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Más miedo que la muerte

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Fotografía: Tim Vrtiska (CC).

Albert Camus escribió en El mito de Sísifo que el único problema filosófico serio es el suicidio. Es fácil estar de acuerdo con esta afirmación, por eso resulta chocante que el suicidio sea un tema del que no se habla. Se evita porque es aterrador, como si al no mencionarlo dejase de existir. Un reflejo normal, pero cuyo efecto es el contrario: evitar nombrarlo lo hace más presente, como el elefante en la habitación, y produce todavía más miedo. O, en palabras de JK Rowling, «El miedo a un nombre aumenta el miedo a la cosa que se nombra» (Dumbledore, en Harry Potter y la piedra filosofal).

En España se suicidan unas tres mil seiscientas personas cada año. Eso son cerca de diez al día. Una cada dos horas y media. Para hacerse una idea de la magnitud del problema, baste recordar que la cifra de muertes anuales en accidente de tráfico ronda actualmente en torno a un tercio de esa cifra. Según la OMS, ochocientas mil personas se suicidan anualmente en todo el mundo. Las cifras pueden presentarse de una gran cantidad de formas impactantes. Por ejemplo: cada cuarenta segundos hay un suicidio y por cada uno de ellos hay otros veinte intentos. En 1998 el 2% de las muertes en todo el mundo fueron suicidios, por delante de las guerras y los homicidios.

Podríamos seguir dando cifras dramáticas. Sin embargo, lo verdaderamente terrible es que buena parte de estas muertes son evitables. Corresponden a personas con depresiones sin diagnosticar o sin tratar de forma adecuada.

Para quien no ha sufrido una depresión es complicado entender qué puede pasar por la cabeza de una persona deprimida que intenta suicidarse. No todas las personas que se quitan la vida comenzaron estando deprimidas ni todas las depresiones acaban en intento de suicidio, pero son los intentos de suicidio como resultado de una depresión los que se van a intentar explicar aquí. Por supuesto, sin pretender que todos los casos sean como aquí se describen, pero sí exponiendo una serie de características comunes muy frecuentes.

La depresión suele ser una distorsión en la percepción de la realidad que hace que quien la padece le tenga miedo a la vida, concretamente a su propia vida. Es un pánico irracional pero que para para quien lo siente es real, y eso es lo que importa. La realidad de cada uno en cada momento es tal y como la percibe cada uno en cada momento.

El suicidio como resultado de una depresión no es ni valiente ni cobarde, sino un acto de pura desesperación. David Foster Wallace lo describió con una imagen muy gráfica en La broma infinita como algo similar a estar al lado de una ventana en un edificio en llamas. No es que uno quiera tirarse por la ventana, es que no tirarse es aún peor. Tirarse es el mal menor. No se trata de querer morir sino de no querer vivir.

La idea de la muerte no es tentadora, ni siquiera deja de aterrarnos: la muerte sigue dando el mismo miedo que en cualquier otro momento. Lo que ocurre con la depresión es que la vida puede dar más miedo aún. Pensar en tirarse por la ventana sigue siendo igual de pavoroso que cuando no hay incendio, pero el incendio resulta todavía más horrible. Se tiende a dar por supuesto que nada asusta más que la muerte, pero sí hay algo que puede hacerlo, y ese algo es la vida.

La analogía del incendio era tan buena que, por desgracia, cinco años más tarde se hizo literalmente realidad durante los atentados del 11-S, cuando hubo gente que se arrojó al vacío desde las Torres Gemelas. Esas personas le tenían el mismo pánico a tirarse que habrían tenido cualquier otro día, pero el temor al fuego lo superó. David Foster Wallace vivió para verlo, pero se suicidó en 2008. Sin duda sabía de lo que hablaba.

En la gravedad de la depresión existe una gran variedad de grados, tanto entre cada caso como entre las fases dentro de un mismo caso. Durante una depresión de gravedad media se puede llegar a los escalones previos al último. En ese estado la persona deprimida piensa en cómo se suicidaría si lo hiciera, y siente que no perdería nada que valiera la pena por hacerlo. Porque esa es su percepción distorsionada de la realidad: que en lo que le queda de vida nunca va a estar mejor, y probablemente va a estar peor. Es como si el tiempo desapareciera y las cosas fueran o eternas o instantáneas, sin términos medios.

El primer freno ante el suicidio es el sufrimiento de los seres queridos, cuando se tienen. Acordarse de ellos y pensar en el daño que se les haría, por la pérdida que les crearía pero también por las reacciones normales que tendrían de sentimiento de culpa (pensar que pudieron hacer algo por evitarlo y no lo hicieron) y de rabia hacia la persona que se ha suicidado por haberlo hecho. Sin embargo, en el último escalón de la depresión, en los casos más graves, la distorsión de la realidad hace que se olvide que existen esas personas queridas o, en el peor de los casos, que la persona deprimida esté convencida de que estarán mejor sin ella.

Por tanto, el último escalón es el intento de suicidio. Sería temerario e irresponsable explicar qué se siente en el instante exacto en el que una persona se intenta quitar la vida, además de una falta de respeto hacia quienes lo han hecho. Se habla de vacío, de desesperación, de alivio… Cada intento de suicidio es un mundo porque cada persona es un mundo. Quien lo consigue no puede contarlo, pero quien sobrevive sí puede que sepa lo que sentía, si es que sentía algo. Otra cosa es que lo recuerde, o que quiera expresarlo, o que pueda, porque algunas experiencias son indescriptibles.

En El demonio de la depresión, de Andrew Solomon, hay un capítulo dedicado al suicidio en el que aparece una cita de Nietzsche: afirmaba que la idea del suicidio mantiene vivas a las personas deprimidas en sus peores momentos. Esto, que puede parecer paradójico, es totalmente cierto. La idea del suicidio es un alivio. Saber que siempre queda esa posibilidad como último recurso ayuda a aguantar. Pensar que si se deja pasar este minuto, esta hora o este día siempre se podrá hacerlo más tarde es algo que da fuerzas para atravesar este minuto, hora o día.

Solomon asegura que nada le horroriza más que el pensamiento de que en algún momento pudiera verse privado de la capacidad de suicidarse. En la imagen del incendio sería como si le pusieran una reja en la ventana cuando las llamas le rodean. También afirma que no está dispuesto a prometer que nunca va a volver a intentar suicidarse. Podría añadirse que, por muy bienintencionado que sea no se debe forzar tampoco a nadie a prometer tal cosa, porque no solo no ayuda sino que puede ser contraproducente.

Contaba también Foster Wallace en su relato «La persona deprimida» que la protagonista «tenía un terrible e interminable dolor emocional, y la imposibilidad de compartir o articular su dolor era, en sí mismo, un factor que contribuía a su horror esencial». La depresión aísla a la persona deprimida y puede llegar a hacerle creer cosas como que nunca nadie en la historia de la humanidad se ha sentido como ella. Cuando se está pasando por un infierno uno de los pocos alivios que pueden quedar es el de saber que no se está solo. Que otras personas han pasado y están pasando por lo mismo, y algunos además saben describirlo.

Contra la depresión no se lucha. La jerga bélica, por desgracia tan extendida, puede hacer mucho daño a quien está deprimido. Si de verdad fuera una lucha significaría que hay quien la pierde, y si la pierde es porque es cobarde o débil o tiene poco aguante. En todo caso, la depresión es una guerra entre el miedo a vivir y el miedo a morir, y la mente de la persona deprimida es el campo de batalla. Que alguien sobreviva no significa que sea mejor ni más fuerte que alguien que no, porque no hay dos depresiones iguales, ni dos personas iguales, ni dos conjuntos de circunstancias vitales iguales.

La persona deprimida se mueve entre dos extremos en lo que respecta a contar o no lo que le llega a pasar por la cabeza: si no lo cuenta parece que no le pase nada, que se queje sin motivo y se lo invente todo o lo exagere; si lo cuenta (ideas suicidas especialmente, si las tiene) siente como si estuviera haciendo chantaje emocional o exhibicionismo. Si habla, mal. Si no habla, mal.

Cuando se está deprimido no se tienen todos los síntomas en todo momento, pero la persona deprimida consigue sentirse culpable por todo, incluso el no estar lo bastante deprimida. Es decir, el no dar la imagen correcta de persona deprimida. Se siente mal por estar deprimida, pero si tiene un rato o un día de tregua, o sonríe, o incluso se ríe en algún momento, se siente también mal por sentirse un poco mejor, porque entonces piensa que tan mal no estará, o que ya está bien y está fingiendo y quejándose de vicio, con lo cual le suele resultar difícil aprovechar esos momentos de descanso que a veces da la enfermedad.

Muy pocas personas que no hayan estado deprimidas saben cómo ayudar a quien lo está. Son frecuentes los consejos bienintencionados que solo hunden más al deprimido. Aconsejar, recomendar, o incluso simplemente sugerir salir a la calle a quien le aterra salir de casa solo hace que se sienta aún peor por no ser capaz de hacerlo. Es atarle un bloque de cemento a quien se está hundiendo, diciéndole que es un salvavidas. El mensaje que recibe el enfermo de este tipo de consejos es «estás así porque quieres, no te esfuerzas lo suficiente». El resultado es que la persona deprimida se siente aún peor, como si estuviera mal por su culpa, porque no hace lo suficiente por salir del pozo en el que se encuentra.

A menudo un cambio sustancial es variar los consejos por preguntas tan sencillas como ¿qué necesitas?, ¿hay algo que pueda hacer para que te sientas mejor?, ¿quedarme contigo?, ¿quedarme en la habitación de al lado para que sepas que si me necesitas estoy ahí?… La persona deprimida suele estar aterrada al mismo tiempo ante la idea de estar sola y también de estar con gente, lo cual descoloca a quienes tratan de ayudar.

Lo mejor, y lo único que se puede hacer en muchos casos cuando no se es profesional de la salud mental, es limitarse a escuchar lo que la persona quiera decir, si es que quiere decir algo, y acompañarla. Conviene evitar especialmente cualquier consejo que empiece por «Lo que deberías hacer es…». Porque sea lo que sea lo que vaya tras los puntos suspensivos si no lo hace es porque no puede. Sencillamente no puede. Quien se acaba de romper una pierna no puede correr por mucho que se lo recomienden o le digan lo bien que le sentaría.

Es decir, el mecanismo no es «haz cosas y estarás mejor», sino más bien «cuando estés mejor harás cosas». Lo primero que necesita una persona deprimida es quitarse de encima la presión, las prisas y los plazos. La depresión es como una tormenta. No puedes hacer nada para que pare. No está en tu mano. Solo puedes buscar refugio y esperar. Sami Moukaddem lo explica muy bien: si te atrapa una corriente e intentas nadar contra ella te agotarás y te ahogarás. La única salida es dejarte arrastrar por ella y cuando te deje en paz buscar el camino a la orilla.

Afirmó Mark Henick durante una charla sobre sus intentos de suicidio que «lo que importa no es lo que sabes sino lo que sientes». Es otra forma de decir que la realidad de cada uno es cómo la percibe. Uno puede saber de forma racional que no es un inútil, que su vida no carece de sentido y que sus miedos son absurdos, infundados y hasta ridículos, pero no importa lo que sepa si es eso lo que siente. Es más, saber que sus miedos resultan ridículos a ojos de los demás también contribuye a que se sienta peor, alimentando el círculo vicioso. Cuando Mark cuenta la sensación que tenía desde el otro lado de la barandilla del puente del que se iba a tirar dice: «He tenido pocas elecciones en mi vida, pero esta era ciertamente una. Necesitaba algo, cualquier cosa, de la cual estar completamente seguro. En aquel momento toda mi vida estaba bajo mi control». Su testimonio es una de las descripciones más descarnadas de los mecanismos mentales y emocionales del suicidio. No en vano lleva por título el muy explícito «Why we choose suicide».

La OMS ha comprobado que hablar del suicidio no solo no incrementa el número de suicidios sino que lo reduce. Siempre que se haga bien, sin romantizarlo ni demonizarlo. No es admirable ni heroico, pero tampoco un pecado ni un crimen. No es algo de lo que enorgullecerse ni avergonzarse. Es simplemente el resultado de un instinto humano muy básico, el de huir del sufrimiento. Ante dos cosas que nos hacen sufrir y/o nos dan miedo, elegimos el mal menor. Por eso lo peor que se le puede hacer a quien ha sobrevivido a uno o varios intentos de suicidio es hacerle sentir vergüenza o culpa por ello. Eso destroza aún más su ya aniquilada autoestima y puede hasta contribuir a un nuevo intento. La vergüenza y la culpa por tener ideas suicidas incrementan el sufrimiento, y el suicidio acaba con todo sufrimiento, incluido el que genera la culpa por tener ideas suicidas. De nuevo el círculo vicioso. Por eso conviene no forzar a nadie a prometer que nunca se va a suicidar.

Para intentar acabar con un problema, o paliarlo dentro de lo posible, es evidente que el primer paso es conocerlo, entenderlo y visibilizarlo. Se debe procurar por todos los medios que quien piensa en suicidarse sepa que no está solo. Que no crea que está loco y mantenga esa idea en secreto. Que no tenga miedo de contarlo y pedir ayuda, porque eso solo aumenta su aislamiento y empeora su estado. Cuando una persona se nota un bulto lo normal es que piense «podría ser un tumor, voy al médico». Si le duele una rodilla dirá «quizá tenga algo roto, voy al médico». Pero a día de hoy aún hay muchísimas personas que se encuentran lo bastante mal como para sentir que no tienen ganas de vivir o incluso que tienen ganas de morir, y aun así no recurren a un psicólogo ni a un psiquiatra. Que esto siga ocurriendo en pleno siglo XXI es lamentable.

No existe ninguna división entre dos tipos de personas: las que intentan suicidarse y las que no, o las que se deprimen y las que no. La depresión es como el cáncer o un accidente de tráfico. Puede pasarle a cualquiera. Aunque unos tengan más números que otros por factores genéticos, nadie está libre.

Nos concierne a todos, no solo por solidaridad con quien le toca sino porque podría tocarnos a todos. La mayor parte de las personas que se deprimen vivieron mucho tiempo pensando que algo así jamás podría pasarles a ellas. Hasta que les pasó.

De nada sirve prohibir a nadie que se suicide, ni hacerle prometer que no lo hará. Solo podemos intentar que su vida, y sobre todo su percepción de la misma —es posible que haya poco que mejorar objetivamente, de hecho son frecuentes los casos de personas deprimidas cuyas vidas son aparentemente perfectas—, mejoren para que las ideas suicidas se disipen. Mediante terapia, medicación o una combinación de ambas, y contando con el apoyo, la comprensión y el acompañamiento de las personas de su círculo más cercano. Porque para intentar evitar que alguien rodeado por el fuego se tire por la ventana podemos optar por taparla con una reja o podemos intentar apagar las llamas.


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