poder que proyectaba, las lámparas de globos azules que lo iluminarían tenían que dotar al ambiente de «una atmósfera misteriosa y oscura (…) como en las películas del jedi».

Supongo que todos coincidiremos en que alguien que idolatra la trilogía más reciente (del episodio I al III) no debe de ser trigo limpio. Pero que un enamorado de la trilogía original (del episodio IV al VI) sea un depravado asesino lo deja a uno intranquilo puesto que despierta la sospecha de que cualquiera que tenga de avatar a Darth Vader o Han Solo podría ser un necrófilo antropófago. Se le ponen a uno los pelos de punta. La vida era mucho más fácil cuando nos convencían de que los homicidas jugaban al rol o eran adictos a los videojuegos, o tenían un conflicto familiar por unas fincas o el honor ultrajado de una hermana.

7. Enajenado o no enajenado, esa es la cuestión

Ya sea porque por fin podía abandonar la doble vida que llevaba o porque las pruebas contra él eran indefendibles, Dahmer se declaró culpable de diecisiete crímenes. La cuestión era que se declaraba culpable pero enajenado, mientras que la acusación buscaba una condena de culpabilidad sin enajenación. Dentro de las leyes de Wisconsin, donde no hay pena de muerte, la diferencia estribaba en que, si bien Dahmer no iba a volver a pisar la calle nunca más, su reclusión se llevaría a cabo en una institución mental si ganaba la defensa o, de lo contrario, en un centro penitenciario. Hay extensa bibliografía especializada que trata de dilucidar lo que es estar enajenado, loco, no cuerdo, pero desde el punto de vista judicial era sencillo: Dahmer tenía que demostrar que tenía una enfermedad mental que le impedía diferenciar el bien del mal. La defensa lo tenía muy complicado puesto que su defendido había dado muestras de saber perfectamente lo que hacía y sus implicaciones legales y morales; lo único que desconocía era de dónde provenía ese impulso. Así, por diez votos contra dos, fue declarado culpable sin enajenación. Era algo difícil de comprender dada la naturaleza de los crímenes de Dahmer; hasta el psicópata John Wayne Gacy, condenado a muerte por la violación y asesinato de treinta y tres muchachos y ejecutado mediante inyección letal en 1994, dijo: «si Jeffrey Dahmer no ha superado el test legal de la enajenación mental, que Dios bendiga al que la supere. Si Jeffrey Dahmer no lo pasa, no lo pasa nadie». Le dijo la sartén al cazo.

Dahmer durante las comparecencias de su juicio. Fotografía: Corbis

Dahmer durante una de las comparecencias de su juicio.
Fotografía: Corbis

8. No soy racista, de hecho muchas de mis víctimas no son negros

Dahmer se solía indignar cuando le llamaban racista porque la mayoría de sus víctimas eran negras. Quería dejar claro que no tenía nada contra los negros y si mató, violó, torturó, etc. a hombres de esta etnia fue simplemente porque eran los más numerosos en los bares de ambiente donde se movía cuando su actividad asesina se desbocó. No confundamos las cosas, venía a decir: llamadme de todo pero racista no, por favor. Es más, su ideal de amante era «un hombre blanco bien desarrollado y complaciente». Y apostilla: «Habría preferido tenerlo vivo». Curiosamente, en la recurrente El silencio de los corderos, cuando el FBI elabora el perfil psicológico de Buffalo Bill, se dice que, como sus víctimas son blancas, el asesino es blanco «porque los asesinos reincidentes suelen matar dentro de su propio grupo étnico».

Pero dentro de la prisión la idea de que sus crímenes eran raciales había calado hondo. En agosto de 1994 fue atacado con un cuchillo por un grupo de presos negros aunque milagrosamente escapó con heridas leves. Pero cinco meses más tarde no tuvo tanta suerte: otro convicto afroamericano lo mató a golpes con una barra de hacer pesas, el mismo instrumento que Dahmer utilizó para su primer asesinato. Su cerebro se conservó en formol para su posterior estudio, como hacía el joven Jeff con los animales que encontraba muertos al lado de la carretera (aunque el cerebro fue incinerado por orden judicial tiempo después). Aquel 28 de noviembre de 1994 su historia quedó cerrada casi como empezó.

Para saber más

  • Mi amigo Dahmer (Astiberri, 2014), de Derf Backderf. Cómic en el que se retratan los años de instituto de Dahmer desde los ojos del autor, que fue su compañero de clase y, en cierto modo, amigo. Es muy interesante ver la percepción que tenían de Dahmer en aquel tiempo tanto los estudiantes como los profesores. Deja claro que no fue el carro de la leña de todo el instituto y que ni siquiera fue el primer nombre que se le vino a Backderf a la cabeza cuando le dijeron que un compañero suyo era el carnicero de Milwaukee.
  • Dentro del monstruo. Un intento por comprender a los asesinos en serie (Alba Editoral, 2010), de Robert K. Ressler y Tom Shachtman. Ressler fue agente del FBI durante veinte años dedicando gran parte de ellos a la Unidad de Ciencias del Comportamiento. De hecho, Ressler fue quien acuñó el término asesino en serie hoy en día de conocimiento popular. En este libro se recoge una amplia entrevista a Jeffrey Dahmer con motivo de una petición de la defensa para que Ressler testificara durante el juicio, puesto que Ressler sostenía que una persona con los impulsos de Dahmer no debería ir a prisión, sino a un hospital psiquiátrico. La entrevista está sazonada con comentarios, apreciaciones y explicaciones de Ressler, que justifican el interés criminalístico de las preguntas y ponen en contexto las respuestas de Dahmer. Además de su labor policial, Ressler ha sido asesor, entre otros autores de ficción, de Thomas Harris, el creador de Hannibal Lecter.
  • Entrevista a Jeffrey Dahmer por Stone Phillips, disponible en Youtube, la primera y última emitida en televisión. Dahmer, que ha ganado bastante peso tras dos años en prisión, se muestra tranquilo y reflexivo ante las preguntas. Es significativo que durante su cautiverio haya abrazado de nuevo la religión y culpe indirectamente a su época atea y a la teoría de la evolución de sus crímenes. La emisión aporta además las interesantes opiniones de sus padres.

(*) ¿No te lo vas a comer?

Juanjo M. Jambrina: Freud y sus hermanas

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Freud y dos de sus hermanas. (DP)

Freud entre su esposa Martha y su cuñada Minna Bernays. (DP)

La pasada Nochevieja unos ladrones intentaron robar en el cementerio londinense de Golders Green las cenizas de Sigmund Freud y su esposa, Martha Bernays. No lo lograron pero la valiosa urna que las contiene, una ánfora griega que data del año 300 a. de C.  y que pertenecía a la  fabulosa colección de antigüedades del gran psiquiatra, quedó bastante dañada.

Sorprende que alguien pueda interesarse de ese modo por las cenizas de Freud habiendo tantos aspectos de la vida del maestro aún desconocidos. Y dudo que las cenizas sean un buen camino para ello; aunque cuando uno observa la rigidez y la fiereza con la que los sumos sacerdotes del psicoanálisis conservan el legado de su creador, queda claro que  habría seguidores  dispuestos a soltar un buen dinero por recuperar los últimos restos del profeta.

Solo una personalidad tan arrolladora y carismática como debió de ser la de Sigmund Freud puede llevar a cabo una de las obras más influyentes en la historia de las ideas. Freud escribió veinte libros y una nutrida correspondencia con discípulos y familiares: más de veinte mil cartas, de las que se conservan unas diez mil, aunque la mayoría de ellas aún no pueden ser consultadas. El caso es que sabemos poca cosa de la vida de uno de los mayores genios de la civilización occidental. Todas las religiones tienden a hacer lo posible por mantener una imagen idealizada de su profeta pero el psicoanálisis lo está realizando con especial celo y gran eficacia.

Sobre Freud se han escrito muchos libros pero apenas hay dos biografías sólidas: la de Peter Gay, tal vez la única solvente, y la de su discípulo Ernest Jones, que esconde más de lo que enseña.  Cierto es que conocemos algunos detalles sobre su vida privada, como que escribió gran parte de su obra consumiendo cocaína, que profesaba un amor intenso por su cuñada Minna y que hacía una hora de psicoanálisis en treinta minutos. También que tuvo frecuentes peloteras con discípulos, pacientes y amigos, sobre todo con quienes le cuestionaban alguna pieza de su obra (Jung, Adler, Janet, etc.). Pero, a pesar del férreo control que ejercen sus herederos, aparece de vez en cuando, de forma fortuita y azarosa, nueva información, como sucedió con el caso de Sabina Spielrein, del que se tuvo conocimiento hacia 1980 gracias al hallazgo casual de ciertos documentos ocultos en un archivo de Ginebra. O bien cuando alguna periodista le echa al oficio tantos redaños como hizo Janet Malcolm al escribir En los archivos de Freud, libro indispensable para conocer cómo se gestó desde dentro la obra del maestro. Pero, en líneas generales, lo habitual es el desconocimiento de importantes facetas de la vida del psiquiatra más famoso de todos los tiempos.

Hace tres años se produjo un acontecimiento curioso: un súbdito macedonio de nombre Goce Smilevski (Skopje, 1975) publicó La hermana de Freud, una novela que ha sido traducida al castellano hace solo unos meses y que intentaba esclarecer las relaciones de Freud con sus hermanas. Sabíamos por sus biógrafos de cabecera que Freud tuvo cinco hermanas y que cuatro de ellas murieron en los campos de concentración nazis entre 1942 y 1943; pero lo que no sabemos es por qué las hermanas no se fueron con él en junio de 1938 cuando abandonó Viena camino de Londres. La hipótesis que plantea el joven escritor balcánico en su novela es la siguiente: Freud consigue en 1938 huir de Viena con un salvoconducto que le permite llevar con él a algunas personas más. Así, escribe una lista de dieciséis nombres donde incluye a sus hijos con sus parejas, su cuñada Minna, su médico personal, sus criadas e incluso a su perro favorito; pero no incluye a ninguna de sus hermanas. Ante este hecho, la publicidad de la novela se atreve con tan singular planteamiento: ¿fue Sigmund Freud culpable de la muerte de sus hermanas en un campo de concentración? Y me remito a la publicidad de la editorial ya que el joven macedonio Smilewski niega que ese sea el primum movens de su novela. Para ello el autor se sirve del testimonio de Adolphine-Dolfi, una de las hermanas de Freud, que sufría alguna enfermedad mental y que pasó varios años en un psiquiátrico, el Nido de Viena. A través de los ojos de Dolfi, el autor revisita aquella época, fantasea con la iniciación sexual del joven Sigmund y confronta algunos conceptos  psicoanalíticos con algunos de los postulados de los entonces incipientes movimientos de liberación de la mujer. La novela es floja y aburrida. Y, como toda obra que recurre a la ficción con el ropaje de lo fáctico, una farsa. El berenjenal en el que se mete el macedonio al mezclar realidad y ficción es de aúpa y deslegitima en gran medida la obra porque el lector no sabe si suspender o mantener la credulidad sobre el relato. Y es una pena porque el trabajo de Smilewski esconde algo importante dentro como es el acercamiento a una faceta tan fundamental como desconocida en la vida de Freud: su vida afectiva, sus relaciones con las mujeres así como la recepción de la obra freudiana entre el pensamiento feminista.

Pero vayamos por partes con la propuesta de Smilewski para intentar averiguar si Freud mandó o no a sus hermanas al crematorio nazi. Para ello hay que revisar obras de mayor solvencia que esta novela. Por ejemplo The escape of Sigmund Freud, publicado por David Cohen en 2010. Es el texto donde más información se aporta sobre la salida de Freud de Viena. Cohen, tras revisar todo el material disponible al efecto, concluye que a Freud le costó mucho asimilar que debía abandonar la capital austríaca. Omnipotente con su éxito, tal vez pensaba que los nazis no se atreverían con alguien de su prestigio; pero la detención de su hija Anna por la Gestapo en Marzo de 1938 le hizo cambiar de opinión y comenzó a preparar su traslado a Londres. Para ello contó con la ayuda de sus discípulos Marie Bonaparte y Ernest Jones así como con el apoyo resuelto de la diplomacia norteamericana. También tuvo la gran suerte de que Anton Sauerwald, el comisario nazi encargado de tramitar su salvoconducto, fuese secreto lector de sus obras. Está documentado que Sauerwald trabajó muy activamente para que Freud, que ya tenía ochenta y dos años y sufría un cáncer de mandíbula, saliese de Viena en las mejores condiciones posibles. Es cierto que, sin que sepamos la razón, Freud no llevó a ninguna de sus cuatro hermanas; pero Cohen afirma que les dejó una fuerte suma de dinero para que pudiesen vivir en buena situación. También hay constancia, en los meses sucesivos, de los baldíos esfuerzos de Marie Bonaparte y de Sauerwald por tramitar el traslado de las hermanas a  Londres. Ello nunca fue posible sin que se sepa por qué. Y cuatro años más tarde todas ellas murieron en campos de concentración nazis. Así pues, la presunta culpabilidad de Freud en esos acontecimientos parece descartada por todos estos hechos.

Pero la estrofa principal de la letanía de Smilewski pregunta por Freud y su relación con las mujeres. Las biografías más reconocidas informan de la peculiar y estrecha relación con su madre, que lo consideraba su hijo favorito,  y de la apatía con la que habla de su esposa Martha. Estos últimos años han aparecido documentos que avalan que su verdadero amor vienés fue su cuñada Minna, con la que pudo mantener relaciones durante casi todo su matrimonio. Así que la secuencia más sensacionalista nos permite imaginar a don Sigmund engañando a su esposa con su cuñada. Y con coca de por medio.  Casi nada.

Aparte de estos datos, hay varios documentos que informan del fuerte tropismo de Freud por las mujeres y de sus deseos de vivir la sexualidad lo más libremente posible. Sin embargo, se intuye entre la hojarasca que hubo un momento concreto en que el maestro de Bergasse, 19, renunció a entender el universo femenino y tiró la toalla. ¿Cómo, si no, puede explicarse una teoría que afirma que el psiquismo humano se desarrolla guiado por el falo y encauzado por conceptos como el complejo de Edipo, la angustia de castración  o la muy femenina envidia del pene? Lo que cuesta creer es que tal ingenio teórico haya llegado intacto a nuestros días y que no haya cedido ante los embates de los movimientos feministas más primarios e iracundos. Sea como fuere, parece que a Freud el psiquismo femenino  le causaba bastantes quebraderos de cabeza y tuvo la impresión de no haberlo entendido nunca… aunque tampoco se preocupó demasiado por ello. Y esto es lo que Smilewski le reprocha con justicia y crudeza por boca de su hermana Dolfi.

Un papel estelar en este flujo y reflujo de intentos de aprehensión del psiquismo femenino lo tuvo su discípula Marie Bonaparte, que intentó acercar, sin conseguirlo, al genio vienés a los movimientos críticos con la sociedad patriarcal de la época. A ella, según Ernest Jones, le expresó Freud uno de sus corolarios mas famosos: «La gran pregunta nunca resuelta y que yo tras treinta años de investigación sobre el alma femenina aún no he logrado responder es ¿qué quiere una mujer?».  La princesa Bonaparte no se inmutó ante el desdén, aguantó mareas y permaneció junto al egregio psiquiatra hasta su muerte. Incluso, un buen día, le regaló una valiosísima y antiquísima ánfora griega.

Juanjo M. Jambrina: ¡Alegrémonos pues!

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El psicólogo holandés Diederik Stapel, de 46 años de edad, ha sido acusado de fraude en varios trabajos de investigación sobre psicología social y cognitiva que publicó en las revistas científicas más prestigiosas del orbe como Science y Nature. La Academia Holandesa de Ciencias se dedica ahora a revisar el amplio currículo del psicólogo tramposo para dilucidar realmente cuántos de sus estudios fueron realizados de manera fraudulenta. Stapel llamó la atención porque sus alumnos se quejaban de forma reiterada de que nunca les dejaba participar en la recolección de datos para las investigaciones. Y así fue descubierto. Al parecer, a la comunidad universitaria holandesa no le resultaban llamativas las conclusiones de sus estudios que eran del tipo de “los comedores de carne son más egoístas y más violentos que los vegetarianos”. También extraía grandes sonrisas psicosociales cuando concluía que quienes crecen en ambientes desestructurados tratan peor a los extranjeros. Vamos, que allí donde hacía falta un apoyo ponía Stapel su talento para la investigación. Así tardaron 130 papers y 24 capítulos de libros en encontrarle.

Con el escándalo caliente, las hipocresías y plañideras habituales. Las revistas Science y Nature, templos del todo, han prometido reforzar sus controles y proclaman jubilosas que el escándalo las hará crecer (¿?). Stapel se ha arrodillado ante sus compañeros declarándose tan culpable como enfermo y solicita rápido tratamiento para esa adicción tan suya de querer ser el mejor en su trabajo. La actitud infantil y victimista de Stapel intentando eludir SU responsabilidad sobre SUS conductas es rabioso paradigma de esta posmodernidad nuestra como Pascal Bruckner explicó hace años.

Pero me sorprende que puestos a cortar cabezas nadie cuestione el funcionamiento de las universidades que cobijan a este tipo de lebreles sabiendo como sabemos que Stapel no estaba solo. Es un hecho recurrente y probado por casos similares a éste la desvergüenza por el trabajo científico que muestran muchos investigadores universitarios. La actividad universitaria, y no solo la española, camina por un peligroso filo de navaja: la lejanía de los intereses reales de la sociedad a la que pertenece. La Universidad no puede recluirse en el autismo ni favorecer individualismos. De lo contrario acabará convirtiéndose, si no lo es ya, en una cofradía de socorros mutuos para diletantes donde son posibles desatinos del calado del que hoy cuenta el profesor Arcadi Espada, despedido de su plaza “por no hacer vida universitaria”. El infantilismo no afecta solo al individuo, sino también y de forma más grave a las organizaciones.

El estallido del caso Stapel me pilló leyendo el Elogio de la imperfección, las maravillosas memorias de Rita Levi-Montalcini; una investigadora ya centenaria que fue premiada con el Nobel de Medicina en 1986 tras una vida cuajada de dificultades. Para Rita Levi, elegantísima en su senectud, que ha llegado a lo más alto como investigadora y como universitaria, “la inmortalidad está en cómo vivimos y en el mensaje que dejamos”. No va más, señorías, no va más. A rezarle a Santa Rita.

Juanjo M. Jambrina: La histeria y la dinamita

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El Palais Wilson de Ginebra es actualmente la sede del Alto Comisionado para los Derechos Humanos de las Naciones Unidas. En los sótanos de dicho Palacio, que antes había sido sede del Instituto Europeo de Pedagogía, se encontró en 1977 un cajón con documentación perteneciente a una tal Sabina Spielrein, una psicoanalista judía de origen ruso fusilada por los nazis en 1942 y que había abandonado Ginebra en 1923. Entre los documentos encontrados se hallaba el diario personal de Sabina y la correspondencia mantenida entre ésta, Freud y Jung durante varios años. El hallazgo conmocionó la historia del psicoanálisis y revalorizó la figura de Sabina Spielrein, hasta entonces un nombre marginal en acotaciones a pie de página en algunas obras de Freud y Jung. No se explica fácilmente tanto olvido habida cuenta que la Spielrein llegó a psicoanalizar a Jean Piaget y a Ferdinand de Saussure, entre otros. Un relato pormenorizado de estos sucesos lo firmó en 1993 el psicólogo John Kerr con el título de A most dangerous method. Un buen libro en el que se ha documentado David Cronenberg para filmar una excelente película titulada en España Un método peligroso.

Hay que agradecer al cineasta canadiense que se haya ceñido a lo que de verdad se sabe sobre las relaciones de este trío tan dinámico evitando especulaciones divaniformes. En 1904, un neófito psiquiatra apellidado Jung inicia el tratamiento de una joven judía tan rica como histérica ingresada en una clínica psiquiátrica cerca de Zurich. Con el tiempo la joven se enamora del psiquiatra que sufre horrores ante el acoso de su paciente. Su matrimonio se tambalea a la par que se acrecienta su deseo por aquella joven que, recuperada, comparte su interés por el incipiente psicoanálisis creado por Sigmund Freud. La zozobra de Jung le lleva a visitar al maestro en su casa de la Bergstrasse. Era 1907. Esa primera vez hablaron 13 horas seguidas. La última vez que se vieron fue en la misma ciudad en 1913 pero ya no se dirigieron la palabra. La escena en que Freud decide cortar la relación con el discípulo que había elegido para sucederle (mi príncipe heredero) es admirable y renueva el mandato renardiano de que no existe la amistad sino momentos de amistad. Habían colaborado estrechamente durante seis años para poner los cimientos del psicoanálisis. Entre medias, Jung y Sabina Spielrein mantuvieron una relación sentimental tan extraña como apasionada con Freud como testigo interesado.

De todo ello da cuenta la intensa película de Cronenberg que acierta a sugerir una solapada tensión entre la intelectualidad aria (Jung) y la judía, que a la larga costaría la muerte de la Spielrein y el exilio de Freud.

Cronenberg, como el libro de Kerr, intenta restaurar el poderío intelectual de Sabina Spielrein. Su lugar en la historia estaría muy oscurecido por el silencio al que tanto Freud como Jung la sometieron con el paso de los años. No parece que esto sea cierto. Más comprensible resulta pensar que los dos machos alfa siguieron el consejo del viejo: cuando Jung empezó a sentirse atraído por Sabina e interpeló a Freud por ello éste le contestó que el psicoanálisis de la mujer histérica era como trabajar con dinamita. Tal vez por ello y tras chamuscarse ambos optaron por alejarse del explosivo.

El mejor corolario del trabajo de Cronenberg es el que más rápido nos salta a la vista: el poder psicotizante del amor para disolver convicciones y arrumbar ideales. O sea, el poder de la sexualidad para transformar las relaciones humanas. Y el presunto olvido de la Spielrein no es mas que fruto legítimo del encuentro entre el frío de la vida y los cuentos de hadas.

Juanjo M. Jambrina: Un tupido velo

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Hace algunos años que el psiquiatra Carlos Castilla del Pino describió las tres instancias en las que se desenvuelve la conducta humana: lo público, lo privado y lo íntimo. Si lo público es identificable por su radical observabilidad no es tan fácil separar lo privado y lo íntimo. Lo privado se caracteriza por su observabilidad pero también por la automática protección que se instala ante la posibilidad de que lo sea. Es privado lo que el sujeto hace que lo sea. Lo íntimo, en cambio, es inobservable. Las actuaciones íntimas, básicamente pensar y sentir, son intrínsecamente internas. Sostiene Carlos Castilla que nada acerca de lo íntimo es comprobable, ni su verdad ni su mentira. La intimidad puede inferirse pero jamás se tiene acceso directo a ella. La confidencialidad se basa en el principio de confianza o en el pacto de sinceridad que puede enunciarse así: “Creo lo que se dice porque tengo confianza en la sinceridad de quien me habla, ya que no puedo poseer prueba alguna acerca de su veracidad”.

Viene este introito a cuento del revuelo provocado por las memorias personales de Pilar Donoso tituladas Correr un tupido velo, en las que refleja las controvertidas relaciones con sus padres adoptivos, en especial con su padre, el escritor chileno José Donoso, fallecido en 1996. Porque no es cierto que los diarios personales más creíbles sean aquellos que se escriben para no ser publicados. Como no entiende uno qué problemas tienen algunos con los relatos documentados de privacidades aunque éstas sean las de los padres del autor. El tratamiento de la intimidad en la literatura se me antoja altamente inabordable. Pero no así el de lo privado que es un ámbito habitualmente compartido y por tanto, susceptible de un relato y de su refutación.

El libro de Pilar Donoso, Pilarcita, es uno de los mejores trabajos que he leído en su género. Frío y taciturno como pocos. Lúcido a rachas y desabrido en otros tramos. Y básicamente, triste y dolorido. Porque así es la vida, plena de días laborables.

Correr un tupido velo es un formidable esfuerzo de autoexploración personal de una hija a partir de los 64 cuadernos personales en los que un padre famoso plasmó intimidades y privacidades que luego vendió al mejor postor. Memoria sobre las memoria. En esos cuadernos el escritor José Donoso se dibuja como un tipo muy difícil y complicado. Cierto que da claves muy importantes para entender su proceso de creación y su pasión por la literatura. Pero a mi juicio no es eso lo más importante del libro. Me interesa mucho más la relación con su hija adoptiva que no sale nada bien parada. No me extraña que Pilar Donoso haya tenido que tomarse su tiempo (siete años) para elaborar la recolección de descalificaciones y dudas que su divino padre José le dejó dedicadas en sus famosos cuadernos. La publicación de Correr un tupido velo le causó a Pilar Donoso dolorosos problemas familiares. Su marido, primo de José, le dio la espalda. Hay quienes atribuyen a estos conflictos la razón última de su suicidio hace unos meses. Pero ése es otro sendero.

Leídas las reseñas tibiamente críticas contra el libro me abruma la tolerancia que gran parte de la intelectualidad crítica manifiesta hacia las psicopatadas de sus miembros. Lo que llaman la descarnada brutalidad del padre. Se ignoran o se intelectualizan conductas que tienen poco de humanas. ¿Qué atractivo tiene para una niña crecer entre Zelda y Scott Fitzgerald? Puede que la identidad de un artista se defina a partir de su obra. Pero el hombre que sostiene al artista se escritura, como todos, a través de su gestión de las relaciones humanas. Y no hay máscaras tras de las que pueda esconderse ni lo perverso ni lo canalla. Por eso son las palabras de Pilar Donoso las que suenan sinceras, congruentes, inexcusables.

 

Juanjo M. Jambrina: Los miedos de Elisa K.

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Leyendo una entrevista con Luis Rojas Marcos, psiquiatra sevillano en Nueva York, sobre las secuelas en las víctimas del 11M aparece una cita ciertamente interesante: “la identidad de víctima es paralizante a la par que ata al verdugo de forma indeleble”. No es frecuente leer en la prensa declaraciones tan nítidas sobre este tema. Se ha enfatizado tanto la importancia del apoyo social en los procesos de recuperación de víctimas de sucesos traumáticos extraordinarios (violaciones, catástrofes naturales, atentados, etc.) y su repercusión mediática suele ser tan intensa que ya casi nadie se atreve a vislumbrar un futuro para los afectados fuera de su papel de víctimas.

Casualmente acabo de ver un par de películas recientes sobre los abusos sexuales en la infancia, una de las mayores fuentes de victimización que se conocen. Y eso contando solo con lo que aflora, que es una parte muy pequeña del todo. Montxo Armendáriz ha filmado la premiada No tengas miedo (2011) y la realizadora catalana Judith Colell dirigió no hace mucho la muy sugestiva Elisa K. (2010).

Ambas cintas comparten argumento: un adulto abusa sexualmente de una niña. En la caso de la película de Armendáriz el abusador es el padre. En la cinta de Colell, a Elisa K. la viola un amigo de su familia. Pocos dramas humanos requieren un tratamiento tan delicado como éstos. Y es que se rompen tantas cosas importantes con estos sucesos que cualquier planteamiento artístico sobre el tema ha de avanzar con el sigilo y la prudencia de un espía en las novelas de Le Carré. Porque además todo suele suceder sin que queden pruebas objetivas de los hechos: apenas una queja infantil contra la palabra de un adulto. Tal vez por ello las emociones que se agitan en ambas películas son tan altamente inflamables. Un continuo alboroto sacude la mente del espectador. Porque sabremos de madres que se enteran pero no se quieren enterar del todo, de padres que llevan a sus últimos extremos sus fantasías de poder y dominación y de hijos que se ven forzados a cambiar su forma de demostrar amor sin acertar a decodificar bien qué es lo que está pasando. Y no digamos ya lo que se complica todo si la víctima llega a experimentar algún placer que vendrá lleno de culpa. Es demasiada confusión para los pocos años. No debe ser fácil asimilar que quien debiera protegerte se convierte en el peligro a esquivar. Una biografía contradiciendo de manera brutal a una civilización. No puede ser fácil, no

Es complicado que toda la gama de matices que colorea tan dolorosa sacudida emocional pueda tener cabida en una película. Pero los trabajos de Armendáriz y de Colell evitan la manipulación manteniendo esa dosis de racionalidad y frialdad expositiva imprescindible para dar adecuada noticia del sufrimiento humano, según recuerda el profesor Baca Baldomero, experto en Victimología. Con todo, hay una diferencia fundamental entre ambas películas que me hace preferir el trabajo de Armendáriz. En la secuencia final de No tengas miedo, la protagonista, tras reajustar su vida y tropezar con sus problemas en alguna ocasión decide echarse a la calle y enfrentarse al futuro. Ha decidido blindarse para que ningún pasaje de su pasado le impida ser feliz. Entiendo que a muchos espectadores esas escenas les hayan gustado poco o nada. Me parece respetable. Pero no debemos olvidar que la citada secuencia y no otra es que la debe marcar y cuanto antes mejor la resolución de estos dramas.


Juanjo M. Jambrina: Manual para no desconectar en vacaciones

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Connection, I just can’t make no connection.
But all I want to do is to get back to you.
(«Connection»,The Rolling Stones).

El sol brilla con fuerza y ha puesto la calma en las olas y el amarillo en las banderas. Mucha gente en la playa. Desde primera hora de la mañana hordas de buscadores de pepitas de sol embadurnadas de protectores solares enfilan hacia el arenal con sus niños, sus sillas playeras y sus viseras de cajas de ahorros variadas. Nunca me ha gustado tomar el sol. Y menos en playas habitadas. Desde el sitio de mi recreo veo llegar a unos vecinos para quedarse un mes en la casa de al lado. «¡Aquí sí que desconecta uno de todas las preocupaciones!», vocifera un andoba gordezuelo mientras saluda al portero de la finca. Sigue admirándome esa gente que se afana por buscar nichos de vacaciones donde desconectar del trabajo, de las preocupaciones, de los afectos demediados; como si fuese una nueva acepción del llamado «kilómetro sentimental»: piensan que la lejanía física ayuda a olvidar el drama, por ejemplo, de los malos resultados económicos, de los conflictos familiares o de una historia de amor no correspondido. Desconectar, desconectar, desconectar… es la obsesión de un país donde apenas si se desconecta a los enfermos terminales que lo piden. El periodista Arcadi Espada decía hace un par de años que un hombre que vive de la actualidad no puede desconectar nunca de los canales de información y que le hacían mucha gracia esos tipos ufanos con «caradelquesabe» que en los hoteles se jactaban de encender el móvil solo una hora al día pero que pasaban las otras veintitrés horas remirando sus smartphones con cara de angustia infinita. Yo creo que no solo el tipo que vive de la actualidad debe permanecer siempre en guardia. También debe hacerlo cualquier otro que tenga algún cargo de responsabilidad sobre el devenir de los demás. Y en general, debe quedar libre y absuelto del pecado de desconexión todo aquel ciudadano que disfrute con la vida, que nos ha dado tanto… La necesidad de desconectar en vacaciones es una impostura, como la del que va al psicoterapeuta a cambiar su vida. Porque nadie va a una psicoterapia a cambiar nada. En general, la gente va a hacer una psicoterapia para que les sequen las lágrimas, les suenen los mocos y para que les digan que no lo están haciendo nada mal pese a que lleven una vida harto desgraciada. La tan manida necesidad de desconectar encubre básicamente el deseo de hacer durante un tiempo lo que nos da la gana lejos de miradas indiscretas. La necesidad de desconectar también tiene algo de bovarismo, de ensimismamiento bobalicón. Y también un punto de rendición y búsqueda de la madre amniótica, como hacen los enfermos alcohólicos, que buscan aturdirse para recordar a aquella madre que nos protegía de los peligros desde su vientre porque aún no habíamos nacido pero ya bebíamos de su boca.

Yo soy de los que no desconecto cuando voy de vacaciones. Soy non-stop. Yo he guasapeado debates desde la celda de Chopin en Valldemossa. He contestado mails desde una representación operística, desde el Musée D’Orsay en plena exposición de la obra de Van Gogh y en mi última visita a la serenísima Venecia envié cientos de guasaps a diecisiete personas.Yo me acuso, bestia inmunda y pecadora, pero parte importante de la felicidad es poder contarla. Lo que se hubiesen divertido Camba, Cunqueiro o González Ruano ( al que por cierto ya se le reprocha ¡hasta el bigote¡) con dilemas de este calado.

Gran parte de la insistencia en estas recomendaciones veraniegas de desconexión masiva proviene de movimientos demagógicos como los que ha diseminado con sus buenas intenciones la llamada psicología positiva que lidera el psicólogo cazarrecompensas Martin Seligman y que la escritora norteamericana Barbara Ehrenreich ha criticado con dureza en su excelente libro Sonríe o muere. Las trampas del pensamiento positivo. (Turner, 2012) De los creadores del «síndrome posvacacional», la «búsqueda de la felicidad», la «resiliencia», el mindfulness o la «inteligencia emocional», o la rentable industria del lacito rosa en la lucha contra el cáncer de mama, nos llega ahora la «desconexión veraniega» de todo lo que tenga que ver con nuestro trabajo o, más grave aún, todo lo que huela a nuevas tecnologías: hay que romper con la red en vacaciones. En España, aparte de los psicólogos positivos habituales de dominicales o suplementos de piscina y playa, podemos incorporar a este grupetto de teorizantes salugénicos a los psiquiatras Rojas (Luis y Enrique, que no son parientes), al cardiólogo Fuster e incluso a Eduard Punset, que canta un conocido bolero donde dice que tiene el alma en el cerebro. Por supuesto, las pruebas aportadas por ellos son escasas y todos sus libros tienen más de opinativo, de doxa que de episteme, que es lo que cabría esperar. Sin que sea una llamada a la hilaridad, el grupo de psicólogos positivos más cientifista publica habitualmente en Journal of Happiness Studies, una revista de alto impacto.

Sobre la influencia de Internet en nuestra vida cotidiana hay mucho escrito y poco demostrado. Que nuestra forma de vida, de leer y de percibir el tiempo y el espacio han variado es algo incuestionable. Me parece respetable el libro de Nicholas Carr sobre el asunto. Parece ser que nuestra capacidad de concentración y atención no es que haya disminuido pero sí ha cambiado. A cambio hemos ganado en otros cuantos parámetros que, naturalmente, los apocalípticos de la red, tipo Manfred Spitzer, se esfuerzan en ocultar. Pero insisto en que aún harán falta varios años para que los estudios que valoran los efectos cognitivos del uso de internet rindan resultados extrapolables a la población general.

Al respecto de todo esto hay una curiosa historia que involucra a la escritora triestina Susanna Tamaro. Ya saben, la laureada autora de esa maravilla del sirope y el merengue que fue el best seller Donde el corazón te lleve (1994). Susanna Tamaro, cuyo reino hace tiempo que no es de este mundo, escribió en julio de de 2013 una columna para la revista Mujer Hoy titulada «La quiebra de la atención» donde, a raíz de un triste episodio sucedido en Italia en el que un padre olvida a su bebé en el coche y el niño muere asfixiado de calor, abomina de los usuarios habituales de las nuevas tecnologías y dice cosas como: «la irrupción de las tecnologías de comunicación instantánea ha quebrado por completo nuestra capacidad para mantener una atención profunda». Y también que: «estar siempre conectados y distraídos con toda una serie de llamadas, alertas, lucecitas y pitidos nos ha conducido a una constante quiebra de la atención. Y con ella hemos perdido también la capacidad de estar despiertos y presentes en las relaciones más vitales que pueblan nuestra existencia».

Bueno, pues un añito después, el 19 de de julio de 2014, la bucólica escritora, que vive en un pueblecito toscano entre vacas y ovejas donde todos se conocen y se llevan fenomenal, propone, tras una serie de complejos quiebros lógicos, como solución a la soledad y el autismo que sufren quienes viven en las grandes ciudades lo siguiente: «Afortunadamente, la naturaleza humana, cuando se le cierra la puerta en las narices, vuelve a entrar por la ventana…». Y remata a puerta vacía: «De esta forma, la red propicia que surjan nuevas aldeas hasta en entornos genuinamente urbanos, lo que permite que los individuos emprendan un viaje de regreso y vuelvan a ser personas abiertas, atentas y serviciales con sus semejantes». ¡Vaya!, la red, un monstruoso producto cultural el verano pasado reaparece ahora convertida en parte fundamental de la naturaleza humana. ¡Qué lejos nos lleva il cuore, Tamaro! ¡Como para fiarnos!

Yo creo que esto de la conexión o desconexión en verano es algo muy personal y que tiene que ver con el trabajo y con la biografía de cada uno y con sus perspectivas de futuro. Sí que parece más recomendable cambiar durante un par de semanas el decorado en el que pasamos la mayor parte del año. ¡Redecora tu vida!, decía un publicidad de Ikea de hace años. Eso es cierto y ayuda a introducir cambios en nuestra forma de vida. Pero por lo demás tampoco hay por qué ir por ahí estigmatizando a nadie porque en verano se pegue un atracón de guasaps o se lo pase pipa tuiteando con los colegas. O incluso, trabajando, si le apetece. A este respecto me encantó la frase que el gran actor Tony Servillo dejó caer en una entrevista para El País hace unos meses:

(…) la renuncia, la fatiga y el sacrificio. Y no lo digo con dolor, pero esos son los elementos clave de mi trabajo. Nada de narcisismo ni autocomplacencia. He basado mi oficio en la plena convicción de que disfrutaba gastándome. Y el día que se acabe, se acabó. 

Por eso a muchos nos encanta trabajar casi todo el año y descansar cuando la ocasión lo sugiere y no cuando lo ordenan los Santos. Porque, como Jep Gambardella, somos conscientes de que la felicidad que nos disfrutemos hoy no la vamos poder recuperar mañana.

A cielo abierto: el cuento del psicoanálisis

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Escena de A cielo abierto. Imagen: Doc&Film International / Filmin.

Escena de A cielo abierto. Imagen: Doc&Film International / Filmin.

Recuerdo cuando estudié filosofía que había en la facultad varios profesores etiquetados como lacanianos, que es una de las cosas más serias que uno puede ser en esta vida y por ello estaban enfrentados a quienes no lo eran. La manera de distinguirlos era sencilla: cuanto peor estaba alguien de la cabeza, más lacaniano era. ¿Pero en qué consiste exactamente esta hechicería tan propia del siglo XX? Jacques Lacan fue un psiquiatra francés nacido en 1901 que quiso desarrollar el psicoanálisis freudiano en su relación con el lenguaje. O más concretamente, según palabras de una de sus discípulas:

La primera enseñanza de Lacan no es sobre el lenguaje, es sobre lo imaginario. Es sobre el estadio del espejo: el estadio del espejo es ¿cómo un neurótico se vuelve neurótico o psicótico? En el momento en que consigue salirse de los efectos de la transitividad, en los cuales su imagen y la imagen del otro ya no se confunden y son claramente disociadas. El momento del estadio del espejo, ese momento en que tu imagen se disocia de la del otro, no es evidente, es muy frágil.

¿Ha quedado claro? Para el físico estadounidense Alan Sokal no mucho, por ello escribió su célebre Imposturas intelectuales, donde denunciaba el uso incorrecto de terminología científica por parte de algunos pensadores franceses, que utilizaban una jerga oscura hasta el punto de terminar resultando completamente incomprensibles. Para demostrar su tesis escribió un texto deliberadamente abstruso, lleno de sinsentidos, y logró que fuera publicado en una prestigiosa revista de estudios culturales. Una gamberrada que dio muchísimo que hablar desde entonces. Si uno no se expresa con claridad es que no piensa con claridad, venía a decirnos, de forma que pasa a utilizar las palabras como el pulpo la tinta. Y uno de los ejemplos más recurrentes de Sokal en dicha obra fue precisamente… Lacan. «Un charlatán total», según la implacable definición de Noam Chomsky.

Pero no hay mejor manera de valorar qué es y cómo funciona el psicoanálisis lacaniano que viéndolo en acción, examinando su utilización como terapia en pacientes. En la frontera franco-belga hay una residencia, Courtil, que acoge a niños con diferentes grados de autismo y otro tipo de discapacidades mentales. Allá fue la documentalista Mariana Otero dispuesta a indagar en la peculiar forma de ver el mundo de estos niños y en la manera de tratar con ellos y evaluarlos de su cuidadores. Fieles a las enseñanzas de su maestro le explicaron que «cada uno de estos niños que estaba allí, tenía una lengua privada a diferencia de nosotros que tenemos una lengua común», y de hecho el párrafo antes citado corresponde a una de las psiquiatras. Parece un buen lugar en el que vivir, en contacto con la naturaleza y rodeados de unos profesores que juegan, teatralizan cuentos clásicos y dialogan constantemente con ellos. Porque esa es la clave, ver qué significado le dan a las narraciones. No en vano ahí tenemos todo un clásico del género como es Psicoanálisis de los cuentos de hadas, de Bruno Bettelheim. Vemos a los psicoanalistas adoptar un papel de críticos cinematográficos o literarios, describiendo cómo es el papel del niño en la narración que se esté representando, que puede ser un cuento, una canción o cualquier anécdota que protagonicen. A partir de ahí intentarán extraer un significado profundo sobre la personalidad del pequeño, su manera de encarar la realidad y relacionarse con quienes le rodean.

En principio es una perspectiva interesante, porque efectivamente nuestro cerebro funciona a base de narraciones. No es solo que de niños nos gusten los cuentos y de mayores las series y películas, también la información sea del tipo que sea —un artículo como este sin ir más lejos— ha de estar estructurado con un planteamiento, nudo y desenlace. Y la manera de vernos a nosotros mismos es también como personajes de una historia, por ello coinciden todos los estudios psicológicos en lo creativa que es la memoria: adaptamos nuestros recuerdos para que encajen en la historia que en el momento presente nos queremos contar a nosotros mismos y a los demás. Ahora bien, ¿es ese enfoque válido para resolver todos los problemas, incluso a la hora de tratar una enfermedad mental? Esto ya es un terreno mucho más peliagudo.

Por lo que vemos en este documental el afán interpretativo de los psicoanalistas lacanianos, su empeño en dar significado a cualquier anécdota, tiende a ir demasiado lejos, alcanzando niveles esotéricos. Así por ejemplo contemplamos como un niño se olvida un grifo abierto en el baño y eso lo identifican como la representación de un «desbordamiento interior». En otro momento comentan que un paciente que ha engordado unos kilos últimamente, lo cual podría deberse aparentemente a que come mucho y hace poco deporte. Pues no. La verdadera causa, nos dicen, es que «ciertos psicóticos se reagrupan en su propio peso». Y la escena definitiva tiene lugar cuando vemos a un niño de apenas cinco o seis años que está jugando y de repente, ejem, se caga encima. Hecho que la psiquiatra explica a la cámara con seriedad de intelectual francesa y los más sofisticados términos psicoanalíticos: «En una situación de gozo intenso quería inscribir la pérdida de algo (…) su Yo aparece y desaparece». Personalmente no he visto una escena comparable desde Borat.

En resumen, un documental curioso, en ocasiones desconcertante, en el que Mariana Otero enfoca su cámara y deja que el espectador juzgue este sanatorio mental, donde el discurso alucinado y desconectado de la realidad corresponde no solo a los pacientes, también a sus terapeutas. Merece la pena por tanto no porque se esté de acuerdo con lo que en él se muestra, sino precisamente y con más motivo para armarse de argumentos en contra: ya sea en contra de los franceses y su pomposidad, del psicoanálisis, de Lacan, del relativismo posmoderno o de todo ello junto.

Aquí pueden ver el tráiler.

Escena de A cielo abierto. Imagen: Doc&Film International / Filmin.

Escena de A cielo abierto. Imagen: Doc&Film International / Filmin.

El último hombre sano: breve historia del DSM

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Fotografía: BitterScripts (CC)

Fotografía: BitterScripts (CC)

Uno de los medios de los que se ha dotado la psicología para tratar de acercarse a la metodología de otras disciplinas como la medicina, es el famoso Manual de Trastornos Mentales (DSM) elaborado en los Estados Unidos, que contiene la definición de todos esos problemas de salud mental que tanto nos gusta usar, como el TDAH, el TOC y un largo etcétera. A simple vista una robusta herramienta para clasificar y estudiar clínicamente los trastornos y sus tratamientos. Pero, ¿es esta Biblia Psiquiátrica realmente un elemento confiable? Para entrar en esta cuestión creo que es interesante conocer de dónde viene, porque como su homólogo teológico, sus oscuros orígenes parecieran inspirados por algo etéreo cuando no es en absoluto así.

En 1972, la salud mental en Estados Unidos llevaba ya décadas en manos de la influyente APA —American Psychiatric Association— que gestionaba los hospitales mentales. El modelo bajo el que se determinaba la salud psicológica de las personas era de orientación psicoanalítica, pues era en el que se habían formado la mayoría de los psiquiatras. Lo cual no deja de ser algo paradójico si tenemos en cuenta la alergia de este modelo hacia las clasificaciones, por otra parte.

David Rosenhan, que era psicólogo y estaba por tanto al margen de la institución psiquiátrica, tenía importantes dudas con respecto a la fiabilidad de los diagnósticos que se realizaban en dichos centros. De hecho, intuía que el contexto del examinador —y por tanto, también la cultura predominante— determinaba el juicio clínico, que era asistemático y poco científico. Así que diseñó un curioso experimento para comprobarlo: instruyó a ocho personas entre amigos y conocidos de diversa formación —desde amas de casa a psicólogos, pasando por pediatras o pintores— para que acudieran a hospitales mentales a pedir el ingreso refiriendo un único síntoma: oír una voz que les decía «¡plaf!», otras fuentes dicen que «¡zas!» o incluso «¡thud!», los estudiosos no se ponen de acuerdo. Nada más. La segunda parte, una vez dentro, implicaba comportarse normalmente, tomar notas de todo lo que vieran y avisar de que las voces habían desaparecido.

Siete de los voluntarios fueron diagnosticados de esquizofrenia, y el restante de un cuadro maníaco-depresivo: todos fueron ingresados. A pesar de aplicar la consigna, tardaron entre siete y cincuenta y dos días —el propio Rosenhan— en ser dados de alta con la etiqueta de «esquizofrenia en remisión». Algunas de las observaciones más curiosas incluyen el hecho de que fueran en muchas ocasiones los propios internos los que sí se dieran cuenta de que los infiltrados no eran enfermos mentales, treinta y ocho pacientes reales los detectaron, mientras que nadie del personal supo verlo.

Las conclusiones del experimento fueron finalmente publicadas en la prestigiosa Science «On being sane in insane places» en 1973 y crearon el revuelo que se pueden imaginar. En un intento de contrarrestar los efectos del hoy mítico estudio, uno de los hospitales retó a Rosenhan a repetir el experimento enviándoles pseudopacientes durante tres meses, reto que este aceptó. Al finalizar el plazo, el hospital refirió haber detectado cuarenta y un casos de falsos intentos de ingreso, a lo que Rosenhan respondió afirmando que no había mandado a nadie. Hoy en día se diría que Rosenhan «trolleó» al estamento psiquiátrico.

Fotografía: BitterScripts (CC)

Fotografía: BitterScripts (CC)

La «oposición» al método analítico, formada por psicólogos conductuales y algunos psiquiatras de formación fenomenológica, no dejó pasar la oportunidad. Con todo el edificio de la psiquiatría estadounidense tambaleándose después de semejante epic fail apareció en escena un curioso personaje, el psiquiatra Robert Spitzer, a pescar en el río revuelto. Este profesor de Columbia era un irreductible enemigo de la psicodinámica de inspiración freudiana, así que aprovechó el escándalo para propinarle el golpe de gracia a la titubeante disciplina y asaltar su castillo, lo que no le impidió criticar con saña la metodología de Rosenhan, una vela a Dios y otra al Diablo.

¿Cómo lo hizo? Pues se valió de una herramienta insignificante, el menguado DSM-II. Por entonces, un intrascendente breviario clínico de tan solo ciento trentaicuatro páginas empleado en algunos hospitales como orientación y que sin ir más lejos, identificaba la homosexualidad como un trastorno mental. Precisamente a raíz de esta controversia, Spitzer aprovechó para colocarse del lado de los activistas gais, cogió impulso y se postuló para el puesto vacante de redactor del DSM-III, que obtuvo al ser el único candidato.

Desde aquí puso en marcha su plan de eliminar el juicio humano de la psiquiatría. Se trataba de redactar un manual clínico basado en conductas observables desde la fenomenología —vamos, la observación de síntomas, pensamientos y emociones asociados con la psicopatología—, una herramienta que pudiera ser universalmente utilizada y que eliminara los diagnósticos subjetivos. Incluso usted, querido lector, podría utilizarlo en su casa. De hecho, puede hacerlo. Eso sí, cuando se encuentre veinte trastornos en una tarde tonta luego no se asuste demasiado, es lo habitual.

El nuevo DSM prescindía de describir las causas de cada cuadro clínico, al considerar que era el motivo de tanto fallo diagnóstico. ¿Cómo se agruparon los síntomas para identificar cada trastorno? Tal como explica el propio Spitzer a Jon Ronson, juntando decenas de psiquiatras —de similar línea teórica— en una sala y proponiéndolos a grito pelado mientras se pasaban las sugerencias a máquina a duras penas; quien más insistía y más alto hablaba era el que se imponía. El único trastorno que no se admitió fue el «Síndrome del Niño Atípico», caracterizado por «síntomas indefinibles pero atípicos». No, no parece tampoco excesivamente científico, ¿verdad?

Imagen: Reeve041476 (CC)

Imagen: Reeve041476 (CC)

Por si se lo estaban preguntando, también eliminó la homosexualidad como trastorno, lo que le valió un demoledor comentario de Paul Watzlawick, padre del constructivismo: «Eso ha constituido el mayor éxito jamás alcanzado, pues millones de personas se curaron de golpe de su enfermedad». Después de tanta gloria, en 2001 Spitzer trató de introducir su revolucionario método para el cambio de orientación sexual —de homo a hetero, por supuesto— sin mucho éxito salvo en círculos ultramontanos del Bible Belt, entre los cuales es una «autoridad» en la materia. Lo cual parece dar la razón a Rosenhan sobre los factores sociales y culturales como determinantes para decidir lo que es o no enfermedad mental; si aún no acaban de creerlo siempre pueden acudir a las investigaciones —ejem— realizadas en los cuarenta por el militar y psiquiatra español Vallejo-Nájera para encontrar la cura del marxismo.

El DSM-III, con cuatrocientas noventa y cuatro páginas y doscientos sesenta y cinco trastornos, se convirtió en un éxito, supuso una revolución en la psiquiatría americana y mundial y se institucionalizó como herramienta diagnóstica rápidamente. Pero… ¿consiguió sus objetivos de imparcialidad y eficacia? ¿Ha contribuido realmente a mejorar la práctica clínica? Pues podría decirse que algunos beneficios tuvo, pero a costa de unos efectos indeseados realmente preocupantes. Es indiscutible que dotó de un lenguaje común a los profesionales de la salud mental independientemente de su formación, lo que contribuyó a unificar e institucionalizar conocimientos, pero también que convirtió el medio en un fin por sí mismo: hoy en día pareciera que el principal objetivo de la carrera de Psicología está orientado a realizar diagnósticos como si fueran sudokus y poco más.

Al dar un manual estandarizado paradójicamente se perdió la tradición fenomenológica —para qué ir más allá de los criterios ya indicados, que además son unos mínimos— y con ello la riqueza particular de cada caso. Las personas con problemas psicológicos pasaron a ser uniformizadas y etiquetadas con los riesgos que eso conlleva. Es un dilema habitual en psicoterapia, si es útil o no un diagnóstico DSM más allá de hospitales y administraciones varias; a algunos les puede tranquilizar saber que su problema no es algo rarísimo sino que sale en los libros de texto. Pero a la mayor parte una etiqueta DSM les asusta, les hace creer que son enfermos mentales y sobre todo les da una herramienta para resistirse al cambio, profundizando en su problema: «hago, pienso y me siento así porque soy obsesivo» y «como soy obsesivo, hago estas cosas». De esta trampa circular tautológica es complicado salir. Quitarse la etiqueta cuesta mucho trabajo y tiempo de terapia.

Es más, la pretendida objetividad del manual no es tal. Cojan un criterio cualquiera y traten de determinar cuándo se traspasa el umbral; según dónde pongamos el listón, y eso depende del observador. Se evidencia claramente en los del Eje II —personalidad, los que corresponderían a «rasgos» estables más que a estados transitorios recogidos en el Eje I—, en los que el límite de lo patológico es una frontera difusa. Algunos trastornos se superponen y es difícil diferenciarlos, otros muchos pueden presentarse a la vez —comorbilidad—, existe una buena cantidad de trastornos tipo «ninguno-de-los-anteriores» para cuadros no insertables en ninguna categoría. No es extraño encontrar diagnósticos erróneos y eso que aún no hemos hablado de la discutida decisión de eliminar las causas.

Si bien parece facilitar la labor diagnóstica, esto implica eliminar una variable muy importante: una persona puede ser perfectamente diagnosticada de depresión sin atender a situaciones personales que explicarían coherentemente ese estado de tristeza, no siendo por tanto patológico sino adaptativo. No se puede ignorar el contexto de cada persona, aunque esto pase por aceptar un grado de subjetividad. Por otro lado, ni siquiera la neuropsicología con todos sus avances ha logrado identificar ni una sola causa indiscutible de cualquier trastorno, esquizofrenia incluida, aunque sea una imagen tentadora concebir el cerebro humano como una computadora, esto es incorrecto. El cerebro es plástico, por lo que estaríamos ante un ordenador cuyo «hardware» puede cambiar en función del «software» que usemos; en estas condiciones, es imposible determinar si es la función o el soporte el que determina el comportamiento humano. Ningún DSM ha podido incluir ninguna evidencia biológica como criterio diagnóstico.

Por no hablar de que el espíritu de Rosenhan seguía bien vivo. estamos ante un manual estadounidense hecho por estadounidenses sobre población estadounidense. Puede resultar bastante azaroso el intentar diagnosticar con él, qué sé yo, en Bangladesh o Zambia, etiquetando como trastorno mental usos culturales bien asentados. Y ahora piensen en emigrantes de culturas distintas. En definitiva, no es que el manual no sirva para nada, pero parece claro que tiene graves limitaciones a la hora de cumplir la función para la que fue concebido.

Por último, también había muchos intereses económicos detrás, concretamente de la industria farmacéutica. La redacción de la cuarta versión del texto es un buen ejemplo; treinta y dos nuevos trastornos fueron añadidos en un plis. Uno de los más críticos con ella es precisamente su responsable, Allen Frances, lamentando la tremenda explosión de casos de TDAH, autismo o trastorno bipolar infantil a raíz de su publicación. Que ha conllevado un no menos explosivo aumento de la medicación farmacológica y los balances contables de algunas empresas del sector.

Imagen: Reeve041476 (CC)

Imagen: Reeve041476 (CC)

Para acabar de arreglarlo, rodeada de secretismo llega la quinta edición recién salida del horno y la polémica se ha disparado cual prima de riesgo griega. La idea subyacente en el DSM-V es en teoría extender el rango de los trastornos a lo que se conoce como cuadros subclínicos —es decir, los que no llegan a cumplir los criterios para ser trastorno por poco— y evitar diagnosticar de menos. Pero claro, a costa de aumentar exponencialmente los falsos positivos. Así que una buena parte de la población va a verse de golpe y porrazo etiquetada con algún síndrome sacado de la chistera: los adultos inquietos —el TDAH se amplía a los mayores—, los niños rebeldes y sus pataletas, las comilonas de fin de semana, el duelo independientemente del motivo, las personas que presenten cualquier tipo de afición desmesurada que pueda ser calificada de adicción, sin ir más lejos.

No es sorprendente que esta extensión artificial de los problemas de salud mental haya terminado por hartar a los profesionales de la psiquiatría y la psicología, que se han declarado en abierta rebeldía ante esta indiscriminada ampliación de la psicopatología, paso previo a su medicalización, que sanciona algunos comportamientos ya no como delito, confrontación o disidencia, sino como enfermedad mental. La tentación de ver la sombra de un «Gran Hermano» proveedor de soma es grande. Algunas de las críticas son de gran calado; la Asociación Británica de Psiquiatría llega a considerar los defectuosos diagnósticos del DSM como la causa de años de estudios con resultados contradictorios y por tanto de escaso valor. Y no carece de fundamento: leer un experimento con una población de n=20 sujetos con un trastorno límite de personalidad es para echarse a temblar. No solo es uno de los trastornos más difíciles de diagnosticar, sino que no hay dos personas en las que se manifieste de la misma manera. En estas condiciones las conclusiones se han de coger con pinzas en el mejor de los casos.

El DSM se ha convertido en un instrumento orientado a poder incluir a cualquiera en el cada vez más extenso colectivo de «enfermos mentales»; como el «Anillo Único», parece destinado a someternos a todos a golpe de fármacos. No deja de ser una sarcástica metáfora de una sociedad donde lo normal parece ser tener problemas de salud mental. Sin embargo, el futuro de las «sagradas escrituras» se presenta incierto y por ello, apasionante. ¿Estaremos en el punto de partida de algo nuevo o se impondrá la cura por «pastilla mágica»? ¿Se refundará la psiquiatría? ¿Sobre qué bases? Se avecinan tiempos interesantes.

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¿La depresión es delito?

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Detalle de el coloso, de Francisco de Goya (DP).

Detalle del grabado de El gigante, de Francisco de Goya (DP).

Dice Andrew Solomon que la depresión es un demonio pero leyendo su (monumental) libro uno tiene la impresión de que es también un fantasma, uno de los que te obliga a arrastrar sus cadenas en total y absoluto silencio. El profesor de psiquiatría ha hecho un manual, una biblia, que ataca esta plaga (afectara a uno de cada cuatro seres del planeta a lo largo de su vida, y me temo que se trata de una cifra terriblemente optimista) desde tantos frentes que al final de la lectura parece que sea ella (y no el lector) la que ha estado tendida en el diván.

La depresión, al contrario que otras enfermedades, parece condenada a residir en algún lugar desconocido, como si fuera un testigo protegido. «No hables de ella, no la menciones» parecen decir (muchos de) los asustados amigos y conocidos de los enfermos, como si también ellos temieran verse arrastrados al purgatorio.

Es curioso, porque hasta el momento nadie ha demostrado que fuese contagiosa, pero si juzgamos a los que divagan sobre ella (y estos días, en las tertulias, y a cuenta del terrible accidente del avión de Germanwings, todos parecen ser grandes expertos en el arte de estar deprimido) habrá que encerrar a los afectados en algún sitio, y aquellos/as que arranquen alguna vez a llorar porque algo les preocupa habrá que aislarlos también. «Tuvo una depresión en 2009» se ha oído decir del piloto que estrelló el avión en los Alpes, como si aquello fuera el revólver humeante que prueba el delito.

¿El piloto tuvo depresión? Efectivamente, y no fue el único , yo también sufrí una depresión en 2009 por la que tomé medicación, seguí trabajando, no asesiné a nadie, no obligué al conductor del autobús a tirarse por un acantilado, ni dejé de vivir (aunque viviera un poco peor). También conozco a varias personas que en 2010, 2011, 2012, 2013, 2014 e incluso este año sufrieron depresiones. Ninguna de ellas hizo nada a nadie, más allá de transmitir la sensación (y ni siquiera siempre) de que no se encontraba en su mejor momento. La depresión no es delito, ni siquiera la severa. No lo era en 2009 y no lo es en 2015.

La depresión es nuestra propia versión (moderna y prohibida) de la lepra, la demostración cristalina de que no solo el sexo, la religión y los suicidios son tabúes, también lo es una enfermedad que te encierra en un lugar oscuro en el que llegas a pensar que no hay nada ahí fuera por lo que merezca la pena respirar. Como los delfines, capaces de acabar con su vida a voluntad, los seres humanos también somos capaces de hacerlo, pero nos tomamos nuestro tiempo y podemos movernos entre el gentío sin que nadie nos pueda acusar con el dedo. «Eso sales a la calle y con los amigos y se te pasa», cuentan en los círculos más cultos de nuestra sociedad. Como esos consejos que puedes leer en el Reader’s digest.

Hace poco, con la misma sensación que tuve en 2009 de que se me torcía el gesto, busqué la ayuda de un experto y alguien me recomendó a alguien. Cuando eché un vistazo a la web, y hacia el final de un larguísimo texto que —entre otras cosas— me decía que era obligatorio acudir a la consulta con un árbol genealógico y una lista de secretos de familia, ponía que cuando la terapia acabara yo trabajaría «en directa conexión con el Espíritu Santo».

Imagen: Editorial Debate.

Imagen: Editorial Debate.

El demonio de la depresión de Andrew Solomon, es para aquellos que no buscan milagros, ni remedios mágicos (y que, sinceramente, preferirían no tener que trabajar con el Espíritu Santo). De hecho, es un libro duro porque a veces funciona como un espejo para cualquiera que alguna vez (aunque sea una sola vez) ha sentido el peso del piano de cola en la espalda y ha pensado para sí mismo que arrastrará ese peso el resto de su vida. La capacidad de Solomon para situar al espectador y al paciente en planos separados es simplemente abrumadora. Ese —puede que ingenuo mantra— «ahora hablas tú, pero ahora habla ella» que te enseña que puede que no todo el palabreo que ocupa tu cabeza sea estrictamente tuyo es en cierto modo tonificante. Al principio del libro, cuando el autor confiesa su propio paso (en repetidas ocasiones) por la ciénaga en la que te hunde esta enfermedad, recuerda un viaje al lugar donde pasó su niñez. Allí había un roble centenario, que ahora soportaba el abrazo de una enredadera. Una enredadera que había ahogado al árbol, estrangulado sus hojas hasta tal punto que era difícil decir si seguía siendo un roble. Solomon habla de ello como si él mismo fuera ese árbol, incapaz de respirar, colonizado por otra fuerza mucho mayor y más fuerte, que le controlaba y le impedía seguir siendo lo que era cien años atrás.

Solomon, considerada una de las máximas autoridades mundiales de esta disciplina que trata de descifrar por qué a veces los seres humanos somos capaces de autodestruirnos sin ni siquiera tener que apretar ningún botón y es capaz de leer cada pieza del puzle con una virulencia a veces descarnada (y son seiscientas páginas de lenguaje a veces enrevesado y a veces endemoniadamente transparente). El profesor no ofrece soluciones pero sí instrumentos, herramientas, trucos (si se quiere) para desconcertar a la maldita depresión y hacerla menos espesa, menos vírica, menos omnipresente. El conocimiento, el papel del «que te jodan» que uno debe exhibir ante una enfermedad que trata de anular todos esos instrumentos que permiten al ser humano amar y ser amado, y que sepulta su confianza hasta obligarle a creer que no solo no puede ver la luz sino que esa luz no existe.

Hay honradez (dolorosa, no es este un libro para el que pretenda encontrar la magia para salir del hoyo) en el reconocimiento de que sabemos muy poco de la depresión, de que las estadísticas no son fiables y de que incluso los mejores medicamentos pueden no funcionar igual para todo el mundo. También hay en El demonio de la depresión una profundísima reflexión sobre nuestra relación con el sufrimiento y con esa obsesión por evitarlo a toda costa. Para Solomon, sufrir es parte de la vida tanto como respirar o alimentarse: algo que debemos aprender a asumir de forma natural y cuya importancia reside en el hecho de que nadie es feliz todo el tiempo («acabaríamos siendo idiotas» mantiene Solomon, siendo difícil llevarle la contraria) y esos momentos en que lidiamos con el dolor deben utilizarse para calibrar nuestro carácter, nuestra conciencia, si deseamos llamarlo así, de forma que afrontarlo se convierta en algo casi habitual y el dolor (y sus consecuencias) se atenúen continuamente.

De hecho, sabemos tan poco de la depresión que nadie ha sido capaz de aislar las causas, ni de averiguar por qué determinados desequilibrios químicos afectan a los seres humanos de formas completamente distintas. Del mismo modo, nadie sabe exactamente qué causa el paso de la depresión leve a la severa o por qué alguien puede llegar al punto de desprenderse de su propia vida. Hasta en este punto nadie es capaz de aportar cifras concluyentes; cada uno utiliza sus propios factores analíticos y para unos el 2 % de los afectados por depresiones severas acaba suicidándose; para otros es el 5 %. «Cada uno utiliza los números para probar sus propias teorías», dice el psiquiatra.

El estadounidense, un humanista de pies a cabeza (y un tipo brillantísimo, huelga decirlo) propone algo tan simple (a primera vista) como aceptarnos en plenitud, gustarnos aunque estemos bien jodidos, encontrar la manera de molestar a la enredadera con la actitud de cantante de rock que ya ha ganado demasiado dinero y al que todo le importa tres pitos. Pero que nadie se confunda, Solomon no es un gurú de la autoayuda ni nada parecido, y uno puede intuir que las ha pasado canutas y que el demonio también le ha mirado a él más de una vez. Lo que intenta este profesor de psiquiatría es que aprendamos a reconocer al villano a simple vista, que sepamos cuándo es él quien toma las decisiones y cuándo somos nosotros los que mandamos (la depresión tiende a la dictadura, eso también queda claro leyendo a Solomon), y que consigamos atajar la enfermedad con la correcta combinación de corazón y cabeza (y sí, eso incluye medicinas y químicas varias en diversas ocasiones, no hay deshonor o vergüenza en ello, como no la hay en sufrir de ansiedad o sentir que nos falta el aire). Y Solomon, un señor extremadamente honesto, propone salir del armario, no tener miedo de hablar de lo que nos sucede, no esconder que estamos de barro hasta el cuello. Porque como decía el doctor Seuss: «Be who you are and say what you feel, because those who mind don’t matter and those who matter don’t mind».

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La enfermedad de Nash

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John Forbes Nash. Foto: Peter Badge (CC)

John Forbes Nash. Foto: Peter Badge (CC)

El pasado 23 de mayo fallecieron en un terrible accidente de tráfico el matemático John Forbes Nash y su esposa Alicia Hardé. La muerte de Nash, el más famoso de los matemáticos, nos ha arrebatado la posibilidad de conocer algo más sobre una de las personalidades más enigmáticas de los últimos tiempos. Su vida se tejió entre tantos fulgores, oscuridades y contradicciones que acabaron por difuminar la esencia de un personaje que, más que a las matemáticas, debió el reconocimiento social a su recuperación de la esquizofrenia, la más grave de las enfermedades mentales.

Siendo ya famoso tras haber ganado el Premio Nobel en 1994, fue la película Una mente maravillosa dirigida por Ron Howard en 2001 la que se encargó, con la potencia emocional que arrastra la imagen, de lanzarle al estrellato. Hollywood no desperdició la oportunidad de rentabilizar tan conmovedora historia y apuntalar uno de sus temas más queridos: el que trata de unir la genialidad con la locura, la capacidad creativa con los demonios personales. Así, gracias a la impostura pergeñada por Ron Howard, J. F. Nash (vía Russell Crowe) pasó a pelear por el trono de «genial orate» con el pintor Vincent Van Gogh, «el loco del pelo rojo», que siempre será para nosotros el actor Kirk Douglas. Es cierto que bajo el sufrimiento mental se atisban a veces chispas de excelsa creatividad pero esto no contradice el hecho mucho más frecuente de que la mayoría de los grandes creadores lo son pese a esa clase de problemas y no gracias a ellos.

A John Forbes Nash le dieron el Premio Nobel en 1994 cuando tenía sesenta y seis años, básicamente por una tesis doctoral de veintisiete folios presentada en 1949, a la edad de veintiún años. En dicho trabajo, con aportaciones geniales al decir de los expertos, Nash revolucionó la llamada «teoría de juegos» y la teoría económica del momento: el llamado «equilibrio de Nash» pasó a explicar lo que Adam Smith llamaba «la mano invisible de los mercados». Esos mismos expertos sostienen que muy probablemente no le hubiesen dado el Premio Nobel si no hubiese mediado su recuperación de una enfermedad mental grave.

En 1998, la escritora Sylvia Nassar, especializada en economía, publicó una biografía sobre J. F. Nash titulada Una mente prodigiosa. Dicha biografía, realizada con un notable respeto por los hechos y un gran esfuerzo investigador pero con muchas cuestiones no resueltas sigue siendo la principal fuente de conocimiento para acercarse a saber quién fue un día J. F. Nash como persona. Nash, que no concedió ni una sola entrevista a la autora, desautorizó el trabajo de Nassar aunque sí colaboró con ella su esposa Alicia, que luego también la criticaría.

Sobre la obra de Nassar creció la película de Ron Howard, que, protagonizada por Russell Crowe, ganaría cuatro premios Óscar en 2001, entre ellos el de mejor película, y convirtió a J. F. Nash en un héroe de leyenda. John Nash y su señora se mostraron mucho más conformes con el trabajo de Howard. La película se convirtió en un emblema en el ámbito de los trastornos mentales para profesionales, familiares y enfermos. Pero la mixtificación que en la cinta se hace de la figura del matemático junto con ciertas ocultaciones de su pasado generaron un clima de desconfianza y de misterio en torno a la verdadera historia de John Forbes Nash. En palabras del crítico de cine Ángel Fernández-Santos: «un asunto tan delicado como la demencia de John Nash es una tarea que pide jugar limpio y con las cartas boca arriba. Pero Howard lo hace con las cartas boca abajo y marcadas». Los años han demostrado que Fernández-Santos aún se quedó  corto calificando el desatino ficcional del avispado cineasta Howard.

Hay tres situaciones de las que Sylvia Nassar da cumplida cuenta en su libro que Ron Howard no toca en su película y que John Nash siempre negó u ocultó: la muerte de un amigo durante la adolescencia, su presunta inclinación homosexual y la culpa que su madre le endilgó sobre la repentina muerte de su padre. El problema es que estos «olvidos» de Howard no tienen que ver con un simple maquillaje del personaje sino que niegan algo tan básico como la influencia de los acontecimientos vitales estresantes en la conducta humana y por ende, en la génesis de los problemas mentales. Nos queda así, también según Fernández Santos, «el drama de una vida vivida que se sufre bien hasta la lágrima final». La realidad es que, según Sylvia Nassar y la mayoría de coetáneos, la vida de Nash y de sus familiares transcurrió casi siempre bordeando ora el sufrimiento ora el espanto.

John Forbes Nash nació en Bluefield, Virginia occidental, en 1928. Su infancia se corresponde con la de lo que hoy llamamos «un niño superdotado» para los estudios: fáciles aprendizajes y pocos amigos. Así, en su adolescencia solo mantenía relación con dos compañeros de su edad. Un día el joven Nash, que tenía interés por la química, instaló en el sótano de su casa un laboratorio donde fabricó explosivos. No se sabe bien cómo uno de sus dos amigos se puso manipular a solas aquellos preparados. La mezcla hizo explosión y lanzó unos cristales contra el muchacho seccionándole la arteria femoral. Murió desangrado. Los padres del otro amiguete lo enviaron a una academia militar con la expresa intención de que dejase de tratarse con Nash, que tenía entonces quince años. Este episodio tan desasosegante para un adolescente no lo incluye Howard en su película. Al año siguiente, Nash se traslada al Instituto de Tecnología de Pittsburgh. Los problemas se agudizan y empieza a presentar alteraciones emocionales y conductas infantiles, llamadas «regresivas» en lenguaje técnico, sobre todo en lo que concierne a una sexualidad que vive como confusa o ambigua, algo muy típico de las psicosis. Parece ser que sus compañeros empiezan a llamarle «Homo». Pero su gran proyección como científico «genial» le permite ir salvando la cara ante las relaciones sociales, para las que se muestra muy limitado. En 1948 opta entre varias universidades que le pretenden y se va a Princeton para dedicarse a las matemáticas. Allí coincidirá con Von Neumann, padre de la teoría de juegos, con Einstein y con Oppenheimer, creador de la bomba atómica. Pero presenta excentricidades y retracciones autísticas cada vez más frecuentes. En 1949 lee su tesis doctoral que causa una gran impacto entre los matemáticos y que le reporta una fama tras la que oculta su aislamiento social. Finalizada la etapa universitaria se traslada como profesor al MIT. Allí se le conocen varias relaciones homosexuales aunque acaba estableciendo una relación con una enfermera, Elaine Stier, con la que tendrá un hijo en 1953, John David, del que se desentiende. Al poco, Nash es rechazado en la atractiva corporación RAND para científicos por «escándalo público», lo que le supone un duro golpe. Sigue dando clases en el MIT y en 1957 se casa con una de sus alumnas, una estudiante de Físicas salvadoreña llamada Alicia Larde. Poco antes de la boda los padres de John se enteran de que tiene un hijo del que no se ocupa. Su padre intenta por todos los medios que el estirado y autista profesor reconozca al pequeño John David, a lo que se niega. El padre sufre un infarto de miocardio y fallece. Su madre le acusará de ser el causante de esa muerte.

En 1958 Alicia queda embarazada y nace su primer y único hijo, John Charles.

En 1959 la esquizofrenia estalla con todos sus síntomas y Nash ha de ser ingresado en un hospital psiquiátrico casi dos meses. Creía, entre otros disparates, que le perseguían unos comunistas y que estaba destinado a ser el emperador de la Antártida. Su precaria estabilidad se desmorona. Pasa varios años entre terrores persecutorios que le llegan como alucinaciones auditivas o ideas delirantes. Son frecuentes los ingresos en hospitales psiquiátricos, algunos de ellos involuntarios, solicitados por Alicia. Le aplican los remedios de la época: electroshock, comas insulínicos y las incipientes medicaciones neurolépticas. Nada parece dar resultado. En 1962 Alicia se divorcia, aunque hacia 1970 volverá a admitir al enfermo en su casa de Princeton Junction. En la biografía de J. F. Nash aparece como crucial el papel de Alicia Lardé, la mujer que tomó las decisiones más importantes para él, su hada guardiana, la eterna cuidadora que no solo hubo de recogerle de la calle en estado casi vegetativo y soportar sus desplantes y demás alteraciones conductuales sino afrontar el hecho aún más terrible de que el hijo de ambos, John Charles, sufriese la misma enfermedad que el padre.

Russell Crowe como John Nash en Una mente maravillosa. Imagen: Universal Pictures.

Russell Crowe como John Nash en Una mente maravillosa. Imagen: Universal Pictures.

Durante dos décadas, los años setenta y ochenta del siglo pasado, Nash se hunde en el autismo y en el abandono. Es un personaje marginal que pulula por el campus de Princeton, recogiendo colillas o pidiendo unos dólares. Su presencia era tolerada por respeto a su pasado. Los matemáticos más jóvenes, aunque conocían su trabajo, lo daban por «muerto». Son, sin embargo, lo que Alicia definirá como las «decádas de la vida tranquila». Así hasta 1989, año en que su conducta comienza a variar. Poco a poco vuelve a entablar diálogos coherentes y educados con la gente. Vuelve a interesarse por las matemáticas. Contacta con antiguos compañeros que asisten atónitos a su resurrección. Hasta que, una tarde de octubre de 1994, su amigo Harold Kuhn, tal vez su compañero más constante, le dice en su despacho de Princeton que a la mañana siguiente recibirá una llamada de Estocolmo donde se le anunciará que ha ganado el Premio Nobel junto con otros dos sabios: Selten y Harsanyi.

Nash recibe la noticia sin demasiado alboroto pero su vida ya no será la misma. En la ceremonia de entrega de los premios, en Estocolmo, se niega a hablar de su vida y de sus problemas mentales.

La primera vez que Nash habla abiertamente de su recuperación es en el X Congreso Mundial de Psiquiatría celebrado en Madrid en 1996. Nash pasó a ser el referente de la campaña contra el estigma social de las enfermedades mentales de la Asociación Mundial de Psiquiatría. Así lo proclamó la entonces presidenta de la WPA, la coreana Felice-Lieh-Mak, al denominarlo «símbolo de esperanza» para todos los que sufren dolencias similares.

Nash habla en Madrid de su enfermedad pero lo hace para cuestionar lo que los demás llaman recuperación. Él, en el fondo, aunque es consciente de su mejoría, no se siente recuperado porque no puede volver a trabajar en lo que le siempre le ha gustado. No puede volver a producir trabajos originales. Y a la vez hace patente el terrible dolor que sufre quien recobra la razón y recuerda los abismos visitados.

En el año 2001, tras el engolado biopic de Ron Howard, la vida de J. F. Nash sufrirá otro y aún más importante cambio. Las demandas de conferencias y de apoyo a la causa de los enfermos mentales son incontables. Se suceden los viajes de ambos, casi siempre acompañados por su hijo John Charles, también brillante matemático y también enfermo de psicosis esquizofrénica desde 1986.

John Forbes Nash visitó España con cierta frecuencia. Un servidor tuvo la oportunidad de verle intervenir en Madrid en congresos de Psiquiatría al menos un par de veces más: en el año 2006 y en el año 2008, traído por Juan José López Ibor. En el año 2007 estuvo en Santiago de Compostela para hablar de su tema, de la «teoría de juegos en economía».

Durante los últimos años el matrimonio Nash ha seguido dedicado a esparcir por el mundo ese «símbolo de esperanza» en que se transformó el Premio Nobel de Economía. Últimamente su gran preocupación era que su hijo John Charles tuviese la mejor asistencia sanitaria posible porque también sufrió un cáncer. Estaban muy involucrados en varias asociaciones de apoyo a los enfermos mentales. Alicia se convirtió en una buena portavoz de la necesidades de estos pacientes generalmente desfavorecidos por el sistema sanitario. A ese respecto es muy ilustradora la entrevista que le hizo Susan K Livio en el año 2009.

En ella Alicia enfatiza la importancia de reforzar en Estados Unidos la atención psiquiátrica a cargo de equipos de tratamiento asertivo comunitario, que fue la terapia que recibió su hijo durante los peores años de su enfermedad con buenos resultados. La salud de John Charles y, sobre todo, qué sería de él cuando ellos faltasen pasó a ser la diaria obsesión de unos padres ancianos. Y así les sorprendió la muerte.

Desde el punto de vista psiquiátrico la evolución clínica de John Forbes Nash cae dentro de los parámetros esperables. Los estudios de seguimiento de enfermos con esquizofrenia se hacen durante periodos de veinte a treinta años. Y la mayoría de ellos informan de recuperaciones en un 60-70% de los casos. Así pues el caso de Nash no es un caso raro en cuanto a la estadística aunque sí lo fue en cuanto a la forma de producirse, tras muchos años de una evolución maligna. Ello nos informa del relativo poder de predicción que tiene un diagnóstico de esquizofrenia, que no puede ser un diagnóstico definitivo ni lapidario.

En cuanto a la calidad de dicha recuperación surge la controversia. En este sentido John Nash ha sido sincero, aunque la imaginación de Hollywood se empeñase en hacerle enloquecer dos veces mostrándole como «totalmente curado». Nash siempre dijo que había mejorado pero no lo suficiente para volver a un nivel de funcionamiento similar al de los compañeros de su edad. Las veces que yo le vi y escuché en persona, y es una impresión compartida, la realidad no desmentía sus declaraciones al respecto.

Lo que la adulteración ficcional de Howard lanzó al ruedo tiene el peligro añadido de fomentar dos tópicos tan falsos como manidos en el terreno de la asistencia psiquiátrica, especialmente desde la proliferación de las redes sociales: la no existencia de la enfermedad mental y el hecho de que los tratamientos farmacológicos destruyen las neuronas. Lo que no es moco de pavo.

En la diseminación acrítica de este último meme tiene cierta responsabilidad el propio John Forbes, que afirmó en repetidas ocasiones que «desde 1977 no tomó ni un solo psicofármaco y que su curación se debió tanto al control racional de sus ideas delirantes como a los cambios hormonales propios del envejecimiento», aspectos ambos indemostrables. Es lo que su esposa Alicia englobó en su famosa frase de que «la curación se debió sobre todo a llevar una vida tranquila».

Este es uno de los momentos en los que, revisando sus declaraciones, parece que John Forbes Nash no manejó bien la fama y dejó muchos cabos sueltos en terrenos que requieren de una especial cautela a la hora de hacer afirmaciones. Como cuando hablaba de que buscando la racionalidad como ideal encontró la locura o de que la locura es un sueño del que se entra y se sale. Chorradas geniales, pero chorradas. El hecho es que ya no podremos aclarar ciertos interrogantes sobre la personalidad de Nash y sobre el verdadero alcance y duración de su dolencia. Dudas que si estuviesen resueltas evitarían muchas discusiones entre pacientes, familiares y profesionales. Y, en parte, la sombra de la duda nos acompañará porque tratábamos más a menudo con «el personaje creado por un prestidigitador que mezcló sin tino a seres reales con fantasmas interiores» (Ángel Fernández-Santos, otra vez) que con un ser humano de carne y hueso. Ya nunca sabremos cuándo actuaba John Forbes Nash y cuándo le dominaban las «esquinas sombrías de su alma».

La entrada La enfermedad de Nash aparece primero en Jot Down Cultural Magazine.

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