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Channel: psiquiatría – Jot Down Cultural Magazine
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La carne de dios

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Psilocybe species include P. baeocystis (left) and P. pelliculosa (right). Fotografía: Mushroom Observer (CC)

Psilocybe baeocystis (izquierda) y Psilocybe pelliculosa (derecha). Fotografía: Mushroom Observer (CC)

La psilocibina es un compuesto psicodélico presente en unas ciento ochenta y seis especies de hongos. La mayor concentración se encuentra en varias especies del género Psilocybe pero se ha identificado en otros doce géneros más. Tras su ingestión, nuestro organismo transforma la psilocibina rápidamente en psilocina, una molécula psicoactiva que actúa sobre los receptores cerebrales de serotonina y genera alucinaciones, euforia y trastornos de la percepción; aumenta la emotividad, favorece la capacidad de introspección y genera un recuerdo muy vívido de algunas memorias. También pueden experimentarse reacciones negativas tales como náuseas, nerviosismo o dolores de cabeza y en algunas personas puede ser aún peor, con ataques de pánico o paranoia. La duración de los efectos está entre dos y seis horas, pero como también altera la percepción del tiempo los consumidores lo viven como que ha pasado mucho más. Un estudio realizado sobre ciento diez voluntarios sanos que recibieron de una a cuatro dosis de psilocibina concluyó que experimentaron «cambios profundos en el estado de ánimo, en la percepción y en el pensamiento y valoraron la experiencia como placentera, enriquecedora y no amenazante».

Los «hongos mágicos» tienen una historia bien delimitada en dos etapas y no necesariamente una es la continuación de la otra. En la primera parte, antes de mediados del siglo XX, su consumo estaba unido a un ámbito ritual y se buscaba una comunión con los espíritus. Hay pinturas murales en el Sáhara donde se observan figuras con algo que parecen setas en sus manos y recubriendo toda su piel. En un mural de unos doce metros situado en un abrigo rocoso del yacimiento de Selva Pascuala (Villar del Humo, Cuenca) hay otras formas poco definidas y se ha planteado que podría tratarse de una transición de setas a hombres, algo que podría estar relacionado con el consumo de Psilocibe hispanica en esa zona. Ya en épocas históricas, las setas psilocibias eran un componente importante de la culturas americanas, en particular de los aztecas. Los clérigos españoles persiguieron el consumo por los indígenas mexicanos y lo trataron como un asunto diabólico, identificando correctamente que era parte de la comunión de las culturas precolombinas con sus divinidades —el nombre en nahuatl, el lenguaje de los aztecas, es teonanácatl, la carne de dios— y, precisamente por eso, buscando acabar con ello. A pesar de siglos de prohibiciones y persecuciones, las setas psilocibias siguen formando parte de rituales religiosos de distintos grupos étnicos incluyendo los nahuatls, los matlatzinca, los totonacs, los mazatecas, los mixes, los zapotecas y los chatino.

La segunda etapa, que podríamos llamar recreativa, se inicia en la segunda mitad del siglo XX y el consumo sigue pautas muy diferentes: se realiza por personas de países desarrollados o de los mismos países pero sin una conexión espiritual ni cultural, en un lugar no simbólico, sin la presencia de alguien que actúe como guía (el chamán) que es el que regula qué y cuánto se consume. En el primer caso se trata una ceremonia que se considera el acto más sublime del grupo, donde se recibe a los dioses o se hace uno con ellos, y donde el componente espiritual es una parte fundamental y necesaria. En la versión moderna, el consumo es recreativo y va frecuentemente unido a ilegalidad, a tráficos y consumos de sustancias prohibidas. En 1957, un banquero y micólogo aficionado, R. Gordon Wasson, y su esposa Valentina describieron sus experiencias de ingestión de hongos con psilocibina durante una ceremonia tradicional en México, publicando un artículo en la revista Life titulado «Seeking the Magic Mushroom» («Buscando el hongo mágico»). En un segundo viaje les acompañó Roger Heim, director del Museo Nacional de Historia Natural de París, quien identificó las especies de setas utilizadas y envió unas muestras al químico Albert Hofmann, que trabajaba en Sandoz y había conseguido fama mundial al sintetizar el LSD en 1938. A este grupo se unió Timothy Leary, profesor en la Universidad de Harvard que ayudó a popularizar la psilocibina y a defender sus posibles usos terapéuticos. Como había sucedido en la época de la colonia, las autoridades norteamericanas y europeas también ilegalizaron su consumo, posesión y venta, siendo clasificadas como drogas de tipo 1, que son las que tienen un alto potencial de abuso y ningún efecto terapéutico.

A pesar de este estigma, se han hecho diversas investigaciones sobre los principios activos de las setas psilocibias y sus efectos. Griffiths y su grupo hicieron un ensayo clínico con psilocibina en treinta y seis personas que nunca habían tomado un alucinógeno pero que participaban en prácticas religiosas o espirituales. Los voluntarios fueron evaluados durante el tratamiento, poco después y dos meses más tarde, y unos tomaron psilocibina y otros un placebo activo: metilfenidato (Ritalin). El Ritalin produce un efecto estimulante pero no alucinógeno, y se usó porque si se hubiera tomado un compuesto inactivo como control los usuarios habrían identificado con rapidez en qué grupo participaban y se habría dado un sesgo en sus respuestas. A los dos meses, los participantes valoraron la experiencia con la psilocibina como algo muy significativo en el plano personal, con un intenso componente espiritual y atribuyeron a esta experiencia cambios positivos en su actitud ante la vida. Una nueva evaluación un año después hizo que los participantes describieran su experiencia con la sustancia fúngica como una de las más significativas personal y espiritualmente de sus vidas y consideraron que había mejorado su bienestar y su satisfacción con su propia existencia. Para confirmar este efecto, los investigadores entrevistaron también a familiares, amigos y compañeros de trabajo de las personas que habían participado, llegando a la conclusión de que estos cambios eran consistentes con las puntuaciones que les daban los familiares, amigos o colegas de cada participante; es decir, habían cambiado y había sido para mejor. Es una evaluación chocante por dos motivos, por un lado porque se producen cambios duraderos en el tiempo con una experiencia puntual y, por otro, por esa clasificación de la psilocibina entre las drogas de tipo 1, las más peligrosas y dañinas.

DETALLE del panel 1 de la pintura prehistórica de Fuente de Selva Pascuala (Cuenca, España): probables hongos alucinógenos.

Detalle del panel 1 del yacimiento de Selva Pascuala (Villar del Humo, Cuenca). Fotografía:  Giorgio Samorini (CC)

Un segundo grupo de estudios, incluyendo varios ensayos clínicos, se ha centrado en las posibilidades terapéuticas de la psilocibina. La base de datos norteamericana de ensayos clínicos (accedida el 14 de noviembre de 2015) recoge quince estudios realizados o en realización con esta molécula donde se investigan sus posibles beneficios para los pacientes con cáncer, para las crisis de ansiedad, para dejar la adicción a drogas como el alcohol o la cocaína y para mejorar la psicología y eficacia de líderes religiosos, como si pudiéramos tener chamanes de laboratorio. Un par de estudios recientes se han centrado en pacientes con estados avanzados de varios tipos de cáncer y un diagnóstico de un trastorno de ansiedad. Los resultados estadísticos permitían concluir que la psilocibina generó una disminución de la ansiedad y una mejoría en el estado de ánimo de estos pacientes.

El tercer ámbito de actividad en el que la psilocibina parece una molécula prometedora es en el tratamiento de la depresión. La psilocibina se une a los receptores serotonérgicos 1A/2A/2C y hace que la respuesta de la amígdala cerebral a los estímulos negativos o neutros se atenúe y eso genera una mejora del estado de ánimo en las personas deprimidas. La psilocibina actúa también sobre la corteza anterior del cíngulo, una zona que muestra cambios de actividad en personas con depresión y el tratamiento lo normaliza. Las personas con depresión tienen un exceso de actividad en la llamada «red neuronal por defecto» y así están todo el tiempo rumiando sobre ellos mismos, su nulo valor, sus fallos, su maldad, los fracasos vividos y los fallos cometidos. La psilocibina parece actuar también a este nivel, deteniendo lo que se conoce como rumiación obsesiva y mejorando la autoestima de los pacientes. Los primeros ensayos clínicos con la sustancia vieron que los voluntarios que participaban en el estudio se sentían de mucho mejor ánimo unas pocas semanas después, aunque prácticamente ningún laboratorio farmacéutico está dispuesto a participar en el estudio por las dificultades administrativas y legales que implica trabajar con una sustancia controlada.

Los cambios que la psilocibina genera en el cerebro se asemejan también a otro proceso natural de la mente: la creación de sueños. Tras inyectar psilocibina a quince voluntarios y meterlos en un escáner de resonancia magnética funcional, Robin Carhart-Harris y sus colegas del Imperial College han visto que se producía una caída de la actividad en el tálamo y en la corteza anterior y posterior del cíngulo. También se vio que se producía una disminución en el acoplamiento entre la corteza prefrontal y la corteza posterior del cíngulo. Estas regiones están relacionadas con el autocontrol y los pensamientos más elaborados. Estos cambios en los niveles de actividad son similares a los que se producen cuando una persona sueña, lo que podría tener que ver con las visiones y las experiencias oníricas, y la menor actividad en los centros de conexiones también sugiere una cognición sin restricciones, como si el cerebro se comportase «más libre» tras el consumo de psilocibina.

La psilocibina se clasifica también dentro de las sustancias enteógenas, aquellas moléculas capaces de suscitar experiencias espirituales, un aspecto enormemente sugerente por sus implicaciones pero que entre los científicos suele generar cierta incomodidad. De hecho se ha visto que la psilocibina y el LSD son capaces de inducir experiencias místicas o trascendentes en una relación dosis dependiente, algo que no sucede con otras drogas psicoactivas como el éxtasis, el cánnabis, los opioides, la cocaína o el alcohol. Tras un ensayo clínico con psilocibina, la mitad de los participantes lo describieron como la experiencia espiritual más significativa de sus vidas.

Las experiencias místicas son un componente fundamental de las tradiciones religiosas y culturales en todas los continentes y en todas las épocas. En todas ellas hay un núcleo común, un relato bastante parecido que incluye sentimientos de unidad, de conexión, de sentirse en un ámbito sagrado, de paz, inefabilidad, alegría, trascendencia y una idea difícil de explicar de que esa experiencia es una fuente de verdad. Durante milenios, los humanos hemos usado una serie de rituales para alcanzar ese estado incluyendo la meditación, el rezo, el ayuno y la danza. También es común el consumo en esos ceremoniales de sustancias con poderes místicos que pueden ir desde la transubstanciación del pan y el vino en cuerpo y sangre de Dios a la ayahuasca, el peyote y los hongos mágicos.

 Para leer más:

  • Carhart-Harris RL, Erritzoe D, Williams T, Stone JM, Reed LJ, Colasanti A, Tyacke RJ, Leech R, Malizia AL, Murphy K, Hobden P, Evans J, Feilding A, Wise RG, Nutt DJ (2012). «Neural correlates of the psychedelic state as determined by fMRI studies with psilocybin». Proc Natl Acad Sci U S A. 109(6): 2138-2143.
  • Griffiths R, Richards W, Johnson M, McCann U, Jesse R (2008) «Mystical-type experiences occasioned by psilocybin mediate the attribution of personal meaning and spiritual significance 14 months later». J Psychopharmacol 22(6): 621-632.
  • Kraehenmann R, Preller KH, Scheidegger M, Pokorny T, Bosch OG, Seifritz E, Vollenweider FX (2014) «Psilocybin-Induced Decrease in Amygdala Reactivity Correlates with Enhanced Positive Mood in Healthy Volunteers». Biol Psychiatry pii: S0006-3223(14)00275-3.
  • Lyvers M, Meester M (2012) «Illicit use of LSD or psilocybin, but not MDMA or nonpsychedelic drugs, is associated with mystical experiences in a dose-dependent manner». J Psychoactive Drugs 44(5): 410-417.
  • Samorini G (1992) «The oldest representations of hallucinogenic mushrooms in the World (Sahara Desert, 9000-7000 B.P.)». Integration 2 (3): 69–78. Enlace.
  • Young SN (2013) «Single treatments that have lasting effects: some thoughts on the antidepressant effects of ketamine and botulinum toxin and the anxiolytic effect of psilocybin». J Psychiatry Neurosci 38(2): 78-83. Enlace.

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El suicidio, una aproximación

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Otelo (1952). Imagen: Mercury Productions / Les Films Marceau

Querida Betty, te odio.
Con amor, George.

Lives and Deaths: Selections from the Works of Edwin S. Shneidman

Cuando ya pensaba que lo había escuchado todo sobre los cursos de escritura, me entero de que en 2013 se impartió una especie de taller literario para escribir cartas de suicidio en una universidad de Nueva York. La clase en cuestión la daba Simon Critchley, filósofo conocido por sus enganchadas con Slavoj Zizek, coordinador de «The Stone», columna de pensamiento contemporáneo en The New York Times, y autor de Apuntes sobre el suicidio, libro que acaba de ser publicado en España por Alpha Decay. En la clase de Critchley, además de analizar las notas de suicidio y los epitafios de algunas personas ilustres, los alumnos se enfrentaban a la ingrata tarea de escribir su propia carta de suicidio. Una vez pasado el mal trago, hacían algo tan americano como «compartirla» con sus compañeros en voz alta. Al parecer, con este seminario Critchley pretendía parodiar los programas de escritura creativa que proliferan en Estados Unidos como los níscalos en otoño. También, como dijo en una entrevista, le preocupaba el interés «casi pornográfico» que estas cartas suscitan. Aunque puedo estar de acuerdo con algunas de las ideas que defiende Critchley, tengo serias dudas sobre si analizar la carta de suicidio de Hitler, Cobain o el tal George no contribuye a aumentar ese interés pornográfico del que se lamenta. Me pregunto, además, si el hecho de compartir algo tan íntimo como una carta de suicidio con el grupo, como quien muestra los retales a sus compañeros en un taller de patchwork, no es también un tanto obsceno.

Curiosamente, la clase formaba parte de un ciclo de conferencias llamado «The School of Death», una idea que surgió en contraposición a The School of Life, una organización de filósofos y psicólogos clínicos que acababa de abrir sede en Londres y que, a juzgar de Critchley, representa «una filosofía de autoayuda particularmente nauseabunda». Como él, desconfío de los «especialistas» que se arrogan una sabiduría tal que son capaces de dar lecciones de vida, o de muerte, a los demás (a estas alturas, «saber vivir» y «saber morir» son lugares comunes). Y como psicóloga clínica que soy, me molesta tanto como a él esta «filosofía del buenrollismo» que se practica en The School of Life, como también recelo de la mayor parte de terapias psicológicas al uso basadas en conceptos como «crecimiento personal», «aceptación» o «intolerancia a la frustración» (concepto este tan en boga como la intolerancia a la lactosa y que, a mi juicio, equipara el malestar humano a una mala digestión de sentimientos). Igual que ocurre con la psiquiatría biologicista, la visión que ofrecen la mayoría de estas terapias es reduccionista, a todas luces insuficiente cuando hablamos de un fenómeno tan complejo como el suicidio. Así que no, no creo que ninguna facultad ni ningún psicólogo pueda enseñar a vivir a nadie. Más bien creo que vivir es un oficio que ejercemos como buenamente sabemos y podemos (en la medida que las circunstancias nos dejan). En ese sentido, yo soy más de Pavese.

Hace bien Critchley en invocar a los filósofos clásicos para no caer en las perogrulladas de la psicología positiva y buenrollista. En otro libro, The Book of Dead Philosophers, Critchley hablaba del tabú por excelencia de nuestra sociedad: el de la muerte, un factor a tener en cuenta cuando hablamos del suicidio. Habría que hablar de la muerte con más naturalidad, dice Critchley, y estoy de acuerdo, aunque no se trate de una idea muy original que digamos. Michel de Montaigne le dedicó un capítulo en sus ensayos: De cómo filosofar es aprender a morir. Y, antes que él, Cicerón, para quien filosofar no era otra cosa que prepararse para la muerte. Cicerón insistía en la necesidad de quitarle lo raro a la muerte, acercarla a nosotros, acostumbrarse a ella. Ahora, en Apuntes sobre el suicidio, Critchley defiende «una nueva forma moral de entender el fenómeno: ni lo justifica ni lo condena, ni lo estigmatiza ni lo glorifica, simplemente hace un esfuerzo inteligente por comprender las razones por las que, a veces, es preferible elegir la muerte a la vida y también por qué, incluso siendo la muerte una elección justificable, merece la pena vivir». Básicamente, estoy de acuerdo en que no hay que condenar el suicidio ni tampoco hacer apología del mismo. Por supuesto, también veo necesario hacer el esfuerzo de entender el suicidio (¿quién no?); sin embargo, no creo que esa aproximación moral al suicidio sea del todo nueva. No es que me haya empeñado en llevarle la contraria a Critchley (bastante tiene con las críticas de Zizek), pero es el propio filósofo el que dice apoyarse en pensadores como David Hume o Alberto Radicati para sostener sus argumentos.

Ya Hume postulaba que el suicidio no es un pecado ni una ofensa moral. El hecho, como bien apunta Critchley, de que las ideas de Hume tengan la capacidad de conmocionar siglos después es muy significativo. Nuestra forma de entender el suicidio, y de juzgarlo, nace de la doctrina cristiana. Frases como «la vida es un regalo» o «la vida es sagrada» perviven en nuestro vocabulario a pesar de la secularización. Este último aspecto es examinado en profundidad en un magnífico libro que acaba de publicarse recientemente en Acantilado: Semper dolens. Historia del suicidio en Occidente, de Ramón Andrés. El libro muestra cómo se ha llevado a cabo el suicidio, y cómo ha sido explicado y juzgado, a lo largo de la historia. Para Andrés, «No hay, no puede haber teorías nuevas sobre el suicidio. Nos damos muerte por lo mismo que hace miles de años (…) El fondo humano es una constante». Como dice su autor, Semper dolens «no es más que una historia del dolor, o, mejor dicho, una historia individual y social del dolor», y uno de sus propósitos es «recordar que el malestar y la desperatio son consustanciales al ser humano, y que nada, y acaso todavía menos la razón —o tal vez por ella misma—, puede remediar». Esta visión humanista, podríamos decir, acertada para tratar un tema que es humano, demasiado humano, no conduce necesariamente al pesimismo. Se trata, dice Andrés, de poner «boca arriba las cartas de nuestra fragilidad para, pese a todo, tratar de dar sentido al devenir del mundo».

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Romeo y Julieta (1968). Imagen: BHE Films.

Ya apuntaba Critchley, y con razón, que carecemos de lenguaje para hablar del suicidio. Ante él, nos quedamos sin palabras. Además, con frecuencia tratamos de sortearlo con perífrasis como «darse muerte», «disponer de la propia vida» o «conducta suicida». El tabú que hay en torno al suicidio se carga a la cuenta de los familiares, ya que al dolor de la pérdida, y a veces a la culpa, tienen que sumarle la vergüenza que todavía va asociada al suicidio. Este tabú nos impide acompañar en el sentimiento a los familiares. Con el suicidio habría que hacer lo que Cicerón decía de la muerte: quitarle lo raro, no mantenerlo lejos, en un aparte, pensando que nosotros nunca seremos ellos, los suicidas. Hay que hablar con más naturalidad, sí, pero también pienso que hay que ser cautos a la hora de asociar suicidio y belleza. Se puede morir en paz, se puede tener una muerte «blanda», pero no creo que se pueda «morir bonito». Desde luego, Critchley no es el único que utiliza un enfoque literario para hablar del suicidio (de hecho, el propio Andrés dedica un buen número de páginas a diferentes representaciones artísticas del mismo, con láminas incluidas, desde el Biathanatos, de John Donne, al catálogo de suicidas de las obras de Shakespeare), pero quizá Critchley va demasiado lejos cuando dice que «la carta de suicidio es un género literario fascinante». Al escribir sobre el suicidio de forma literaria se corre el riesgo de contribuir a la idealización, a la visión romántica, que algunas personas tienen del suicidio (visión especialmente extendida en los adolescentes, colectivo más vulnerable al efecto contagio). Otros ensayos de corte literario, como El Dios salvaje, de Al Álvarez, se esfuerzan por escribir sobre el suicidio de escritores como Sylvia Plath de forma austera, con cuidado de no alimentar el romanticismo. También Peter Handke, en su magnífico libro Desgracia impeorable, trata de elaborar el suicidio de su madre sin hacer literatura, aunque es más que dudoso que lo consiga:

(…) esta historia tiene que ver realmente con lo que no tiene nombre, con segundos de espanto para los que no hay lenguaje. Trata de momentos en los que la conciencia, de puro pavor, da un brinco; de estadios de espanto, tan breves que para ellos el lenguaje llega siempre demasiado tarde; de procesos oníricos tan horribles que uno los vive de un modo físico, corporal, como gusanos que estuvieran en la conciencia.

Se podría argumentar que hay algo literario en el suicidio, ya que la nómina de escritores suicidas es amplia (hay quien piensa que el propio Pavese, antes citado, abandonó el oficio de vivir cuando su otro oficio, la literatura, ya no fue refugio suficiente para él); pero en Semper dolens, Andrés señala que «el artista no es especialmente proclive al suicidio si se compara con otro tipo de actividad o profesión». Al parecer, el índice de suicidio es mayor en funcionarios, agricultores o informáticos. La muerte violenta de algunos artistas «se debe por lo común a desarreglos psíquicos o a razones de tipo moral». Y es en este punto de los «desarreglos psíquicos» donde coincidimos Critchley, Andrés y yo. El inglés sugiere que se ha producido una especie de trasvase desde la idea del pecado asociada al suicidio en la Edad Media a la de enfermedad mental. Algo similar, nos recuerda Andrés, decía el psiquiatra Thomas Szasz. Coincido con Ramón Andrés cuando dice que «Es erróneo pretender, como así lo sugiere una significativa parte de la medicina psiquiátrica de las últimas décadas, que el noventa por ciento de los suicidios cuentan con una base patológica». Afirmar tajantemente, como hace buena parte de la psiquiatría biologicista, que entre el 90 y el 95% de las personas que se suicidan tienen una enfermedad mental es, cuando menos, cuestionable, entre otras cosas, porque las categorías diagnósticas que manejamos en la clínica son discutibles y cuando los criterios diagnósticos se aplican de un modo demasiado laxo (especialmente en el caso de los trastornos ansiosodepresivos o adaptativos) casi todos, suicidas o no, podemos entrar en esas categorías. Otra cosa es que las personas con enfermedades mentales graves, como la esquizofrenia o la psicosis maniacodepresiva, tengan un mayor riesgo de suicidio. Como Andrés, creo que hay un malestar consustancial al ser humano, un dolor que compartimos todos, no solo las personas que tienen un diagnóstico psiquiátrico. En ese sentido, todos somos sujetos dolientes, semper dolens, en mayor o menor grado. Al fin y al cabo, todos llevamos algunos duelos a nuestras espaldas y hemos llegado hasta aquí sobreviviendo sucesivas pérdidas.

1950s-1963 --- Original caption: Photo shows author Sylvia Plath seated in front of a bookshelf. --- Image by © Bettmann/CORBIS

Sylvia Plath ca. 1950. Fotografía: Corbis.

Por otra parte, desde Freud sabemos que al menos una parte de nuestros procesos psíquicos está Más allá del principio del placer; es decir, que, junto al instinto de conservación, hay en nosotros un empuje inexorable hacia la muerte, hacia lo inorgánico, el nirvana. Es curioso que después de un intento de suicidio algunas personas digan que no querían matarse, que solo buscaban un reposo absoluto. Nuestras tendencias autodestructivas van desde los actos más evidentes (el suicidio o las autolesiones) a los más sutiles (todas las formas que uno encuentra para boicotearse a sí mismo, la culpa incisiva, algunos procesos de duelo…). Por si esto no fuese ya bastante complicado, las dos pulsiones, la de muerte y la de vida, están entremezcladas. En El hombre en busca de sentido, el psiquiatra Viktor Frankl cuenta que el método de suicidio más popular en Auschwitz era «lanzarse contra la alambrada»: si alguien quería acabar con todo, no tenía más que tocar el alambre electrificado. La salida estaba, literalmente, al alcance de la mano. Curiosamente, fueron pocos los que se lanzaron contra la alambrada. Las expectativas de vida eran escasas, cuenta, y pasados los primeros días, los prisioneros le perdían el miedo a la muerte: «incluso las cámaras de gas perdían todo su horror; al fin y al cabo, le ahorraban el acto de suicidarse». Es difícil decir si era el instinto de conservación el que pesaba más en aquella decisión de no lanzarse o, por el contrario, era más autodestructivo vivir en el campo un día más. En cualquier caso, Frankl defiende que el hombre, incluso en esas circunstancias, tiene libertad de elección (aunque esto último es discutible en el caso de las personas con una enfermedad mental grave).

Es también significativo que algunos supervivientes del Holocausto, como Primo Levi o Paul Celan, pospusieran esa fuga de la muerte y se suicidasen años después, estando ya en libertad. En esta línea, Andrés señala en su libro que «En periodos de guerra, el suicidio decrece», aumentando, en cambio, en períodos de posguerra: ocurrió en España tras la Guerra Civil, después de la Segunda Guerra Mundial (especialmente en Hungría y Polonia) y tras la guerra de los Balcanes. Tal vez el hecho de suicidarse años después tenga algo que ver con ese «otro» que vive en nosotros y es testigo y juez de nuestros actos, un testigo que «mira con sospecha al que somos», escribe Andrés: «De esa mirada surge el recelo y confirma la certeza de que alguien, que sin embargo está en nosotros, nos pone en entredicho y a menudo humilla. El nacimiento de la conciencia se encuentra alimentado, precisamente, por esa capacidad de autoobservación y por el malestar sentido cuando el “otro” conoce hasta el último de nuestros secretos (…) esta continua vigilancia acaba violentándonos. La tentación de eliminar a este implacable testigo es a veces incontenible, como lo es también la presunción de que su muerte nos liberará». Muchos supervivientes del Holocausto se sentían culpables por haber sobrevivido, como si ese testigo no pudiera perdonarles sus acciones en el campo o el mero hecho de haber salido con vida de allí y se lo recordase a todas horas.  

El amor y el odio que uno siente, tanto hacia el prójimo como hacia sí mismo, son aspectos a tener en cuenta cuando hablamos del suicidio (en algunas cartas, como la que abre este artículo, es más que evidente). El psiquiatra Fernando Colina afirma en un artículo que el hombre «es el único animal capaz de odiarse». De cómo nos llevemos con ese otro que somos, de cómo nos tuteamos, va a depender casi todo. Cuando no hay afuera (o bien porque las circunstancias externas son prácticamente inasumibles —como los desahucios o las condiciones laborales de los trabajadores de France Télécom, por ejemplo—, o bien porque el sujeto es presa de la melancolía, como cuenta el magnífico escritor Marek Bienczyk en Melancolía. De los que la dicha perdieron y no hallarán más), el sujeto queda a solas con ese otro, frente al espejo. En esas circunstancias, la relación de tú a tú que uno mantiene consigo mismo será clave. En el caso del psiquiatra Gaëtan Gatian de Clérambault (por hablar del suicidio de forma concreta y no en abstracto como acostumbramos), el duelo ante el espejo acabó de la peor manera posible (impeorable, diría Handke). Según cuenta José María Álvarez en El último lamento de Clérambault, este redactó testamento, cogió el revólver, dispuso el sillón frente al espejo, para no quitarse ojo, y se disparó en la boca. «Yo expío la única falta de mi vida», había escrito. Al parecer, había sustraído un cuadro y no podía perdonárselo. Se podría pensar que Clérambault quiso acabar de una vez con ese incómodo testigo, aunque para ello tuviera que acabar con su vida. Y seguramente sería verdad, pero no toda la verdad. Todas las respuestas son necesariamente parciales, aproximaciones. Habría que tener también en cuenta la ceguera progresiva y las operaciones de ojos que había sufrido (se disparó sin quitarse ojo, recordemos), su historial de pérdidas (se sabe que cuando tenía cinco años su hermana mayor, Marie, a la que estaba muy unido, fallece de forma repentina)… En definitiva, si queremos entender el suicidio, tendremos que ir caso a caso. El suicidio es una cuestión individual que no podemos despachar con estadísticas. Como dice Jaspers en una cita recogida en Semper dolens, «Las estadísticas del suicidio no dan una idea del alma individual». Conviene no olvidarlo.

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Maternidad y salud mental: el último tabú

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Fotografía: « м Ħ ж » (CC).

Fotografía: « м Ħ ж » (CC).

¿Puedo ser buena madre si tengo un trastorno mental? ¿Cómo afectará la medicación al feto?¿Heredará mi hijo el trastorno? ¿Cómo voy a cuidar de un niño si yo misma necesito que me cuiden a veces? ¿Tendré más posibilidades de sufrir depresión posparto? ¿Cómo le explicaré a mi hijo mi enfermedad? Miles de mujeres se hacen este tipo de preguntas cuando el instinto de ser madres choca con el estigma social y el autoestigma.

Albert, ¿tú sabes lo que le pasa a mamá?

Con estas palabras, Ino Moya encaró una de las conversaciones más difíciles de su vida. Fue el día en que explicó a su hijo mayor, en términos que pudiera entender a sus once años, que padece un trastorno bipolar y que estuvo ingresada en su día.

— ¿Has estado en el manicomio?
— Se llama psiquiátrico.
— ¿Pero estás mal de la cabeza?
— No, hijo. Mamá tiene un trastorno mental, pero puede hacer todo lo que quiera.

Ino, contable, terapeuta de reiki y especialista en bioneuroemoción, decidió revelarle a su hijo su enfermedad, pues está convencida que los secretos influyen en el desarrollo de los niños. Más tranquila y segura, se lanzó tiempo después a contárselo al pequeño, de siete años, y la conversación fue sensiblemente más corta:

Ferran, ¿tú sabes lo que le pasa a mamá?
— Sí. Que estaba mal de la cabeza, pero ya está bien.

«Yo nunca había querido ser madre, pero mi primer hijo me dio la vida», reconoce Ino, que tuvo a Albert con treinta y dos años, cinco años después de ser diagnosticada con un trastorno mental. «La enfermedad supuso un punto de inflexión en mi vida, pero tener a mi hijo, ¡eso sí que fue un antes y un después!», exclama. «Me ayudó a darme cuenta de que yo era capaz de hacer lo que cualquier persona, y me dio una fuerza impresionante», añade.

Cuidar y ser cuidada

«¿Seré capaz de cuidar de un hijo si a mí me han tenido que cuidar?». Esta pregunta daba vueltas en la cabeza de Ino cuando empezó a sentir ganas de ser madre, y es la misma duda que reconocen haber tenido las demás mujeres con trastorno mental consultadas para este reportaje. «Hablé con mi marido y lo consultamos con mi psiquiatra, que nos dijo que no habría problema, porque ya llevaba bastante tiempo estabilizada. Me dijo que sería cuestión de dejar la medicación unos meses antes de la gestación, ya que puede dañar al feto». Ino cuenta que pudo dejar de tomar sin problemas el litio, un estabilizador del estado anímico, pero le fue imposible con el ansiolítico, así que la psiquiatra optó por sustituirlo por otro más indicado para el embarazo. «En ese momento, me arriesgué a que mi vida se desequilibrara, porque había algo dentro de mí que me movía a hacerlo», relata.

No es el caso de Sonia Avellaneda, una pedagoga social diagnosticada de trastorno límite de personalidad (TLP). Con cuarenta y dos años ya no se plantea tener hijos. «Quizá ya sea tarde. Me faltaría una vida para ser madre», confiesa. Durante una época trabajó en un Equipo de Atención a la Infancia y la Adolescencia (EAIA) y vio muchos casos de madres con problemas de salud mental que habían perdido la custodia de sus hijos. «Una vez tuve que evaluar si una madre con el mismo trastorno que yo podía tener visitas con su hijo», explica. «¡Yo, que por aquel entonces escondía en el trabajo mi diagnóstico!», revela. «En esa época aumentó mi miedo a la maternidad: me traumatizó ver a niños tutelados, abandonados. Me ha podido más el miedo a no ser buena madre que las ganas de tener hijos», confiesa.

Y no es para menos. Un 45 % de los padres con trastorno mental acaban perdiendo la tutela de sus hijos, y casi un 40 % de los hijos de personas con trastorno precisan ayuda de servicios sociales o de salud mental, según datos facilitados por Raquel del Amo, directora y psicóloga del Proyecto Casa Verde, una iniciativa de la Fundación Manantial que se dedica al seguimiento de hijos de personas con trastorno y al apoyo a los padres para compensar los posibles déficits durante la crianza. No obstante, Del Amo aclara que «tener un trastorno mental no implica que las personas vayan a ser malos padres, pero es una población de riesgo y hay que prevenir y apoyar a los hijos y a los padres para que pueda desarrollarse un vínculo emocional estable».

El vínculo del apego

Según Del Amo, el miedo de las personas con trastorno a no ser buenos padres, que «en principio podría constituir un factor de riesgo para el cuidado de los hijos, en realidad muchas veces funciona como factor de protección, porque estos padres no quieren que sus propios hijos pasen por sus mismas experiencias, y mucho menos que desarrollen una enfermedad mental».

Anna, publicista de cuarenta años y diagnosticada de trastornos de ansiedad y TLP ha sido madre hace un año y medio. Nunca se había planteado si su problema de salud mental sería un impedimento en la maternidad, y cuando se sintió preparada dio el paso. «Sobre todo, porque no lo hice sola: llegó el momento y estaba con la pareja adecuada, pero como tenía ya treinta y ocho años, nos costó mucho». Hacía cuatro años que no se medicaba, así que no necesitó ayuda profesional, pero al reincorporarse al trabajo tras el embarazo, tuvo problemas laborales que la desequilibraron anímicamente y pidió ayuda: «Decidí estar bien, sobre todo por mi hijo, y el psiquiatra me recetó un antidepresivo que se puede tomar durante la lactancia».

Precisamente por su experiencia de salud mental, Anna no quiere que su hijo reproduzca patrones y por ello está haciendo un tipo de crianza «muy consciente, muy cercana y amorosa», explica. «Quiero que tenga una base emocional muy sólida y a través del juego le educo para que empiece a adquirir la seguridad de la que yo carecí durante mi infancia», remacha.

La psicóloga de la Fundación Manantial coincide en la importancia de las relaciones tempranas del bebé con sus cuidadores: «Es en la relación con la madre donde el niño aprenderá su manera de amar, así como adquirirá la seguridad que tendrá posteriormente en su futura vida de adulto», explica Del Amo. «Este vínculo es el que llamamos apego, y es fundamental para el desarrollo del ser humano». Según ella, que una persona con trastorno mental pueda criar hijos vendrá determinado de «si son capaces o no de establecer un vínculo de apego».

Estigma y autoestigma

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Fotografía: Ed Beard (CC).

Las cuatro mujeres consultadas para hacer este reportaje aseguran haber contado con el apoyo de sus respectivos psiquiatras al preguntarles por la posibilidad de ser madres. Sin embargo, en muchos casos, la presión social ha sido un problema. «Socialmente, te capan como mujer cuando te diagnostican un trastorno mental», explica Sonia. «A menudo he oído: “bastante tienes con cuidarte a ti misma, no te puedes encargar de nadie más”, y eso me ha pesado durante muchísimos años», reconoce.

Por su parte, Mónica Civill, una psicóloga de treinta y nueve años diagnosticada de trastorno bipolar y que no tiene hijos, señala: «la sociedad te dice que eres normal si estudias, trabajas, tienes una pareja y luego hijos… y cuando aparece un trastorno mental, todo eso se rompe». Así, mientras «el resto de la gente tiene hijos sin pensárselo tanto ni ser consciente de lo que supone», la sociedad pone a las personas con trastorno «todas las trabas del mundo» para la maternidad.

A ello se suma el autoestigma, un fenómeno tan paralizante como el estigma social. «Tus propios prejuicios y las creencias que tienes interiorizadas respecto a tu trastorno pueden ser un impedimento mayor que el trastorno mismo», señala Ino, quien asegura que «con información y ayuda», se puede vencer ese miedo.

«La persona que más me ha estigmatizado a lo largo de mi vida he sido yo misma», reconoce Mónica, que hace algún tiempo estuvo cerca de intentar tener hijos con una pareja anterior. «Me dijeron que debía dejar la medicación tres meses antes de la gestación y después volver a introducirla, cosa que no me pareció nada segura para la salud del feto, ya que la medicación puede provocar malformaciones. Además, puesto que llevo tantos años tomando, tuve miedo que también fuera un factor de riesgo para el feto», recuerda. Otro tema que le preocupaba era la depresión posparto: «si tienes un trastorno mental, seguro que tienes muchos números de padecerla». Ahora, Mónica podría animarse a ser madre con su actual compañera sentimental. «Al ser mi pareja una mujer, se me abre una nueva oportunidad», confiesa, «es un tema muy delicado y serio, pero ya no solo depende de mí el embarazo. Si ella se queda embarazada, habría menos riesgos».

¿Mi trastorno es hereditario?

Otro de los miedos recurrentes tiene que ver con la posibilidad de que el hijo herede el trastorno mental. Un riesgo que varía en función de la enfermedad de que se trate: algunas, como el trastorno bipolar, no son hereditarias, pero otras pueden serlo en mayor o menor medida. «El riesgo de que el hijo desarrolle esquizofrenia si uno de sus padres la padece es del 10 %, y del 30 % si la tienen ambos padres», explica Del Amo, quien añade que «los hijos de padres con depresión tienen un riesgo de alrededor del 50 % de padecer una depresión».

Anna reconoce este miedo, pues por parte de ambos padres tiene familiares con problemas de salud mental. «Pero mi marido es diabético y también tengo miedo a que tenga un problema con el azúcar», relativiza Anna, quien considera clave la normalización de estas problemáticas. «Y si algún día tiene dificultades, me gustaría que pudiera hablar conmigo y pedirme ayuda, porque a mí me costó mucho hablar con mis padres sobre mis problemas de salud mental», confiesa.

Para casos así, la adopción podría ser una solución, aunque el asunto es bastante complejo al estar sometido a legislación nacional y también autonómica, por lo que varía en función de la región. En cualquier caso, el hecho de tener un trastorno mental suele conllevar la denegación del certificado de idoneidad para adoptar.

Según Nuria Miranda, una psicóloga que ha trabajado nueve años en el campo de la adopción, «no todos los trastornos son iguales ni afectan de la misma forma a la vida de las personas». Indica que la decisión final está en manos del departamento encargado en cada comunidad autónoma de determinar si un aspirante es o no apto para adoptar. «Se tendría que valorar cada caso como único, teniendo en cuenta también si se trata de una pareja y qué tipo de soporte familiar o social tienen», señala. La cosa se complica aún más en el caso de la adopción internacional, ya que, además de la normativa española y autonómica, hay que tener en cuenta la del país de procedencia del menor.

Sea como sea, señala Mónica, «si ya es difícil adoptar para cualquier persona, si tienes un trastorno mental, es imposible: se nos cierran todas las vías», lamenta. Sonia cree que «es un sistema injusto si no se acepta que seas madre de adopción aunque tu pareja no tenga ningún diagnóstico: parece que todo el peso recae en la mujer únicamente», denuncia.

El embarazo y el posparto

Preguntada acerca de los períodos más críticos en la crianza, Del Amo señala «la concepción del hijo, el embarazo, el parto y sobre todo los primeros años de la vida del niño». Bajo su punto de vista, «durante el proceso de convertirse en madre, ocurren importantes procesos en la mujer, a través de los cuales su identidad y rol sufren importantes transformaciones». Y si a esto se añade la ingesta de medicación psiquiátrica, el riesgo de desarrollar un desequilibrio mental aumenta.

Quizá por eso, para Ino su primer embarazo fue «agridulce, entre mucha ilusión y mucho miedo, tanto que no podía dormir: mi marido me leía libros para que cogiese el sueño». Para más inri, la Seguridad Social le cambió a su psiquiatra por uno nuevo que decidió quitarle el ansiolítico que seguía tomando, lo cual incrementó su miedo a que la medicación pudiera haber afectado al bebé. Tampoco le ayudó la infructuosa búsqueda de alguien con trastorno bipolar que también hubiera pasado por un embarazo y pudiera aconsejarla. Todo ello, aumentó su estrés hasta desembocar en «una crisis impresionante» que afortunadamente pudo superar tras acudir a una psicóloga privada.

Tras el parto y estando en su casa, se le abrió la herida de la cesárea y tuvo que estar un mes sin coger a su hijo, porque le mandaron reposo absoluto. Esto desencadenó una pequeña depresión posparto. Pero «a partir de entonces, todo fue fantástico: recuerdo con mucha emoción los primeros meses, saliendo a la calle con el carrito, toda radiante», recuerda Ino, «Me hizo tanto bien que cuatro años después me animé a tener el segundo».

Actualmente, tanto Ino como sus hijos conviven con su trastorno mental. «A veces es complicado, hay días en los que me meto en la cama y soy incapaz de levantarme», reconoce. Pero entonces, sus hijos la apoyan y alimentan esa fuerza que en su día le brindó la maternidad. «El pequeño, que es un amor, cuando me ve en la cama me trae un osito: “toma mamá, para que te haga compañía”».

Fotografía: Phalinn Ooi (CC).

Fotografía: Phalinn Ooi (CC).

La entrada Maternidad y salud mental: el último tabú aparece primero en Jot Down Cultural Magazine.

Allen Frances: «España tiene un gran problema, casi todo el mundo toma alguna pastilla»

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Allen Frances (Salónica, Grecia, 1942) es probablemente el psiquiatra más leído en la actualidad. En 1991 fue nombrado jefe del Departamento de Psiquiatría de la prestigiosa Universidad de Duke. Pero fue la polémica desatada a nivel mundial en 2007 por la elaboración del DSM-V, la «biblia» donde se clasifican todas las enfermedades mentales, lo que ha hecho que el profesor Frances esté en boca de expertos e interesados en el tema.

Frances dirigió desde 1987 el grupo de trabajo que elaboró el DSM-IV. Y estaba convencido de que la falta de rigor en el diagnóstico del DSM IV había generado un exceso de prescripción de psicofármacos en todo el mundo. Así, en el año 2013, cuando se publicó el DSM-V, lanzó su libro Saving normal, donde critica duramente el DSM-V. Allen Frances explica su libro como una mezcla de un «je accuse», un «cri-du-coeur» y un «mea culpa»: «Mi obra clama contra los excesos de la psiquiatría, pero no contra su esencia».

¿Por qué decidiste dedicarte a la psiquiatría?

Estaba muy interesado en las humanidades, en la literatura y la filosofía. Y también estaba muy interesado en la gente, y era la única especialidad de la medicina que me parecía intelectualmente interesante e interpersonalmente satisfactoria. Pero parece que no sucede lo mismo con los jóvenes de ahora.

¿Crees que es una especialidad con un buen futuro profesional? ¿Qué somos los psiquiatras hoy en día? 

No puedo hablar de España porque no sé lo suficiente, pero puedo decir que en los Estados Unidos ha habido una lamentable reducción en el punto de mira de la psiquiatría, que solía trabajar con un modelo tridimensional rico y bien ajustado, un modelo biopsicosocial que permitía comprender a los pacientes y también tratarlos en condiciones. La psiquiatría en los EE. UU. ha reducido sus perspectivas y se ha ido embebiendo cada vez más en modelos neurocientíficos y biológicos y se ha distanciado de los modelos psicológicos y sociales.

Se ha convertido en un sistema muy involucrado en la prescripción de fármacos y mucho menos implicado en la psicoterapia y en moldear un ambiente social sano.

La psiquiatría, creo, solía ser mucho más emocionante, en lo intelectual y en lo interpersonal, y mucho más eficaz. Pero debido a diversos factores ahora tiene un alcance mucho más limitado que hace que sea menos satisfactoria intelectual e interpersonalmente.

En el lado positivo, los hallazgos de la neurociencia son fascinantes. Pero hasta el momento apenas ayudan a los pacientes. La brecha entre los avances en la comprensión de ciertos aspectos del cerebro y que esto se traduzca en algo capaz de ayudar a los pacientes es muy grande. El cerebro es la cosa más complicada del universo y no revela sus secretos rápidamente. Así que, como psiquiatras, tenemos la oportunidad de tratar de entender cómo el cerebro crea la vida mental, y eso es una aventura muy interesante, pero este punto apenas tiene impacto en la práctica de hoy día.

Otro aspecto positivo es que a pesar de que los psiquiatras ven a los pacientes con mucha menos frecuencia que antes, y durante espacios cada vez más cortos de tiempo, y a pesar de que llegan a conocer al paciente mucho menos de lo que durante un tiempo lo hicieron, todavía le dedican mucho más tiempo al paciente que cualquier otra especialidad médica. Así que para un médico la psiquiatría sigue siendo intelectual e interpersonalmente la mejor especialidad, pero creo que ya no tiene algunas de las riquezas que tenía cuando hice mi formación.

Lo que cuentas se asemeja mucho a los motivos que hicieron que Pavlov y Freud se dedicasen a la psiquiatría: saber cómo un día la materia acertó a pensar…

Darwin también. Creo que Darwin ha sido el más grande de todos los psicólogos. Fue la primera persona en la historia en explicar que nuestro comportamiento está tan influenciado por nuestros antepasados animales como nuestra apariencia física, que tenemos instintos innatos que se derivarían de nuestros antepasados de los que no somos conscientes, pero que influyen en gran medida en nuestro comportamiento. Los animales son mucho más parecidos a los humanos de lo que nos creemos y los seres humanos son mucho más cercanos a los animales de lo que nos gustaría pensar. Por eso pienso que Darwin, incluso más que Freud o Pavlov, puede ser el más grande de los psicólogos.

¿Crees que la psicopatología y la psiquiatría actual se puede aprender exclusivamente a través de libros y revistas psiquiátricas, o que quizás sea mejor leer a Flaubert, Dostoievski, Tolstoi o Dickens?

Las dos mejores formas de prepararse para ser un psiquiatra son vivir la vida y conocer a la gente —cómo influir en ellos y ser influido por ellos—, y abrir la mente y el corazón a la literatura. La formación psiquiátrica puede ser muy útil, o puede ser perjudicial. A veces hace que las personas sientan que tienen que seguir órdenes de forma ciega y no pueden concentrarse en la naturaleza de la relación. Lo que cura a la gente es una experiencia emocional correctora y fuerte y una buena relación con el terapeuta. La formación que se enfoca para hacer de alguien un ser humano más flexible, más sabio, más generoso y menos a la defensiva en las relaciones con las personas, los hará mejores personas y mejores terapeutas. La formación que se centra demasiado en la técnica y resalta mucho las diferencias entre las distintas formas de psicoterapia puede hacer que oscurezca al ser humano. Y lo más importante para un terapeuta es comportarse como un ser humano.

En tu libro Saving normal hay un momento en el que dices que estuviste durante diez años al margen de la psiquiatría. ¿Cuándo sucedió esto y por qué razón?

Mi primera esposa tenía un tumor cerebral que le fue diagnosticado en 1987. Se le dio un año de vida. Por suerte, se equivocaron y ella sobrevivió. Pero poco a poco comenzó a desarrollar síntomas, no derivados del tumor sino del tratamiento. Me di cuenta de que tenía que cuidar de ella. Así que me tomé un tiempo. Volví por dos razones. Una de ellas, que ella había muerto. Y la segunda, porque me molestó mucho cómo se estaba haciendo el DSM-V. De lo contrario, todavía estaría en la playa.

Estamos en Trieste, uno de los lugares más emblemáticos en la lucha para poner fin a los hospitales psiquiátricos. ¿Cuál es la situación actual de la atención psiquiátrica en los Estados Unidos? 

Si tuviera una enfermedad mental grave me gustaría ser atendido y vivir en Trieste. El peor lugar y el peor momento para ser un enfermo mental son los Estados Unidos de ahora. Tenemos trescientas cincuenta mil personas en prisión porque tienen una enfermedad mental y porque cometieron una infracción banal molesta: gritar por la noche, orinar en público, dormir en el lugar equivocado… Esto se podría prevenir en un sistema como el de Trieste, pero debido al abandono en el sistema americano, allí se llama a la policía, que sabe que no es fácil conseguir que el enfermo inicie o siga un tratamiento psiquiátrico, así que en vez de llevar a alguien a urgencias para una evaluación psiquiátrica, y sabiendo que una cita para ello tardará tal vez un par de meses, acaban llevándolos a la cárcel. Una vez en la cárcel, los enfermos mentales sufren terriblemente. Tienen muchos problemas para seguir las reglas y a menudo terminan en régimen de aislamiento, lo que los vuelve aún más locos. También son muy vulnerables a los abusos físicos y sexuales. Ahora, en Estados Unidos, los mayores servicios psiquiátricos están en las cárceles. El otro gran problema es que doscientas cincuenta mil personas que sufren enfermedades mentales no tienen hogar. Esto me rompe el corazón, es terrible.

La intuición que tuvo Basaglia, que provenía de Erving Goffman, era que los hospitales psiquiátricos hacen que la gente enferme aún más. Estarían mejor lejos de los hospitales. Igualmente, el abandono vuelve a la gente más enferma; lo mismo que no tener una red social, no tener un lugar donde vivir, no tener amigos o no tener una familia. En Estados Unidos los enfermos mentales, sobre todo los enfermos mentales graves, han sido aislados de la sociedad. Vivimos en una cruel paradoja: tenemos demasiados tratamientos para las personas que están más o menos sanas y tenemos muy pocos tratamientos para las personas que están realmente enfermas y muy poco compromiso social. Creo que en España sucede lo mismo.

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Tuve la suerte de colaborar en la puesta en marcha en Avilés (Asturias) en 1999 del primer Equipo de Tratamiento Asertivo Comunitario que funcionó como tal en España. Hasta donde pudimos fue diseñado a imagen y semejanza del «modelo Wisconsin» de Leonard Stein y Mary Ann Test, basándonos en la atención fuera del despacho, en las intervenciones en los domicilios de los pacientes. Lo mismo sucedió con el Reino Unido y con Holanda, por ejemplo. Pensamos que la diseminación de estos equipos por toda Europa ha sido un gran éxito. Durante varios años los europeos hemos viajado a Estados Unidos para formarnos mejor en esas técnicas de intervención. Pero ahora resulta que la asociación más importante de este tratamiento —la asociación americana— ha desaparecido. Hace tres años que se disolvió. No lo entiendo. Esperaba que con la llegada de Obama se reforzarían este tipo de enfoques terapéuticos.

No es culpa de Obama lo que está sucediendo. Los fallos de la atención en salud mental están en el nivel local. Los presupuestos, como en España, proceden de las autonomías y de los Ayuntamientos. El Gobierno federal no tiene demasiada influencia. Es complicado, pero la situación política en Estados Unidos es tan mala y tan polarizada que nadie en el cargo de presidente podría mejorar la situación. El Gobierno no quiere gastar dinero. Y la comunidad de potenciales defensores está dividida sobre cómo se debe gastar el dinero.

Así que no es una situación políticamente amistosa para conseguir buenos servicios. En los Estados Unidos gastamos demasiado en la atención médica y muy poco en los servicios básicos. Cambiando un poco el tema, programas como el Housing First (Lo primero, la vivienda)…

Creo que este es un programa muy importante. Hay dos factores que van a mejorar la situación, y lo harán fortuitamente, por equivocación. Un factor es que la Asociación Nacional del Rifle está culpando de los tiroteos a la enfermedad mental. Nuestro problema con las «balaceras» es que tenemos demasiadas armas. Desde el punto de vista de la Asociación Nacional del Rifle les pareció conveniente decir que las armas no son el problema, que el problema son los locos. Esto es terrible y muy estigmatizante. Sin embargo, así conseguiremos que los políticos den más dinero para la atención a la salud mental. Por razones equivocadas, pero que tienen un efecto positivo.

El otro cambio es que las cárceles se están cerrando. De nuevo mejoramos por razones equivocadas. Cierran para ahorrar dinero. Pero significa que muchos de los enfermos mentales que se encuentran ahora en la cárcel saldrán a la calle. Todo el mundo tendrá miedo de que puedan coger un arma y dispararle a alguien. Así que puede haber más dinero para la salud de la comunidad en este momento que el que ha habido durante muchos años. Pero todo por razones fortuitas, por equivocación. Con respecto al tratamiento asertivo comunitario existe un proyecto de ley en el Congreso, el proyecto de ley Murphy, que tiene en gran medida el apoyo de psiquiatras y miembros de las familias y es contestado por los usuarios radicales, que aumentaría el alcance del tratamiento asertivo comunitario.

Hablé de esto con John Forbes Nash, ganador del Premio Nobel de Economía en 1994, que tenía un hijo afectado por la esquizofrenia. Estaba muy enfadado porque la Administración estaba reduciendo el dinero para pagar a los equipos de tratamiento asertivo comunitario que trataban a su hijo en casa, sin necesidad de ingresarle y con buenos resultados. Él y su esposa lucharon mucho para que el estado de Nueva Jersey mantuviese esa forma de asistencia. Pero al final, J. F. Nash ya solo pedía que mandasen a su hijo a un buen hospital psiquiátrico.

Es un problema interesante. Para las personas que trabajan en un sistema como el suyo de Avilés o Trieste es difícil entender que algunas personas en Estados Unidos solo quieran tener más camas en hospitales. La razón es bien simple: tener más camas es mejor que no tener nada cuando alguien está muy enfermo.

¿Qué posición crees que la psiquiatría norteamericana tiene ahora en relación con la psiquiatría europea?

Creo que la psiquiatría americana ha perdido mucha credibilidad porque el DSM se ha hecho muy mal. Siempre ha habido competencia, y Europa ha tenido un deseo de no estar demasiado influenciada por América. La psiquiatría americana por sí misma ha legitimado la sensación de que la psiquiatría en Europa puede ser independiente porque la estadounidense va en la dirección equivocada.

¿Qué papel crees que deben desempeñar los psicólogos en la atención psiquiátrica? ¿Estás de acuerdo con algunos críticos en que la psicoterapia para los trastornos comunes está sobrevalorada ya que se ocupa de trastornos que mejoran con muchas técnicas diferentes y la psicoterapia depende mucho más de la habilidad del propio terapeuta? ¿No le parece que también estamos «psicologizando» todo? ¿Cree que también hay lobbies de la psicoterapia con mucho interés en que el número de diagnósticos crezca?

Son varias preguntas diferentes…

Este es un dilema muy importante ahora en España y en Europa. Varios estudios y colectivos profesionales están planteando la necesidad de incorporar psicólogos en atención primaria junto a los médicos generales para tratar los llamados trastornos mentales comunes: cuadros de ansiedad, depresiones leves…

En primer lugar, es muy importante que la población se dé cuenta de que la vida humana no es fácil. Está llena de estrés y decepciones. La selección natural nos ha creado para sentir ansiedad, depresión, dolor… No debemos medicalizar el estrés de la vida cotidiana diciendo que es un trastorno mental. Debemos confiar en la resiliencia, en la capacidad de recuperación de las personas, en las redes sociales y en el paso del tiempo para la mayoría de los problemas cotidianos de la vida. Es un error que los médicos receten medicamentos para los problemas de la vida cotidiana. Y no todo el mundo necesita psicoterapia para esos problemas. Creo que, en general, en los problemas psiquiátricos leves o moderados, la psicoterapia hace algo parecido a la medicación. Sí que creo que para tratar los problemas mentales graves es necesaria la medicación. Se ha empleado mucho esfuerzo y muchos gastos en el tratamiento de las personas que están básicamente sanas, y se ha empleado muy poco esfuerzo y poco gasto en el cuidado de las personas que están realmente enfermas. Tenemos que centrar nuestros esfuerzos en aquellos que más nos necesitan.

Por otro lado, creo que una psicoterapia breve es muy eficaz. Es un método barato y preferible a iniciar tratamientos a largo plazo en gente que no la necesita. Porque una vez que comienzan, a causa del efecto placebo, van a permanecer con él durante años. Yo haría muy accesible la psicoterapia breve. Creo que es rentable, pero no les pondría fácil a las personas conseguir una psicoterapia a largo plazo o la medicación mantenida a largo plazo para solucionar sus problemas de la vida cotidiana. Estos deberían ser enfrentados a través de la vida, y no a través de la terapia. España tiene aquí un gran problema: casi todo el mundo toma alguna pastilla.

España, Italia, Reino Unido, Alemania… Creo que muchos países tienen un problema.

En Madrid hicimos una entrevista de televisión en una tienda de dulces llamada Happy Pills, donde los dulces están en pequeñas botellas. Y en la última escena vacié una botella y tiré las pastillas al aire. ¡Fue muy divertido!

Y en estos problemas, ¿qué papel debería jugar la atención primaria?

Los médicos de atención primaria tienen el trabajo más difícil. Tienen que saber un poco de todo. Al menos en los Estados Unidos se les ha dado muy poco tiempo para atender a los pacientes. Un médico de atención primaria ve a cada paciente durante siete minutos como promedio. Están bajo una enorme presión para conseguir que el paciente salga de la consulta, y la manera más fácil de conseguir que se vayan de la consulta y felices es escribir una receta y, aún mejor, darles una muestra gratis. El ochenta por ciento de la medicación psiquiátrica en los EE. UU. es recetada por los médicos de atención primaria. Tienen muy poca formación en psicoterapia, muy poco tiempo y están muy influenciados por las compañías farmacéuticas. Están demasiado motivados para conseguir que el paciente se vaya de la consulta.

Una vez hecho un diagnóstico, nunca desaparece. El momento de hacer un diagnóstico es un momento precioso. Es un momento que requiere mucho tiempo, mucha consideración, mucho esfuerzo y mucha precaución. Un buen diagnóstico es algo maravilloso. Un diagnóstico equivocado es algo terrible que puede dar lugar a todo tipo de tratamientos innecesarios y al estigma asociado. El acto de diagnosticar debería ser lo más cuidadoso que haga cualquier médico. Pero lo que sucede ahora es que la mayoría de los diagnósticos los hacen los médicos de atención primaria en siete minutos y el paciente se va con una pastilla. No estoy seguro de cómo funciona esto en España, pero en los EE. UU. al médico solo se le paga si el paciente tiene un diagnóstico. Esto anima a los médicos a hacer diagnósticos prematuros. Sería mucho mejor pagar a los médicos por hacer evaluaciones largas, durante semanas y posponer el diagnóstico varias semanas. Los niños y los ancianos, especialmente, cambian mucho de una semana a otra.

¿Qué puede hacer la psiquiatría para encontrar su lugar en un mundo que la rechaza en varios frentes (por ejemplo, desde las posiciones agresivas de muchos críticos que la confunden con la industria farmacéutica y las diferentes «psicologías») y a la vez ha de enfrentarse a la realidad de los pacientes con problemas graves de salud mental?

El modelo para dar con una respuesta acertada es obvio. Trieste tiene un modelo no-ideológico equilibrado, de sentido común que respeta la importancia del entorno social —la comunidad y la familia— y la importancia de la psicología individual, y que no niega la necesidad de medicación. Es el equilibrio perfecto. El futuro de la psiquiatría —un futuro más brillante y más útil— es volver a un modelo biopsicosocial. Los peligros actuales son que muchos psiquiatras son reduccionistas hacia lo biológico. Y muchos no psiquiatras —psicólogos y usuarios— son reduccionistas hacia lo psicosocial. Nadie está completo sin el otro. Hay que aceptar que no hay una sola forma de ver las cosas o una talla única para todos. Hay que pensar que cada paciente requiere un enfoque individualizado, que es lo mejor para ellos. Para algunas personas, incluso con una enfermedad grave, la medicina puede no ser útil, mientras que para otros podría salvar su vida. No se debería tener una opinión ideologizada de que toda la medicina es buena o mala. La medicina que es muy útil para unos pocos puede ser perjudicial si solo se utiliza para la mayoría.

En España hay mucha preocupación sobre este tipo de problemas.

Yo podría decir algo para el público en general: la mejor manera de conseguir el tratamiento psiquiátrico adecuado es estar muy bien informado.

Así lo pienso yo también. Los periodistas necesitan más formación sobre cómo tratar los temas relacionados con la psiquiatría y con la salud mental.

Eso está ocurriendo ya en Estados Unidos. Hay conferencias para ayudar a los periodistas a ser menos enfáticos en la promoción de excesivos tratamientos. Es muy importante que la gente valore los riesgos contra los beneficios. Cada tratamiento para cualquier persona tendrá una utilidad potencial y unos riesgos potenciales. Algunas personas tienden a sobreestimar los riesgos e ignorar los beneficios. Otros tienden a sobreestimar los beneficios e ignorar los riesgos. Además, tendrás que oponerte a algunas personas que dicen que la medicina es inútil, y otras personas que promueven la administración de medicamentos a todos los pacientes. Un enfoque sensato debe intentar ser específico para las necesidades de cada persona y no tener una actitud basada en la ideología, sino en lo que es mejor para el paciente individual.

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¿Qué te parece el denominado movimiento de «psiquiatría biológica»? ¿Se acabó? ¿El club de la serotonina está cerrado? 

Todas las teorías de la historia de la medicina se han equivocado. La teoría humoral que hacía provenir la enfermedad psiquiátrica de un desequilibrio de la sangre, de la bilis negra y la bilis amarilla en el hígado, se prolongó durante cuatro mil años, hasta mediados de 1850. La teoría de los neurotransmisores duró apenas cincuenta años. La esperanza fue que habría una respuesta sencilla a las complejidades del cerebro. El cerebro es increíblemente complicado y no hay respuestas simples. No hay un principio unificador. La teoría de los neurotransmisores está obsoleta. La psiquiatría biológica es la esperanza del futuro, pero un bombo publicitario en el presente. Cada vez que se lee un artículo científico sobre esto es útil ser muy suspicaz porque solo se publican los resultados positivos. La mayoría de los hallazgos biológicos no se replican. Estamos muy lejos de tener las pruebas biológicas para cualquier condición psiquiátrica. El entusiasmo suscitado en cada artículo es más el resultado del empuje del investigador. También es una forma de obtener el dinero de la subvención. Es imposible ahora creer en cualquier hallazgo nuevo porque rara vez se confirmaron en los resultados posteriores. Esto no significa que la empresa emprendida sea equivocada. Estamos aprendiendo poco a poco, más y más. En cincuenta años probablemente vamos a comprender siete u ocho mecanismos de lo que ahora llamamos «esquizofrenia». Puede haber cientos de esquizofrenias y llevará mucho tiempo averiguar qué es lo que está pasando. Es difícil de entender el cáncer de mama y la mama es el órgano más simple del cuerpo. Así que será muy difícil entender la patología del cerebro cuando es tan complicado. Esto no significa que debemos dejar de intentarlo, pero no deberíamos invertir todo en una apuesta a largo plazo sobre el futuro y pasar por alto las necesidades de la gente hoy en día, y esto es lo que está pasando. La psiquiatría biológica es muy valiosa, pero también está terriblemente sobrevalorada. No debemos desviar la atención y debemos darnos cuenta de que no está ayudando a casi nadie hoy día. Tenemos que tener cuidado de las personas y no solo preocuparnos por las sustancias químicas, los transmisores y las redes de sus cerebros.

En tu libro cuentas que tu esfuerzo contra el sobrediagnóstico y la sobremedicación de las enfermedades mentales te ha costado la relación con muchos compañeros de trabajo. Tu heterodoxia, digamos, fue muy cuestionada desde la Asociación Americana de Psiquiatría. 

Eso es cierto. El tomar postura en este tema te aleja de muchas personas valiosas. Pero pienso que merece la pena contar lo que está pasando, que no podría vivir quedándome al margen. Es cierto que la APA ha cambiado y que hay buenos planteamientos actualmente. He trabajado codo con codo y durante años con casi todos sus dirigentes y son gente muy competente aunque tengamos discrepancias. Yo estoy más cercano a psiquiatras como Fuller Torrey, con quien te recomiendo que contactes. Es un tipo muy interesante y gran escritor.

Estaba pensando en el subtítulo de tu libro Saving normal: «El abuso de la psiquiatría», o al menos esto es lo que se ha traducido en España.

¿En serio? ¿Lo han titulado así? ¿Cuál es el título completo?

Se titula ¿Somos todos enfermos mentales? Y el título en Inglés —Salvar a los normales— es muy hermoso. El subtítulo: «El abuso de psiquiatría». ¿No crees que es excesivo hablar de la psiquiatría de esta manera? ¿O no has escrito eso?

¡No sabía que lo habían traducido así en castellano!

Eso es muy importante, y era una de mis vacilaciones sobre el libro.

Lo que quise decir con ello es que es igualmente importante salvar a los «normales» al tiempo que proporcionamos una atención psiquiátrica adecuada para las personas que están abandonadas actualmente. Hay dos tipos de abusos. Estamos interviniendo demasiado con las personas que no lo necesitan, en su mayoría desde los médicos de atención primaria pero también por los psiquiatras. Así que demasiada atención para personas que no la necesitan, pero al mismo tiempo abandonando a las que lo necesitan.

Ese subtítulo en España…

Supongo que buscan vender muchos ejemplares.

¿Qué piensas sobre el estigma del psiquiatra? La figura del psiquiatra, sobre todo en el cine, está estrechamente relacionada con lo malo, lo terrible. 

El retratar a los psiquiatras como villanos en las películas es un tema muy interesante para vender entradas. Retratar una buena psicoterapia no es tan interesante para el público. La mala psiquiatría es dramática, teatral… La psiquiatría es una relación de sentido común, muy emocionante para las dos personas involucradas, pero no es tan interesante para otras personas que estén mirando. Una buena relación terapéutica es menos interesante.

El mundo de la literatura no está hecho a base de buenas relaciones. El mundo de la literatura se construye sobre relaciones extremas, destructivas, en el borde de lo posible. No culpo a los directores de cine: tienen que ganarse la vida.

Pienso en Ordinary People —¿viste esa película?—. Esa es la forma de psiquiatría que me gusta. No es gente espectacular, es gente corriente. Los psiquiatras comunes son como la gente corriente. La película es profunda y conmovedora, pero no dramática.

Yo pienso en las personas involucradas en una buena relación psicoterapéutica, donde ambas personas tienen su corazón en ella y las dos personas tienen su mente en ella, es una cosa hermosa. Es una hermosa experiencia humana, pero no es nada dramático. Yo creo que por eso las películas nos estigmatizan. No creo que la psiquiatría haya acertado en la presentación de lo que hacemos. Tratamos problemas de la vida que otras personas quieren evitar. Nos ocupamos de los dolores más profundos, nos ocupamos de los comportamientos más criminales. Ayudamos a la gente a encontrarse a sí mismos. Pero no somos magos. No podemos leer la mente de las personas. La mayoría de nosotros no somos el Mal, pero muy pocos de nosotros somos santos. Somos seres humanos intentando ser útiles a los demás lo mejor que podemos. Creo que la psiquiatría mejora cuando se presenta con un rostro humano y no pretende saber más de lo que sabemos ni reclamar mayor poder del que tenemos. Es una combinación de una relación humana con algo de lo que hemos aprendido acerca de las técnicas de psicoterapia y el uso adecuado y prudente de los medicamentos solo cuando es necesario: esto es una buena psiquiatría. He conocido a miles de pacientes que se han beneficiado de ella. He conocido a varios cientos que han sido perjudicados. Todo lo que tiene poder puede ayudar o puede hacer daño.

Muy pocas personas son completamente felices con su vida —esa es la naturaleza de la existencia humana— pero la mayoría de personas que han tenido un psiquiatra se han beneficiado. Los principales riesgos en el mundo en que vivimos son, por un lado, el exceso de atención médica para las personas que no la necesitan, y la poca atención para los que la necesitan, y el poco tiempo que se concede para que se estructure una relación terapéutica.

Yo tenía un amigo en Japón que escribió un artículo titulado «Zen y el arte de la psicoterapia». Su nombre es Yukata Ono, es un buen amigo mío. Describe en este artículo cómo puedes lograr un sentimiento y una relación de ternura. Incluso en diez minutos se puede hacer un montón de trabajo. Si usted se preocupa mucho y si usted es capaz de encontrar una cosa que importa.

A lo largo de mi carrera me ha gustado supervisar en la sala de urgencias. Ese es el lugar en el que vida de las personas es más influenciable. Descubrí una cosa muy interesante: en mi práctica como psicoterapeuta traté a una persona durante catorce años, dos veces a la semana. Yo no tenía apenas impacto en su vida, nada. En la sala de urgencias vi gente durante quince minutos sin apenas conocerlos. Me ha encantado que alguna de esa gente se acercara a mí dos años más tarde y que me dijera «Tus palabras me cambiaron la vida».

No es la cantidad de tiempo que dedicas —la cantidad de minutos— es la calidad. A veces, si es el momento adecuado y se puede encontrar «lo que hay que decir», se puede cambiar la vida de alguien. Me gustaría enseñar a los residentes que la mayoría de lo que les van a decir a los pacientes casi nadie va a recordarlo, no les va a importar, pero si hay una sola cosa que se puede decir que importa, eso podría cambiar la vida de una persona.

Esa es una idea muy importante. Pero ¿cuál es el límite entre la salud y la enfermedad? ¿Es posible saber cuándo termina la tristeza y comienza la patología?

No hay un límite claro entre la salud y la enfermedad. Es una construcción social que cambia con el tiempo y el lugar, la disponibilidad de los terapeutas, el afán de los pacientes por buscar ayuda. Pero creo que lo que está claro es que si alguien tiene problemas graves, persistentes y generalizados que requieren atención psiquiátrica, probablemente no la conseguirán por sí mismos. Cierto que la frontera entre la salud y la enfermedad no tiene un límite muy claro. No hay confusión cuando la gente está muy saludable o muy enferma. Debemos centrar nuestra atención en aquellas personas que tienen problemas graves, crónicos, generalizados. Son muy fáciles de diagnosticar y tenemos una predisposición muy buena hacia ellos. A las personas que están «en la frontera», muchas veces las cura el paso del tiempo o la vida o el mismo crecimiento. A las personas muy enfermas, la vida no las cura, el placebo no las cura. Necesitan ayuda.

¿Crees que hay un continuo entre la enfermedad y la normalidad, o hay un límite claro?

Creo que lo propones nos remite más a un continuum. Creo que a lo mejor hay ciertas personas que tienen déficits ya al nacer, como un retraso mental, que condiciona claramente la existencia de muchos más problemas. Pero lo que tú propones nos remite a un continuum.

¿Es posible utilizar drogas psiquiátricas para mejorar la calidad de vida de las personas que no tienen una enfermedad? ¿Para producir placer? ¿No es el placer un indicador de un aumento de la calidad de vida? ¿Es una función de la psiquiatría el mejorar la vida de los seres humanos?

En todos los medicamentos existe un riesgo y un beneficio. Los beneficios de la medicación para las personas con problemas severos son claros y vale la pena el riesgo. A medida que los problemas se vuelven más leves, la medicina es mucho menos necesaria. La tasa de respuesta al placebo aumenta. La tasa de respuesta al placebo para problemas leves es del cincuenta por ciento o más. En caso de problemas graves, es cercana a un diez por ciento. El verdadero beneficio de la medicación es menor cuanto más suave es el problema. Los riesgos siguen siendo los mismos, tanto si se trata de un problema grave como de un problema leve. Pensando en la relación de riesgo-beneficio está muy claro para mí que en las personas con problemas graves merece la pena el riesgo. Pero para las personas con problemas leves la medicación debe ser un último recurso. Solo después de haber intentado todo lo demás, incluyendo una observación vigilante y una psicoterapia.

Lo que está pasando en nuestra sociedad es que las compañías farmacéuticas no están demasiado interesadas ​​en los pacientes graves ya que representan una parte muy pequeña de la población. Están más bien muy interesadas en la gente que está bien o casi bien porque representan una parte muy grande de la población, y porque son muy buenos respondedores al placebo, y también porque suelen tener dinero. La comercialización excesiva de drogas psiquiátricas está dirigida hacia las personas con salud. Ese es el gran mercado y hay clientes felices debido a una alta tasa de respuesta al placebo. Incluso si no necesitan la medicina en absoluto responden y sienten que el medicamento es útil y por lo general lo toman por largos periodos de tiempo. El verdadero interés de las empresas farmacéuticas es centrarse en las personas que no necesitan medicamentos. Son los clientes perfectos para la industria farmacéutica. Al influir en los médicos de atención primaria han medicalizado la angustia de la vida cotidiana. En España muchas personas toman medicamentos como ansiolíticos, antidepresivos o antipsicóticos para afrontar los problemas de la vida cotidiana. Creo que si el ciudadano medio tiene dificultades en la vida —pierden el trabajo, tienen problemas financieros o problemas en el matrimonio, o pierden un ser querido— estos son parte de la experiencia humana y la medicación es probable que sea más perjudicial que útil. Creo que los niños que son hiperactivos, en su mayor parte lo superan al crecer. Probablemente un dos o tres por ciento de esos niños debería recibir medicación para el trastorno de déficit de atención. Ahora en los Estados Unidos la cifra de niños en tratamiento farmacológico es más de tres veces superior. En los Estados Unidos, el quince por ciento de los niños hasta que cumplan los dieciocho años tendrá diagnóstico de TDAH. ¡Un quince por ciento! El mejor predictor de obtener un diagnóstico es ser el niño más pequeño de la clase. Los más pequeños de la clase son menos maduros. Así que ahora la madurez está siendo diagnosticada como una enfermedad. Estamos tomando problemas educativos y problemas sociales y haciéndolos problemas médicos. Son problemas que deben ser tratados con soluciones educativas y sociales. En su lugar tenemos personas que dicen que eso es un trastorno mental y que hay que darles una pastilla. Las pastillas se usan ​​en exceso en la sociedad. Para un ciudadano medio puede haber un beneficio a corto plazo, pero solo a corto plazo, y un riesgo a largo plazo. Las benzodiacepinas son fármacos muy malos. Los peores son los medicamentos analgésicos. En los Estados Unidos los analgésicos opioides están tras la muerte de diecinueve mil personas al año. Analgésicos recetados. Causan mucha adicción a opiáceos y a la heroína. Son las peores píldoras en el mundo. ¿Se usan en exceso aquí también?

Sí, creo que sí.

Son los peores medicamentos del mundo. La gente debe evitarlos. Los médicos los dan como caramelos. La segunda peor medicina en el mundo: las benzodiacepinas. Muy a menudo las personas se vuelven adictas a ellas, y entonces es casi imposible retirarlas porque los síntomas de abstinencia son terribles. Estos son medicamentos que no deben ser utilizados por casi nadie y, sin embargo, se están utilizando con mucha frecuencia. La gente debe darse cuenta de que los medicamentos no son píldoras de la felicidad —que pueden tener efectos secundarios muy malos, incluyendo un deterioro cognitivo marcado—. Deben tomarse con mucho cuidado cuando no hay una razón clara para ello.

En España hay una gran preocupación con el tema del suicidio. ¿Piensa usted que el suicidio siempre se asocia a una enfermedad mental? ¿O hay suicidios que obedecen a otras causas?

No siempre el suicidio es consecuencia de una enfermedad mental. Especialmente en el caso de los niños y de los ancianos. Ahí es raro que podamos hablar de una enfermedad mental como factor causal. Y en algunos casos de los adultos pasa lo mismo. No, no se puede asociar siempre el suicidio a la enfermedad mental. Hay que buscar otras explicaciones en muchos casos.

¿Qué piensa usted sobre la llamada «naturaleza humana»? ¿Existe?

Yo creo que la gente de hoy en día somos muy similares a nuestros antepasados de ​​hace doscientos mil años. La selección natural no ha cambiado nuestras personalidades apenas. La variedad de formas de ser que tenemos hoy probablemente existía entonces. El diagnóstico sí puede cambiar muy rápidamente. Las pequeñas diferencias en las definiciones y cómo se aplican estas definiciones pueden resultar en tasas variables de TDAH, depresión y trastornos de ansiedad, por ejemplo. Cada vez que hay un aumento muy rápido en un diagnóstico concreto significa que detrás hay una moda pasajera. Esto no significa que la gente esté más enferma. No hay más autistas que los que había hace veinte años. Está siendo diagnosticado cincuenta veces más frecuentemente porque los criterios cambiaron y se consiguen más servicios escolares con un diagnóstico de autismo. Así que las personas son iguales pero los hábitos diagnósticos son muy cambiantes.

Hace casi treinta años el DSM dejó de usar términos como «neurosis» o «histeria» pero estos siguen utilizándose en el discurso cotidiano. ¿Cuál es tu opinión de la fibromialgia?

Creo que los síntomas de la fibromialgia son muy aparentes en las personas que la padecen. Yo no creo que haya una sola causa de la fibromialgia, creo que habrá unas treinta o cincuenta causas diferentes. No debemos asumir que cuando no entendemos una condición es que es psiquiátrica. Muy a menudo se asume que que si no podemos explicar un síntoma es que debe haber una explicación psicológica. Yo no creo eso. Hay muchos síntomas médicos que simplemente no entendemos. Todas las personas con fibromialgia sufren una desmoralización secundaria que puede o no necesitar ayuda. La comunidad de las personas con fibromialgia están muy enfadada con la psiquiatría, y muy enojada con los médicos que los derivan a los psiquiatras porque para ellos eso significa que su problema médico no se está tomando en serio, que se buscan sus causas y que están siendo «culpados» de que algo en su cabeza no funciona.

Tenemos que aceptar la incertidumbre. Muy a menudo, cuando no entendemos algo, deberíamos discutirlo francamente con el paciente y decirles que «no entendemos por qué pasa esto». Es mucho mejor quedarte con una explicación así que pensar que tienes cáncer o algo que sería mucho más grave. La incertidumbre es mejor que la certeza de una terrible enfermedad. Pero sigue siendo difícil para la gente aceptar que hay muchas cosas en la vida que todavía no entendemos.

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Fotografía: Angelika Warmuth / Corbis

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Hay tumores malignos y malignos

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Imagen cortesía de brainspinesurgery.

Evolución de un tumor cerebral. Imagen cortesía de brainspinesurgery.

Tener un cáncer es siempre una mala noticia pero tenerlo en el cerebro es, y disculpen el mal lenguaje, una putada. El nervioso es quizá el tejido más delicado, con nula capacidad de regeneración y donde el acceso de los cirujanos al sistema nervioso central está dificultado no tanto por sus distintas protecciones (cráneo, meninges, barrera hematoencefálica, líquido cefalorraquídeo) que también, sino por la propia fragilidad e importancia del cerebro.

Pero la cosa, aunque no lo crean, puede ser incluso peor: un tumor cerebral no solo te puede matar sino que antes te puede convertir en alguien distinto a quien tú eras, capaz de un comportamiento delictivo y repulsivo. Y en mi opinión y la de muchos nada hay tan aberrante como la pederastia, abusar de un niño o una niña para obtener una gratificación sexual.

El abuso sexual a menores es toda conducta en la que un menor es utilizado como objeto sexual por parte de otra persona con la que mantiene una relación de desigualdad, ya sea en cuanto a la edad, la madurez o el poder. Un pedófilo es una persona que tiene una orientación sexual dirigida hacia niños o niñas prepúberes, de doce años o menos. En ocasiones pederastia y pedofilia se usan como sinónimos pero para muchos profesionales un pedófilo podría no llegar nunca a abusar de niños sino que se quedaría en los límites de las fantasías sexuales y el pederasta pasa a los hechos. No todos los pedófilos son pederastas y viceversa. Los pederastas se definen por sus actos, los pedófilos por sus deseos. Algunos pedófilos consiguen no acercarse sexualmente a un niño jamás, pero ignoramos qué porcentaje son del total porque normalmente sabemos de los pedófilos cuando intentan o hacen algo y son detenidos.

La pedofilia es un trastorno mental que los psiquiatras agrupan junto a otras parafilias donde se incluyen fantasías potentes y recurrentes, ansias sexuales o comportamientos que incluyan niños, sujetos no humanos o adultos en relaciones no consentidas, o sufrimiento o humillación en uno mismo o en la pareja. Hay dudas sobre si los pedófilos se sienten atraídos también por adultos. La mayoría de lo que sabemos sobre la pedofilia se basa en personas acusadas de delitos sexuales contra niños, por lo que pueden exagerar su interés sexual por adultos para parecer más «normales».

Tendemos a pensar en los pedófilos como monstruos solitarios, casos excepcionales, pero no es así. En la Operación Rescate de 2011, policías de treinta países incluido España hicieron caer una red de pornografía infantil con más de setenta mil miembros, identificando a seiscientos setenta sospechosos, arrestando a ciento ochenta y cuatro y poniendo bajo la custodia de los servicios sociales a doscientos treinta niños que estaban siendo explotados por la red. Entre los detenidos había personas de las que uno esperaría que estuvieran en primera línea en la defensa de un niño como policías, maestros o responsables de grupos de Boy Scouts. Un año más tarde, una nueva operación denominada Sunflower identificó otros ciento veintitrés niños explotados sexualmente solo en los Estados Unidos, cinco menores de tres años, nueve de entre cuatro y seis, veintiuno de entre siete y nueve, once de entre diez y doce, treinta y ocho de entre trece y quince y quince de entre dieciséis y diecisiete. Doscientos cuarenta y cinco adultos fueron arrestados. El nombre del operativo, Sunflower (girasol) fue porque en un vídeo requisado por la policía danesa se veía una niña de once años víctima de abusos sexuales y en el coche que la llevaba se veía al fondo una peculiar señal vial con forma de girasol. La policía danesa envió a la estadounidense el vídeo, lo que llevó a la identificación de la localidad, un pueblo de Kansas, de ahí a la localización de la niña, que fue el hilo para encontrar a la persona que había grabado el vídeo, que a su vez llevó hasta el servidor usado, bajo claves y seudónimos, para el intercambio de pornografía infantil, lo que hizo que cayera toda la red.

Un reciente caso clínico publicado en la revista Archives of Neurology por Jeffrey Burns y Russell Swerdlow se centra en un peculiar caso de pederastia. Un hombre, un maestro de escuela de cuarenta años, empezó a navegar en secreto por páginas web con pornografía infantil y a solicitar los servicios de prostitutas en salones de masajes, actividades que no había realizado antes. Aunque había tenido interés por la pornografía durante la adolescencia nunca se había sentido atraído por los niños y nunca había tenido problemas maritales o sociales al respecto.

A lo largo del año 2000 compró una colección cada vez más grande de revistas pornográficas y frecuentaba cada vez más páginas web con contenido sexual explícito. Mucho de ese material se centraba en niños o adolescentes e iba especialmente dirigido a personas que buscaban pornografía infantil. Empezó a hacer sutiles avances sexuales hacia su hijastra prepúber que pudo ocultar a su esposa durante semanas. Cuando la niña le contó a su madre lo que estaba pasando, ella descubrió su obsesión con la pornografía y en particular con la pornografía infantil e hizo que el juez le expulsara de la casa común, fue declarado culpable de molestar a niños y medicado contra la pedofilia. Declaró a uno de los médicos que «sé que aquel comportamiento era inaceptable pero el ansia de placer superaba mis frenos morales».

El juez decretó que tenía que realizar un programa de rehabilitación contra las obsesiones sexuales, el programa en doce pasos de Sexólicos Anónimos, o ir a prisión, y el paciente optó por la primera opción. Sexólicos Anónimos es una asociación donde un grupo de personas, bajo supervisión profesional, intentan ayudarse unos a otros para resolver sus problemas relacionados con el sexo y lograr lo que ellos llaman «sobriedad sexual». Sin embargo, esta persona fue expulsado cuando pidió relaciones sexuales a las mujeres que participaban en el programa, tanto a personas que trabajaban allí como a clientes. La expulsión del programa terapéutico implicaba su ingreso inmediato en una penitenciaría, así que el caso volvió al juzgado para que se estableciera la duración de la condena.

La tarde previa a que se le comunicara la sentencia de prisión fue llevado a urgencias pues se quejaba de fuertes dolores de cabeza, de pensamientos suicidas, y decía que temía violar a su casera. En la consulta de psiquiatría, donde se le hizo un diagnóstico de pedofilia, se quejó también de problemas para mantener el equilibrio. La historia clínica recogía un traumatismo craneal sufrido dieciséis años atrás asociado a una pérdida de consciencia durante dos minutos sin secuelas neurológicas aparentes, dos años sufriendo migrañas e hipertensión. Durante el análisis neurológico pidió a mujeres del equipo médico favores sexuales y no fue consciente de que se había orinado encima. El análisis mostró algunas respuestas neurológicas anómalas, problemas en la escritura y al caminar; cuando andaba daba pasos cada vez más cortos y titubeantes. Otras pruebas de memoria, estado mental, sensibilidad olfatoria y habla, entre otras, dieron resultados normales. El médico ordenó que se le hiciera un escáner.

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Ubicación de la corteza orbitofrontal. Imagen: Paul Wicks (DP).

La resonancia magnética encontró que tenía un tumor cerebral, un hemangiopericitoma del tamaño de un huevo en la corteza orbitofrontal derecha, la zona situada en la región más anterior e inferior del hemisferio cerebral derecho, por detrás de la cuenca del ojo derecho.

La corteza orbitofrontal es una de las regiones cerebrales donde puede producirse bastante daño sin que apenas se note, sin que el paciente piense que debe ir al médico o incluso yendo, sin que el médico sospeche que algo anda mal. Esta región cerebral está relacionada con el juicio crítico, el control de los impulsos, la toma de decisiones y el comportamiento social. La corteza orbitofrontal se encarga de inhibir las acciones inapropiadas, vetando el impulso emocional inmediato que supone la obtención de placer y sustituyéndolo por una respuesta acorde a nuestra educación, a nuestras convenciones sociales, integrada con aquello que consideramos moralmente admisible y que nos permite seguir siendo un miembro aceptado en la sociedad.

Las personas con una lesión en la corteza orbitofrontal en la infancia tienen problemas para la adquisición de los principios morales y sociales y normalmente muestran un juicio pobre, poco control de los impulsos y sociopatía. Esta sociopatía normalmente se refleja en una tendencia a los comportamientos violentos, la ausencia de remordimientos o culpa, dar poco valor a las leyes, a las normas sociales y a los derechos de los demás y dificultades para mantener un trabajo. Son personas que a menudo viven en los márgenes de la sociedad. Si cometen algún crimen suele ser al azar y de forma espontánea y no planificada. Cuando la lesión ocurre en la vida adulta, sin embargo, se ve también sociopatía, pero el desarrollo moral establecido previamente se mantiene.

Podemos pensar que el protagonista del caso clínico fuera un mentiroso, que estuviera fingiendo para escapar del castigo de la justicia. Por otro lado nos puede preocupar que todos los pedófilos pidan ahora que se les haga un escáner, sugiriendo que no son ellos los responsables de sus actos sino un cáncer creciendo en su cabeza. La diferencia, el dato clave, es que el paciente tenía un historial normal, sin ningún comportamiento anómalo previo mientras que la mayoría de los pedófilos tienen normalmente problemas de comportamiento y una sexualidad aberrante desde la adolescencia.

Finalmente el tumor fue extirpado y tras completar con éxito el programa de rehabilitación contra la adicción al sexo de Sexólicos Anónimos el hombre pudo volver a su hogar. Sin embargo, en octubre de 2001, volvió a quejarse de dolores de cabeza y comenzó de nuevo a recopilar pornografía a escondidas. Un nuevo escáner reveló que el tumor había vuelto a crecer y tras su segunda eliminación quirúrgica, el comportamiento ilegal e inmoral desapareció por segunda vez, reforzando esa relación causal entre el tumor y la pederastia.

No sabemos cuál era el efecto de la presencia del tumor, por qué causaba esa alteración en el comportamiento. ¿Alteración de los circuitos neuronales? ¿Producción de una cantidad anómala de neurotransmisores excitatorios o inhibitorios que alterasen la química de la corteza orbitofrontal? ¿Cambios hormonales? Lo que está claro es que quienes somos es algo que está en nuestro cerebro.

Para leer más:

Burns JM, Swerdlow RH (2003) «Right orbitofrontal tumor with pedophilia symptom and constructional apraxia sign». Arch Neurol 60(3): 437-440.

Choi C (2002) «Brain tumour causes uncontrollable paedophilia». New Scientist. Enlace.

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¿Es el suicidio un acto de locura o de lucidez?

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Detalle de Lucrecia, de Rembrandt, 1664. Imagen: (DP).

Detalle de Lucrecia, de Rembrandt, 1664. Imagen: (DP).

Cierto día Emil Cioran conoció a un hombre que quería suicidarse. No nos consta qué razones tendría para dar ese paso, pero sí cabe suponer que no debían de ser apremiantes, pues ambos estuvieron hablando durante horas. El filósofo franco-rumano argumentaba que una vez había tomado la decisión de matarse ya se había liberado y por tanto no necesitaba llevarla a cabo. Tomar conciencia de que esa opción está a nuestro alcance, sostenía, «nos hace soportar los días y, más aún, las noches; ya no somos pobres, ni oprimidos por la adversidad: disponemos de recursos supremos. Y aunque no los explotásemos nunca, y acabásemos en la expiración tradicional, hubiéramos tenido un tesoro en nuestros abandonos: ¿hay mayor riqueza que el suicidio que cada cual lleva en sí?». Dicho más escuetamente, en uno de esos aforismos cargados de ironía que tanto le gustaban: «Vivo únicamente porque puedo morir cuando quiera: sin la idea del suicidio, hace tiempo que me hubiera matado».

No sabemos si este argumento convenció a su interlocutor. Tal vez sí, al menos hasta que se cruzase en su camino algún otro escritor y le hiciera regresar a su intención inicial, pues si algo ha abundado en las obras filosóficas y literarias es la apología del suicidio. Al fin y al cabo en el monólogo más célebre de la historia de la literatura su protagonista sopesa esa salida, que es la que tomó Madame Bovary, Ana Karenina, Werther u Otelo, mientras que George Bailey se queda al borde en Qué bello es vivir y Fry se lanza con el corazón roto desde el Vampire State Building en el último episodio de Futurama. La historia del pensamiento tiene su primer capítulo con Sócrates bebiendo de su propia mano la cicuta, como también se suicidó Séneca, que previamente había escrito cuán deseable era la muerte voluntaria: «Pues no es cosa buena el vivir, sino el vivir bien. Así, pues, el sabio vivirá cuanto debe, no cuanto puede: verá dónde ha de vivir, con quiénes, cómo, qué ha de hacer. Piensa siempre en la cualidad, no en la cantidad de la vida; si se presentan muchas cosas molestas y perturban la tranquilidad, se sale él mismo de la vida. Y no hace esto solamente en la fase última de la vida, sino tan pronto como empieza a vislumbrar la fortuna, examina con diligencia si se ha de acabar de vivir».

Muchos siglos después y en esa misma línea, David Hume escribió en un ensayo titulado Sobre el suicidio contra la creencia instaurada por el cristianismo de que el suicidio era un pecado contra Dios. Si nada sucede en el universo sin su consentimiento y cooperación, argumentaba, entonces tampoco la muerte de nadie, por muy voluntaria que sea. De esta manera concluye que «si no es un crimen, tanto la prudencia como el coraje deberían llevarnos a deshacernos de la existencia de una vez por todas, cuando se vuelve una carga». El suicidio dejaría por tanto de ser cosa de locos o de malvados, pasando a convertirse en un cálculo racional sobre si merece o no la pena asumir las calamidades que nos depara la vida. El problema es que las alegrías y las penas, así como el sentido último de la existencia, no son algo fácilmente mensurable, no es como escoger en el supermercado uno u otro producto en función del precio y la cantidad. Por eso Albert Camus comenzó El mito de Sísifo de esta forma tan contundente: «No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio. Juzgar si la vida vale o no vale la pena de vivirla es responder a la pregunta fundamental de la filosofía». En esa obra señalaba además un factor muy importante, cuya ausencia en teorizaciones anteriores en torno al suicidio en ocasiones hacían de estas poco más que un juego mental, una especulación de sobremesa entre amigos: «eEn el apego de un hombre a su vida hay algo más fuerte que todas las miserias del mundo. El juicio del cuerpo equivale al del espíritu y el cuerpo retrocede ante el aniquilamiento. Adquirimos la costumbre de vivir antes que la de pensar». Puede uno sostener racionalmente que la vida no tiene sentido o que el mundo es una sucesión interminable de horrores, pero el instinto de supervivencia es una fuerza profundamente íntima y arraigada en nuestro ser para el que todo eso no son más que palabras.

Por ello el escritor David Foster Wallace (que sabía muy bien de lo que hablaba, pues terminó suicidándose), analizando el asunto desde la perspectiva del que padece depresión psicótica, señalaba que quien intenta matarse a sí mismo no lo hace movido por una convicción abstracta o un cálculo racional sobre qué merece la pena y qué no. Comparaba la experiencia más bien con la agonía de quien está en un edificio en llamas y termina saltando por la ventana. Su terror a caer desde una gran altura es tan intenso como el que pueda sentir cualquier otra persona, lo que ocurre es que su aversión al fuego es aún mayor. Su acción tiene por tanto más que ver con la pura desesperación que con la reflexión filosófica. Ahora bien, ¿cuántos casos de suicidio se pueden vincular a un trastorno mental?

Tuvimos ocasión de preguntárselo a María A. Oquendo, toda una autoridad en lo referente al comportamiento suicida que ejerce como profesora de psiquiatría clínica en la Universidad de Columbia, es la actual presidenta de la prestigiosa Asociación Americana de Psiquiatría y desde enero del próximo año será también Chairman del Departamento de Psiquiatría de la Universidad de Pensilvania. Su respuesta fue que «al menos en Estados Unidos, el noventa y cinco por cien de las personas que se suicidan tiene algún antecedente psiquiátrico. En mi opinión, dentro de ese cinco por cien restante hay personas que también sufren un trastorno psiquiátrico pero nadie se ha dado cuenta. Lo digo porque lo he visto y lo veo en personas que tienen grandes reservas emocionales e intelectuales, que pueden estar sufriendo muchísimo y nadie a su alrededor se da cuenta. Por eso yo diría que buena parte de ese cinco por cien pertenece a este grupo. En todo caso, podría haber personas que se suiciden sin tener trastornos psiquiátricos». Como vemos, y de acuerdo al signo de los tiempos, lo que antes se consideraba un problema moral, de índole religiosa o existencial, ahora pasa a ser un problema médico. Entonces sí es fruto de un desequilibrio mental, ¿cómo podría prevenirse? «Muchas veces se considera el suicidio como el resultado de una crisis externa, ya sea financiera, emocional, relacional… y a pesar de que muchos individuos exhiban o tengan comportamientos suicidas a partir de esos detonantes, en verdad muchos pasamos por esas cosas en la vida y no se nos ocurre pensar en el suicidio. O sea que hay una predisposición en el individuo que le motiva a responder a una crisis de esa manera determinada. Y una de las cosas que me parece de suma importancia es que sabemos que el suicidio tiene un fuerte componente hereditario. Al igual que en las familias se habla de la herencia en casos como la tensión arterial o el cáncer de mama, también deberíamos tener conversaciones sobre el suicidio cuando se ha producido en una familia determinada. Por otra parte, también sabemos que el medio ambiente tiene influencia, porque en gemelos idénticos no hay concordancia al cien por cien en el caso del suicidio. Así que las experiencias individuales tienen un impacto importante. Pero de todas formas, sí sabemos que no es una cuestión de imitación, sino que hay una predisposición genética».

De manera que si retomamos la sentencia de Camus efectivamente el juicio del cuerpo/genética equivale al del espíritu… aunque no todos los cuerpos están predispuestos para retroceder ante el aniquilamiento. Es una cuestión muy interesante, porque al mismo tiempo que tal como vemos la ciencia desvincula el suicidio de las cuestiones morales y por tanto del libre albedrío, se reclama en diversos países la eutanasia como parte integrante de los derechos civiles. La eutanasia sería para sus partidarios una cuestión ética, una forma de tomar las riendas de nuestra vida acorde a aquello que reclamaba Séneca. Así que preguntamos a Oquendo por la reciente noticia del reconocimiento en Holanda de la eutanasia a cincuenta y cuatro pacientes psiquiátricos, incluida una chica con trastorno de personalidad severo y una depresión severa. Esto es lo que nos respondió: «Es una pregunta muy difícil, porque uno de los síntomas claves de los trastornos psiquiátricos, especialmente de ciertos trastornos de personalidad y de ciertos cuadros relacionados con el abuso de sustancias, es querer morirse. Al mismo tiempo hay una fracción de pacientes que no responden a los tratamientos. Y es de suma importancia perseverar en poder estabilizar al paciente. Y no darse por vencido. Yo me dedico a la psicofarmacología, y la mayoría de los pacientes que trato tienen trastornos que son resistentes. Hay veces que puedo resolver el problema, pero tardo uno o dos años, porque por definición cuando llegan está claro que no va a ser una cosa sencilla. Por ejemplo, tengo una paciente a la que he estado tratando durante quince años. Y después de ingresar varias veces en el hospital por su trastorno bipolar, al fin pudimos llegar a un cóctel que la estabilizara completamente. Hubiéramos podido darnos por vencidos. Después de diez años podríamos habernos dicho: “Bueno, ya. Hemos hecho todo lo posible y nos damos por vencidos”. Y sin embargo, logramos finalmente estabilizarla. Creo que es un buen ejemplo de la persistencia que se requiere a veces para alguno de esos trastornos».

Detalle de La muerte y la doncella, de Marianne Stokes.

Detalle de La muerte y la doncella,de Marianne Stokes. Imagen: DP.

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Los miserables

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Bud y William Fields, Hale County, Alabama, 1936. Fotografía: Walker Evans / Library of Congress (DP).

«A continuación voy a contarles un cuentecillo feo, una historia que me enferma y avergüenza de todo corazón; por suerte, tiene lugar en un país del que la mayoría de nosotros no hemos oído hablar nunca y, además, las partes más tristes son todas de oídas, “sin pruebas irrefutables”; de modo que bien podríamos fingir que no son ciertas»: así empieza William T. Vollmann uno de los capítulos de Los pobres. El cuento que les voy a contar yo ahora me enferma y entristece tanto como a Vollmann el suyo; a diferencia de este, no tiene lugar en Kazajistán o Yemen, sino aquí, y como todos conocemos a los protagonistas de estas historias aunque sea «de vista», difícilmente podríamos fingir que no son ciertas.

Aunque los vemos a diario, de los pobres no sabemos casi nada. Quien haya leído Elogiemos ahora a hombres famosos, de James Agee y el fotógrafo Walker Evans, sabrá más de la vida diaria de los aparceros de la Alabama de los años treinta que de los sintecho que duermen en nuestras calles. Es cierto que la de los Tingle, los Fields y los Burroughs —así se llamaban las familias que Agee y Evans retrataron— es una pobreza circunscrita, la miseria propia de una época, diferente en muchos aspectos a la de nuestro tiempo. Un muestrario más amplio de la pobreza puede encontrarse precisamente en el monumental, en todos los sentidos, libro de Vollmann. En Los pobres, Vollmann amplía el campo de batalla desde Estados Unidos a Rusia, sin eludir Afganistán, Vietnam o Colombia. En sus páginas encontramos a Sunee, una tailandesa alcohólica que no atina a contar su historia a derechas, a Wan, una mendiga que cree que es rica, o a Natalia, una rusa epiléptica que cree que la culpa de su situación la tiene el destino, en forma de picadura de garrapata: «Nací en un mal momento. Hay mucho veneno de garrapata en otoño». A Vollmann le pareció sorprendente la concepción del destino que tenía aquella mujer fruto de la era comunista, pero más le sorprendió que las respuestas de estas personas a la pregunta «¿Por qué eres pobre?» fuesen tan parecidas. Pese a las diferencias culturales, a la hora de explicar su situación aquellos hombres y mujeres apelaban de alguna forma al destino: unos invocaban a Alá («Alá así lo ha querido»), otros al karma («Porque fui malo en mi vida anterior»). En la mayoría de los casos, tendían a culparse y, lo que es peor, a resignarse: no se puede hacer nada para salir de la pobreza.

«Los pobres nunca, o casi nunca, pedirán una explicación de todo lo que tienen que soportar. Se odian entre ellos, y se conforman con eso». Vollmann recuerda esta frase de Viaje al fin de la noche en la introducción del libro. A su vez, la frase de Louis-Ferdinand Céline me recuerda a otro «viaje al fin de la noche»: el que emprendió el psicoanalista Patrick Declerck a finales de los ochenta. Durante más de quince años, como ese otro médico de pobres que fue el propio Céline, Deckerck atendió a los clochards de París en la calle, en centros de alojamiento y en hospitales. Su experiencia se recoge en Los náufragos, un magnífico libro que parece estar escrito desde las entrañas: «La mayoría de las veces, los odio», reconoce, «Apestan. Apestan a mugre, a pies, a tabaco y alcohol malo. Apestan a odio, rencores y envidia. Se roban entre ellos. Aterrorizan a los más débiles y a los impedidos. Acechan, como ratas, el sueño de los demás para quitarles sus miserias: botellas medio vacías, bolsas inmundas demencialmente llenas de trapos sucios y de periódicos rotos. También se matan. A veces violentamente, en la explosión de una conciencia alcoholizada o de manera muy deliberada, tras haber destilado durante mucho tiempo, resentimientos soterrados y pueriles. Violan a sus mujeres o las prostituyen por cuatro perras, por pastillas, cigarrillos o alcohol. Ellas no protestan, brujas que se ríen burlonamente con bocas desdentadas. Es imposible no odiarlos».

Pero esperen un momento, por favor, antes de juzgar a Declerck con demasiada dureza. Al fin y al cabo, son pocos los que se atreven a ir a Molokai… Como tal vez recuerden, Molokai era la isla adonde se enviaba a los enfermos de lepra para que acabaran de pudrirse. Antes de despedirse de ellos, sus familiares les organizaban un buen entierro. La ceremonia era simbólica, claro, su ataúd estaba vacío, pero para sus familiares ya estaban muertos. Peor aún, sabían que los enviaban a un lugar sin ley. De Molokai se decían cosas horrendas, como que los niños de ambos sexos tenían que prostituirse para poder comer. Nadie en sus cabales querría ir allí… Salvo el padre Damián, recuerda Declerck. Es curioso que el psicoanalista sacara a colación la historia del religioso belga en su libro sobre los indigentes. Imagino que en más de una ocasión la tuvo en mente al tratar con ellos.

El libro de Vollmann tiene el mérito de ofrecer una visión panorámica, y al mismo tiempo a ras de tierra, de la pobreza. El americano está familiarizado con los bajos fondos, la violencia, las putas… Está acostumbrado a trabajar a pie de calle. Sin embargo, al igual que Agee, Vollmann es rico: «A veces me dan miedo los pobres […] Mi miedo a las personas a las que defino como pobres forma parte de lo que me define como rico». Los ricos miramos a los pobres desde arriba; tal vez desde la compasión; en el mejor de los casos desde el respeto; siempre desde la distancia. Declerck, como el padre Damián, no duda en arrodillarse en esas islas de Molokai que son algunas aceras. No los mira desde tan alto. Además, se atreve a mirarlos de frente, con los dos ojos. Como Nietzsche, el francés cree que «para ver algo por entero, el hombre debe tener dos ojos, uno de amor y otro de odio».

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Padre Damián, 1889. Fotografía: Sydney B. Swift (DP).

En el invierno de 1985, Patrick Declerck se pone sus calzoncillos «de aventura» (por cosas de la vida, datan de la liberación de Bruselas ¡en 1944!) y un par de collares antipulgas (uno en el codo y otro en el tobillo). Se camufla bajo la ropa más andrajosa que es capaz de encontrar y, una vez escondidos los documentos de identidad en su habitación, se infiltra entre los indigentes en el Centro de Acogida de Nanterre. Declerck sabe lo que le espera. Él mismo conoció la indigencia, aunque brevemente y de forma muy atenuada, cuando se instaló en París procedente de su Bruselas natal. Sabe lo que es pedir. Sabe lo que es tener que defecar entre dos coches. Conoce el miedo a que te meen encima mientras duermes. Y a que te roben (muchos indigentes duermen con los zapatos atados al cuello para no despertarse descalzos). Conoce su rabia, una rabia infinita, «un odio sin objeto», contra el mundo entero… Y sabe lo que es vagar a la intemperie durante horas. «Caminar es, en cierto sentido, lo contrario de vivir en una casa», escribe Tomas Espedal. Y a Declerck fue precisamente ese caminar sin rumbo lo que le salvó: «Después de tres o cuatro horas, ya no se está de pie, se está casi a caballo. A caballo sobre uno mismo. Para llevarse más lejos. Más lejos todavía. A pesar de uno mismo. Contra uno mismo». Sin duda, los conoce bien. No obstante, no está preparado para lo que ve en Nanterre. De modo que, cuando sale de allí, decide dar parte a la policía de lo que ocurre. Como era de esperar, nadie hace nada. Fuera de Nanterre nadie cree que una parte del siglo XIX pueda perdurar en pleno siglo XX.

Poco después decide volver a Nanterre para atenderlos, y lo hará durante quince años, tras los cuales llega a la siguiente conclusión: «He ayudado a cuidarlos. Creo haber aliviado a más de uno. Sé que no he curado a ninguno». ¿Curarlos? ¿Exactamente de qué? Este es un punto que conviene aclarar, ya que nos encontramos en terreno pantanoso. A la pobreza la rodea una especie de bruma comparable al estado mental de aquellos que despiertan sobre cartones cada mañana. Las fronteras de este Molokai que es la pobreza no están bien definidas. Intuimos que por el norte linda con el alcoholismo; por el sur, con el analfabetismo; por el este, con la enfermedad mental; por el oeste, con el desempleo… Pero las líneas de demarcación no están trazadas con exactitud. Es evidente que no se puede explicar la situación de estas personas apelando únicamente a aspectos socioeconómicos. Al leer las historias que Declerck recoge en su libro, queda claro que hay además otros factores personales a tener en cuenta. Sin embargo, gran parte de la psiquiatría cree que la indigencia, como no es un diagnóstico psiquiátrico, ni siquiera un síntoma, no es exactamente de su competencia. Este tirarse la pelota los unos a los otros, de lo social a lo psiquiátrico y viceversa, solo contribuye a perpetuar el naufragio de estas personas.

Al margen de las historias individuales, y las interpretaciones de Declerck, el libro contiene información muy valiosa de la que habría que tomar nota si de verdad queremos ayudarlos. Si algo muestra el libro de Declerck es lo poco que sabemos de ellos. Sorprende ver cómo reaccionaron los internos de Nanterre a la limpieza y renovación de las instalaciones en 1995: «La limpieza, la novedad y la sobria claridad de la arquitectura resultaron insoportables para muchos. […] Locales devastados, paredes embadurnadas de excrementos. Los albergados combatieron la asepsia ambiental eludiendo masivamente lavarse y limpiarse la ropa. Algunos se pusieron a amontonar desperdicios en sus habitaciones, transformándolas así en cubos de basura gigantes». Y que algunas medidas que se tomaron para preservar su dignidad y seguridad tuvieran efectos antagónicos: la eliminación de la obligación de ducharse hizo que aumentaran los problemas de higiene y las enfermedades; el hecho de que los internos pudieran cerrar las puertas de los dormitorios desde dentro hizo que incrementase su sensación de desamparo.  

Tampoco estaría de más reflexionar sobre cómo ha cambiado el perfil de la pobreza en los últimos años. Declerck dice en su libro que los migrantes, especialmente los que provienen de Europa del Este, son ahora quienes ocupan más plazas de los albergues, desbancando así a los «indigentes clásicos». Los propios indigentes dicen sentirse amenazados por los migrantes. Al igual que muchas personas fuera de Nanterre, piensan que han venido a comerse su sopa. Como señala Declerck, ni siquiera a la miseria le gusta compartir… Además, la inseguridad es tal que las autoridades del centro han subcontratado el trabajo de vigilancia a empresas privadas. El propio Declerck volvió a intentar infiltrarse entre los indigentes en 2005 y, visto el perfil de estos nuevos inquilinos (en algunos casos acostumbrados a los ambientes carcelarios), se asustó y, a la entrada del centro, se dio la media vuelta. «No se ha terminado de pasar miedo en Nanterre», concluye.

Pero tal vez lo más sobrecogedor de Los náufragos sea la idea de que algunos indigentes han interiorizado su situación hasta el punto de no poder vivir de otra manera. Esto no absuelve a la sociedad y hace que la culpa recaiga únicamente sobre ellos. Al contrario. Como dice Declerck, este tipo de sintecho es doblemente víctima, y nosotros, como sociedad, somos responsables por partida doble «pues no contentos con rechazarles del mundo del trabajo y de sus beneficios, de condenarles a existencias lamentables y de destinarles a sufrir en su carne la malnutrición y miserias psicológicas que pertenecen al siglo XIX, el poder mortífero de la exclusión es tal que se interioriza en el corazón mismo de ciertos sujetos que se convierten entonces en sus propios verdugos, recreando inconscientemente las condiciones siempre renovadas de su propia exclusión. El indigente es un excluido que ha llegado a no poder vivir de otro modo que en la exclusión perpetua de sí mismo».  Según esto, cabe una última reflexión. Teniendo en cuenta que a causa de la crisis muchas personas han perdido su trabajo, sus casas, se han visto obligados a acudir a comedores sociales, etcétera, habría que hacer lo imposible para evitar que los «nuevos pobres» entren en una situación de pobreza irreversible. Ahora que se habla tanto del déficit y la deuda pública, no debemos olvidar la deuda que tenemos con todos ellos, los nuevos pobres y los viejos.

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Floyd Burroughs y sus hijos, Tengle, Alabama,1936. Fotografía: Walker Evans / Library of Congress (DP).

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Las hijas heridas de los genios

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Anna y Sigmund Freud en el VI Congreso Internacional de Psicoanálisis, La Haya (1920). Fotografía: DP.

Un padre, a veces, lejos de ser un refugio, constituye una condena. La publicación hace apenas unos meses del libro de la periodista Elisabet Riera, Fresas silvestres para Miss Freud (Editorial Berenice) —un acercamiento a la última hija de Sigmund Freud, una de las más ilustres psicoanalistas infantiles—, pone el foco en la existencia atormentada de las hijas de grandes genios de los siglos XIX y XX. A la descendiente del inventor del psicoanálisis, pueden añadirse las vidas torcidas de Lucia Joyce, Erika Mann, Lieserl Einstein o Ada Lovelace. La pregunta se vuelve entonces necesaria: ¿qué les sucedió a estas mujeres frágiles, fascinadas por sus padres, para que llegaran a romperse?

Anna Freud, la fascinación por el padre

Mirándote me doy cuenta de lo viejo que soy, porque tienes exactamente la misma edad que el psicoanálisis. Los dos me habéis causado preocupaciones, pero en el fondo espero de tu parte más alegrías que de la suya.

Carta de Sigmund Freud a su hija Anna, 1920.

«Sigmund utiliza a Anna como “material de estudio” para sus teorías en La interpretación de los sueños», explica Riera. Anna llegó a la familia por accidente. Era la sexta y última hija de los Freud, la única que Martha Bernays no amamantó. La relación con su madre fue competitiva y distante: «Nunca pudo entender los gustos austeros de Anna en cuanto a cuidados, vestuario, vida social, etc. En cambio, su hija Sophie, su predilecta, cumplió todas estas expectativas, hecho que agravó las diferencias entre hermanas», sostiene la autora. Del libro se desprende que la propia Anna desarrolló el famoso complejo de Edipo que más tarde Freud convertiría en universal: «ese ardor infantil se transformó después en admiración por el trabajo del profesor, se convirtió en su discípula». La pequeña Anna fue apodada por sus familiares como «el diablo negro», pues su hiperactividad chocaba frontalmente con el prototipo de feminidad recto, pasivo y discreto que se propugnaba en la época. Un modelo que también entraba en colisión con los impulsos masturbatorios de Anna que, según su padre, perjudicaban «el normal desarrollo de la sexualidad femenina».

Ni siquiera cuando Anna comenzó a detectar su fascinación por algunas mujeres —especialmente las que su padre psicoanalizaba: Loe Kahn, Kata Levy o Lou Andreas-Salomé—, experimentó la relación paterno filial ningún signo de erosión. Anna compartió cincuenta años de su vida con Dorothy Burlingham, pero jamás aceptó su homosexualidad. Muy al contrario, «Anna llegó a dar conferencias sobre cómo “curar” a pacientes homosexuales y se opuso a que estos ejercieran el psicoanálisis», concluye Riera. Al final de los días de Sigmund, su hija no solo se convirtió en su discípula —siendo pionera del psicoanálisis infantil y disputándole teorías psicoanalíticas a su rival Melanie Klein—, sino que también se adjudicó el papel de enfermera. Era ella la que curaba las heridas del padre provocadas por una espantosa prótesis maxilar que el psicoanalista necesitaba tras su operación de cáncer de mandíbula.

Otras mujeres indomables: Lucia Joyce, Ada Lovelace, Erika Mann

La biografía de Anna Freud empuja, de algún modo, el recuerdo de otras mujeres insignes. En ese cuarteto de hijas eclipsadas por el pesado genio de sus padres destaca Ada Lovelace, hija de Lord Byron. Cuando Ada apenas contaba con un mes de vida, su padre se separó de su esposa y abandonó el país. La baronesa Anna Isabella Noel jamás perdonó a su marido. La hija, en cambio, le recordó siempre con satisfacción, autodefiniéndose como «la científica poetisa» y solicitando que enterraran su cuerpo junto al de su padre. También se le conocía como «la encantadora de los números». Casi sin saberlo, Ada configuró un complejo lenguaje de programación de carácter general que todavía hoy tiene vigencia. Firmando un trabajo junto a su colega Charles Babbage, Ada se convirtió en la primera programadora de la historia. Pese a los intentos de su madre por alejarle de cualquier asunto que pudiera asociarle a su padre, Ada Lovelace jamás renunció a su legado. La madre quiso apartarle de las letras y contrató a reputados profesores —William Frend, Mary Sommerville y Augustus De Morgan— para instruirla. Antes de que Ada cumpliera 9 años y con las matemáticas metidas en cada neurona de su cerebro, Lord Byron fallecería desangrado en Mesolongi.

Cuando sus dotes para la danza rítmica alcancen su plenitud, James Joyce tal vez sea conocido como el padre de Lucia.

The Paris Times, 1928.

Lucia Joyce danzando en el Baile Bullier, París, 1929. Fotografía: DP.

Lucia Joyce, por su parte, tuvo una existencia mucho más compleja. Alumna aventajada del bailarín Raymond Duncan y aquejada de una severa esquizofrenia agravada por un desengaño amoroso con el dramaturgo Samuel Beckett, la hija de James Joyce —autor del célebre Ulises— fue internada en numerosos sanatorios mentales. La escritura psicótica de Lucia inspiró a su padre para su obra más inabordable, Finnegan’s Wake. Los delirios de Lucia —sus insólitos ritmos verbale— sirvieron a Joyce para dar forma al personaje de Anna Livia Plurabelle, del mismo modo que los sueños de Anna Freud forzaron la escritura de Sigmund. ¿Y si no fue Nora Barnacle sino Lucia la verdadera musa del irlandés? Los monólogos alucinados, los delirios auditivos, los episodios de erotomanía, los intentos de agresiones físicas a Nora… todo formaba parte de la locura de Lucia. Una que su padre negaba constantemente y que asumía más bien como un signo de genialidad: «Lucia es un ser especial al que yo puedo entender en casi todo», confesaba el escritor en una de sus cartas. Otra de sus defensas era que los neologismos y deformaciones verbales de Lucia eran similares a sus propios escritos. Sobre todo, al Finnegan’s Wake, del que llegó a afirmar que sin la presencia de Lucia no podría haber sido escrito. Esta obra tuvo para los Joyce ciertos atributos proféticos, casi mágicos. James creía que solo si terminaba ese libro —al que con cierto estupor llamaba «el libro de la noche»—, Lucia podría salir de su particular noche, es decir, la locura.

Famosamente triste es la anécdota que Joyce relató en alguna ocasión: ante la desesperación de la familia que vivía en Zurich, James acudió al famoso psicoanalista Carl Jung —colaborador de Sigmund Freud— que había escrito un texto muy interesante a propósito de Ulises. Aprovechando la cercanía, Joyce le explicó que su hija era realmente una mente brillante y no una desquiciada. Le enseñó sus propios textos asemejándolos a los de Lucia y fue entonces cuando Jung pronunció su famoso diagnóstico: «Sí, pero donde usted nada, ella se ahoga».

Erika Mann, hija de Thomas Mann —autor de La montaña mágica—, mantiene algunas semejanzas con sus homólogas: fue escritora, actriz, cabaretera; sentía devoción por su padre; tuvo relaciones homosexuales con la directora Therese Giehse y rechazó a la filósofa, arqueóloga y escritora Annemarie Schwarzenbach. Ella, junto a la propia Erika y Klaus Mann, formaron el peculiar triángulo que la escritora Melania G. Mazzucco recoge en Ella, tan amada. Finalmente, contrajo matrimonio de conveniencia con el poeta homosexual W.H. Auden, del que fue gran amiga el resto de su vida.

La hija que no fue: Lieserl Einstein

Quizás la más misteriosa de todas ella sea Lieserl Einstein. La primera hija del físico alemán nació fuera del matrimonio con Mileva Maric. Unos años antes de convertirse en el célebre padre de la teoría de la relatividad, Albert Einstein renunció a su paternidad biológica. Un día de enero de 1902 Mileva concibió a una niña llamada Lieserl en la granja serbia de los Maric. Después del parto, Mileva volvió a Zúrich sin hija. Poco se sabe del paradero de la triste Lieserl. El matrimonio apenas volvió a referirse a ella. Algunos estudios aseveran que murió por una escarlatina, otros afirman que fue dada en adopción. Se presume que el físico jamás la conoció. En el año 1999 se publicó un perturbador libro firmado por Michele ZackheimEinstein’s daughter— en el que se afirmaba que realmente la pequeña nació con algún defecto congénito cuyas devastadoras consecuencias, le provocaron la muerte. En cualquier caso, el atroz secreto de Einstein salió a la luz en 1987 en una publicación de Princenton University Press, cuando ni él ni su mujer podían señalar ya el verdadero destino de su hija.

Así era el inconmensurable genio de estos padres que hicieron tambalear el talento de sus hijas.

El hijo herido de Sylvia Plath

Me encanta Woolf […] Pero en el verano negro de 1953 yo sentí que estaba replicando su suicidio. Solo que yo sería incapaz de meterme en un río y ahogarme. Supongo que siempre seré excesivamente vulnerable y algo paranoica. Pero también soy condenadamente sana y resistente. Y tengo la sangre dulce como una tarta de manzana. Diarios. Lunes por la tarde, 25 de febrero de 1957.

El reverso de estas mujeres puede encontrarse en la figura de Nicholas Hughes, hijo de la poeta Sylvia Plath y del escritor Ted Hughes. Nicholas fue un extraordinario biólogo marino que apenas pudo gozar del amor de su madre. Si la autora de La campana de cristal se había suicidado el 11 de febrero de 1963, su vástago lo hizo cuarenta y seis años después con una soga que le ciñó el cuello hasta dejarlo sin vida. Siguiendo este perturbador legado materno, Nicholas —pero también su hermana Frieda— vivieron siempre al borde del abismo, surcados por la depresión, la locura y el desconsuelo. Un estigma que podía desvelarse en estos versos premonitorios de su madre, estampados en el poema Lady Lazarus: «Morir / Es un arte, como todo lo demás, / Yo lo hago excepcionalmente bien / Lo hago de tal manera que parece infernal / Lo hago de tal manera que parece real».

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Eunucos y criminales: ¿contra violación, castración?

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La emperatriz Cixí transportada por sus eunucos, 1908. Fotografía: DP.

Hay un refrán un poco bestia que dice que «a capar se aprende cortando cojones». No deja de ser cierto. Capar o castrar se ha practicado desde hace milenios: con los animales, para conseguir su engorde o docilidad; y con las personas, con distintos propósitos. El principal objetivo fue conseguir una casta de siervos que fueran leales a los gobernantes y que, al no tener hijos, no tuvieran intereses y lealtades familiares que compitieran con los de la dinastía real. De hecho, a los eunucos coreanos se les permitía casarse y adoptar pero si se trataba de varones debían ser castrados también. Otra de las funciones características de los orquidectomizados —con los testículos eliminados quirúrgicamente— era el cuidado de los harenes, donde salvaguardaban el honor de las esposas y concubinas reales. Sin embargo, tanto ellos —los eunucos— como ellas demostraron frecuentemente que la sexualidad es mucho más que la penetración y disfrutaron de su imaginación y sus sentidos evitando lo que habría sido el principal peligro para unos y otras, los embarazos.

La documentación más antigua que tenemos sobre los eunucos procede de China. Está fechada en el siglo XIII antes de nuestra era y hace referencia a una población de miles de hombres castrados de los que en el siglo XIX quedaban unos dos mil en la corte de Pekín, una larga trayectoria que llegó hasta el final del período imperial en 1912. El último eunuco chino, Sun Yaoting, murió en 1996 a la edad de noventa y cuatro años.

En China, la castración se realizaba en hombres adultos y no en niños, como en otros lugares. La practicaban unos cirujanos especializados que cortaban los testículos y el pene, guardándolos en una caja para ser enterrados con su propietario al final de la vida. En torno a una cuarta parte de quienes sufrían esta operación no sobrevivían y la única explicación a esta mutilación voluntaria peligrosa era la promesa de ascenso social que la acompañaba, pues unos pocos afortunados lograban puestos de alto nivel y conseguían riquezas y poder. Los mejores ejemplos provienen de la dinastía Ming (1368-1644) y entre ellos destaca Liu Jin (1451-1510), el líder de los Ocho Tigres, un grupo de eunucos que controlaron al emperador y al imperio. Liu Jin aparece en los listados como una de las personas más ricas de la historia pues llegó a acumular 449 750 kilos de oro y 9 682 470 kilos de plata, una ingente fortuna que no evitó su caída en desgracia y ejecución. El emperador le condenó a la pena máxima mediante la llamada «muerte por mil cortes», solo que a Liu no le hicieron mil sino tres mil trescientos cincuenta y siete cortes por todo el cuerpo. Según los testimonios de la época, los ciudadanos, que odiaban al poderoso y avaricioso eunuco, compraban un trocito de su carne por un qian, la moneda de menos valor, y la comían junto con un vaso de vino de arroz.

En la cultura occidental, la castración aparece en varios de nuestros pilares culturales. En la Biblia, el código levítico indica que los eunucos no pueden acceder al sacerdocio al igual que tampoco se pueden usar animales castrados en los sacrificios en el templo. En la mitología griega, Gea, la madre Tierra, nació del caos, generó a Urano por un parto virginal y con él tuvo al titán Cronos. Cuando Urano impidió que Gea tuviera hijos con Cronos, ella indujo al titán a que castrara a su padre. Los testículos de Urano fueron lanzados al mar y de esa espuma nació Afrodita, la diosa del amor. Y luego nos parecen complicadas nuestras relaciones familiares.

Los europeos no solo enviamos millones de esclavos a las Américas sino también exportamos esclavos a los países islámicos. La mayor parte de ellos eran capturados en Europa del este y Asia central, y muchos eran emasculados antes de ser enviados a sus países de destino. Había rutas comerciales especializadas para este tipo de esclavos y Verdún, antes de ser conocida por la terrible batalla que tuvo lugar en la I Guerra Mundial, fue famosa como el centro europeo de castración de esclavos, una mercancía selecta y lucrativa.

La castración fue también un castigo penal. En la Escandinavia medieval, castración y cegamiento eran los castigos a la alta traición, en particular cuando el usurpador era un pariente cercano del rey y no se le quería matar directamente, por el tabú de derramar la sangre familiar. Cuando los normandos migraron hacia el sur llevaron estas costumbres y, tras establecer Guillermo el Conquistador su reino en Inglaterra en 1066, abolió la pena de muerte con este claro mensaje: «También prohíbo que nadie sea matado o colgado por ninguna falta, sino que se le saquen los ojos y se le castre», algo que no parece mucho mejor. Un siglo y pico más tarde, en 1194, el rey normando Guillermo III fue castrado y cegado tras levantarse contra el emperador Enrique VI.

La castración también se ha aplicado a los enemigos vencidos, tanto como venganza como para eliminar al pueblo contrario sin exterminarlo directamente. Lo hicieron los ejércitos chinos de los reyes Shang en el siglo XV antes de nuestra era, pero ha llegado hasta épocas mucho más recientes. En 1896, cuando el ejército italiano invadió Etiopía y perdió la batalla de Adua, se dice que siete mil soldados transalpinos fueron castrados, aunque es algo que otros historiadores discuten o, directamente, niegan. No obstante, es algo que también ha sucedido en los dos lados del conflicto durante la guerra de Chechenia a finales del siglo XX.

Hay también una castración por motivos religiosos, una forma de garantizar la castidad o conseguir una mayor pureza corporal. Uno de los primeros padres de la Iglesia, Orígenes (186-254), dedicaba los días a enseñar la palabra de Dios y la noche a estudiar la Biblia. Al parecer, se autocastró influido por el versículo de Mateo 19:12 que dice: «Pues hay eunucos que nacieron así del vientre de su madre, y hay eunucos que son hechos eunucos por los hombres, y hay eunucos que a sí mismos se hicieron eunucos por causa del reino de los cielos. El que sea capaz de recibir esto, que lo reciba». En los siglos XI al XIV, los cátaros, implantados especialmente en el sur de Francia, promovieron la automutilación como camino hacia una vida más pura, al igual que hizo la secta de los escópticos en el sur de Rusia a lo largo del siglo XVIII. De hecho, la psiquiatría moderna ha definido el síndrome escóptico como un trastorno en el cual una persona se automutila los genitales, ya sea castración, penectomía o clitoridectomía. Se incluye en el Manual de Diagnóstico y Estadístico de los trastornos mentales (DSM) como un disforia de género.

Quizá la práctica más conocida en relación con la mutilación de los genitales sea la de los castrati, los muchachos que eran mutilados antes de la pubertad para desarrollar una carrera como cantantes. La pubertad aumenta la longitud de las cuerdas vocales en aproximadamente un 65 %, lo que hace que las voces agudas pasen a ser más graves. La castración elimina el 95% de la testosterona, de modo que las cuerdas vocales no cambian apenas. Sin embargo, la faringe, la cavidad bucal y los pulmones sí aumentan de tamaño, dando lugar a un timbre agudo con una gran resonancia que además se puede mantener durante muchos segundos. Eran voces muy deseadas en una época donde las mujeres no podían cantar en las iglesias ni en los teatros.

Farinelli (Il castrato), 1994. Imagen: Sogepaq Distribución.

Muchas de las óperas de los siglos XVII y XVIII están pensadas para los castrati, que formaron parte de los coros vaticanos hasta el comienzo del siglo XX. El más famoso fue sin duda Carlo Farinelli, cuya historia ya conté en El escritor que no sabía leer y otras historias de la Neurociencia. El motivo era de nuevo la esperanza de un futuro mejor, pero para muchos significaba perder mucho a cambio de nada, ya que no siempre la voz obtenida tenía la calidad necesaria y su carrera terminaba antes de empezar.

La castración ha sido, también durante siglos, un castigo para seductores y adúlteros. Se dice que Paris, presumiblemente en el siglo XII antes de nuestra era y antes de la guerra de Troya, castró a Peritanos después de que hubiera seducido a su famosa esposa, Helena. El famoso teólogo y filósofo Pedro Abelardo sedujo a una de sus discípulas, Eloísa, y el tío de esta contrató a unos matones que se encargaron  de eliminar el «arma del crimen», lo que no les impidió protagonizar una de las historias más románticas de la literatura. Demostrando que el mundo no ha cambiado tanto como creemos, en 2011 en Alemania, un hombre castró al amante de su hija, cuarenta años mayor que ella, que tenía diecisiete. La familia de la chica había emigrado desde Kazajstán y parece que mantenían algunas de sus pautas culturales sobre qué es la justicia y cómo se administra. Los tribunales germanos sentenciaron al padre a seis años de prisión y una multa de ochenta mil euros.

Uno de los castrados más famosos de los dos últimos siglos fue Thomas Corbett, que asesinó a John Wilkes Booth, que a su vez había asesinado a Abraham Lincoln. Corbett era sombrerero y estos profesionales tenían fama de locos —como nos recuerda Alicia en el país de las maravillas— quizá por el mercurio que se usaba en la preparación de los fieltros. Corbett había quedado viudo y tenía miedo a ser seducido por otras mujeres, por lo que se cortó sus partes con unas tijeras. Curiosamente fue a rezar y a cenar antes de ir a buscar un médico, lo que parece reforzar la sospecha de que realmente no estaba en sus cabales.

La castración sigue a nuestro alrededor. Por un lado, están los psicóticos que se automutilan por distintos motivos, como puede ser librarse de la fuente de un deseo sexual culpable, por motivos estéticos (por ejemplo, parecerse al muñeco Ken, el novio de Barbie, en ese concreto detalle) o como un caso de masoquismo extremo. Algunas de las personas automutiladas hablan de un alivio tras eliminar sus genitales y otros dicen que les dio serenidad. Lógicamente ningún cirujano sensato participa en estas operaciones mutilantes, pero hay personas que realizan actividades sexuales alrededor de la castración en busca de una gratificación sensorial y sexual. En 2006 se localizó un quirófano clandestino a las afueras de Asheville, Carolina del Norte, donde la policía encontró vídeos de las cirugías, instrumental quirúrgico, anestésicos y un par de testículos en un frigorífico.

Están también los casos de agresiones, como la famosa Lorena Bobbit que cortó el pene a su marido tras un largo historial de maltratos y humillaciones. En el ámbito médico, se practica la castración como parte de una cirugía de reasignación de sexo y hay casos en los que se realiza por motivos terapéuticos, por ejemplo, para detener el avance de algunos casos de cáncer de próstata. También se ha llegado a plantear aunque sea de forma teórica, experimental o excepcional, para reducir los síntomas en personas con esquizofrenia, psicosis, comportamiento violentos, parafilias, manías, libido exagerada, calvicie y apnea del sueño. Todos estos problemas tienen en común que son exacerbados por la testosterona y, por lo tanto, mejoran con la caída hormonal producida por la castración, aunque parece un tratamiento demasiado drástico. Mejor ser calvo que capón.

Curiosamente hay estudios que indican que estos «hombres incompletos» consiguen, de media, mejores resultados profesionales que la población general.

El grupo contemporáneo más numeroso de castrados es el de los hijras de la India, del que forman parte personas con trastornos del desarrollo sexual. Trabajan en bautizos y bodas canalizando los buenos deseos para el futuro de la pareja o el bebé y son recompensados con largueza. Hay varios miles.

Un aspecto discutido es si la castración aumenta la esperanza de vida. Un estudio de cantantes de ópera encontraba una esperanza similar de vida entre los castrati y los no mutilados, pero un estudio de eunucos coreanos concluía que llegaban a centenarios en una proporción ciento treinta veces superior a la del conjunto de la población. Como dice un amigo al que le comentaba estos datos «para lo que los uso, lo mismo debería pensármelo».

Finalmente, hay un tipo de violencia institucional por el cual algunos países y estados utilizaron o utilizan la castración como castigo y más aún, como prevención de futuros crímenes que podrían ocurrir… o no. En 1966 el médico americano John Money desarrolló la castración química, un procedimiento que inyecta cada tres meses hormonas femeninas sintéticas similares a las presentes en los anticonceptivos haciendo innecesaria la cirugía y, al parecer, resultando igualmente eficaz. El primer caso de Money fue un hombre que tenía fantasías sexuales con niños y pidió voluntariamente la castración química. Después, se ha mantenido como una opción para las personas abrumadas por sus tendencias sexuales o como una opción en el abordaje y condena de los delitos sexuales.

Décadas después del descubrimiento de Money, Texas ofreció a los delincuentes sexuales una castración química voluntaria, y California la hizo obligatoria para personas con un historial de reincidencia en estos delitos. El tema ha sido controvertido por dos motivos: por un lado se veía como un segundo castigo a personas que ya estaban cumpliendo condena y, por otro, por las dudas sobre su eficacia. Después de todo, está demostrado que nuestro principal órgano sexual no son los genitales sino el cerebro, lo que significa que la aparente fiabilidad de la castración es cuestionable. De hecho, aunque la probabilidad de reincidencia en los delincuentes sexuales pasó del 46-80 % en los no tratados a un 3-5 % en los castrados químicamente, han sido tristemente famosos casos como el de Joseph Frank Smith, que recibió el tratamiento hormonal en 1983, después de violar dos veces a la misma mujer. Smith se convirtió en el caso modelo de la castración química y daba charlas sobre la eficacia del procedimiento hasta que en 1998 se descubrió que era responsable o sospechoso de setenta y cinco violaciones más, en las que la castración le había servido de coartada. El motivo era sencillo, había dejado de ponerse las hormonas y nadie lo había controlado. También se ha visto el caso de delincuentes sexuales castrados químicamente que aumentaban por su cuenta su respuesta sexual mediante geles o parches de testosterona.

Un estudio realizado en la década de 1960 sobre mil violadores alemanes a los que se había castrado quirúrgicamente, puso en relieve que la castración no elimina siempre el deseo sexual y el pequeño porcentaje de testosterona producido fuera los testículos es suficiente para mantener la libido y conseguir erecciones. En un 65% de los casos estudiados la libido había desaparecido con rapidez tras la orquidectomía, pero hasta un 18 % seguían teniendo posibilidad de mantener relaciones veinte años después de la operación.

Al menos quince delincuentes sexuales en California han pedido la castración quirúrgica porque ven que, de otra manera, no saldrán de la cárcel. En otros estados se consigue una reducción de la condena después de someterse al procedimiento quirúrgico. Entonces, si la castración quirúrgica no presenta mejores resultados que la química ¿por qué se fomenta? La motivación puede ser más política que médica o jurídica: es un castigo duro, de por vida, con cierto componente de venganza y que es bien visto por los que no comparten aquella hermosa frase de Concepción Arenal, «odia el delito y compadece al delincuente».

Instrumental quirúrgico de los siglos XVI y XVII (no utilizados para castración, pero nos hacemos una idea). Fotografía: Royal Opera House Covent Garden (CC).

Para leer más:

  • Josh (2013) « »Everything I kwow about castration. Enlace.
  • Nieschlag E, Nieschlag S (2014) «Testosterone deficiency: a historical perspective». Asian J Androl 16(2): 161–168.
  • Seadley G «Some Sex Offenders Opt for Castration». Enlace.

La entrada Eunucos y criminales: ¿contra violación, castración? aparece primero en Jot Down Cultural Magazine.

La autoestima y su reverso tenebroso

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Fotografía: Unsplash (CC0).

Uno de los conceptos centrales en la era del yo es el de la autoestima. Como muchos términos científicos del ámbito psico, experimentó una gran difusión en la cultura popular. Por todos lados parece que se apuesta a favor de nuestra autoestima. Aunque uno se lo proponga, resulta muy difícil esquivar los mensajes que nos empujan a querernos más y mejor. ¿Y cómo quejarse de eso sin parecer un amargado o un rencoroso? ¿Quién puede estar en contra de reforzar la autoestima de los demás? Estos enunciados hiperpositivos esconden una trampa, como cualquier proposición que no admita réplica por ser totalmente positiva.

Durante mi residencia de psiquiatría una de mis maestras me dio un consejo que no pude apreciar completamente en su momento, pero que cada vez me ha parecido más sensato. Ante mis ansias polemistas y guerreras a nivel teórico, me aconsejó «intentar encontrar siempre la intención positiva del concepto, incluso rechazándolo». Desde entonces, siempre que mi mente repudia categóricamente algo, intento ponerme en el lugar de las personas que lo pensaron. Ningún concepto o teoría es un completo despropósito sino que generalmente surgen con una cierta intención de mejora y progreso. Pero, claro, por múltiples motivos algunos conceptos o constructos se convierten en auténticos agujeros negros de consecuencias no previstas, muchas de ellas negativas. Algo de esto ha sucedido con la autoestima. Nació con una pretensión de otorgar un estatus científico al amor propio, pero se ha convertido en un gigantesco coladero con el que poder justificar ante los demás actitudes de aprobación incondicional o bien de independencia extrema. La AE ha evolucionado —en gran medida contra las pretensiones iniciales de quienes la definieron— como un pretexto para no sentirnos mal rechazando al otro. Ha ido soltando el lastre de cualquier limitación o negatividad para convertirse en una agrupación de cualidades positivas que permitan una alta competencia social.

Parte de esta evolución es debida a la propia estructura del término. Se suele decir que la AE es el componente valorativo del autoconcepto. Este último es definido en el ámbito de la psicología cognitiva como el conocimiento y las creencias que el sujeto tiene de sí mismo en todas las dimensiones y aspectos que lo configuran como persona. Se trataría de este modo de una descripción supuestamente objetiva de la persona sobre sí misma  —mentira, ya que todos hacemos trampas al solitario— que daría lugar posteriormente a una valoración emocional o etiqueta evaluativa, la AE.

Entrar en las razones por las cuales la AE colonizó todo Occidente nos llevaría demasiado lejos. Sí que es importante observar cómo en la historia de las ideas psicológicas tenemos que dar la razón a Marx cuando decía a quien quisiera escuchar que los grandes sucesos históricos aparecían primero como tragedias y después como farsas. El psicoanálisis freudiano es profundamente trágico, hijo de una época en la que el imperialismo de la razón daba sus últimos coletazos. Definió un sujeto-héroe clásico rehén de un destino inconsciente. A caballo entre Edipo y Narciso. Freud nunca pretendió otra cosa que ser un científico natural, aunque a veces pueda parecer lo contrario. La tragedia fue iluminar los aspectos inconscientes de la mente y la resistencia feroz que ello generó en cuanto que supuestamente devaluaba la ratio y al ser humano. Hubo enfrentamientos teóricos fabulosos, traiciones, herejías. Pero la polémica acabó amainando y la sociedad hizo un pacto de silencio con los descubrimientos psicoanalíticos. Se pasó del rechazo furibundo de lo reprimido inconsciente a asumir que el nuevo sujeto occidental debía ser un sujeto liberado, emancipado, empoderado. He aquí la farsa, no en el sentido de engaño sino en el de comedia. Este proceso de conversión fue fantásticamente descrito por Adam Curtis en su documental El siglo del Yo.

De alguna manera en la sociedad se convirtió la tragedia íntima de la represión psicosexual en la comedia de la liberación. El sujeto tenía que estar liberado de todo tipo de cadenas, pudores, vergüenzas y limitaciones. Estaba naciendo el sujeto total, que únicamente goza. Es verdad que ciertas corrientes del psicoanálisis —generalmente norteamericanas— contribuyeron alegremente a este proceso, mientras que otras lo combatieron de forma activa. Pero la sociedad aceptó en gran medida lo inconsciente al precio de convertir el proyecto psicoanalítico de liberación en una farsa. Y en esas estamos cuando hoy en día aparecen imágenes en TV de una pareja haciendo el amor en el metro a la vista de todos y dicha acción es considerada por cierta izquierda como un acto de liberación, como una respuesta a la opresión. Pero, al mismo tiempo, se ha producido una privatización a la fuerza del espacio y la mirada pública, un avasallamiento del otro. ¿Cómo denunciar ciertos actos profundamente agresivos y realizados en nombre de la autonomía y el empoderamiento sin caer en un ánimo represor? He ahí el problema en el que cae frecuentemente el ciudadano que se pretende ilustrado. Y, por cierto, he ahí una de las trampas de la socialdemocracia. Falta en la sociedad andamiaje teórico que sostenga la importancia del vínculo con los demás. El sujeto político de las democracias liberales ha caducado. Desgraciadamente, están siendo los partidos políticos populistas quienes lo han recuperado a su manera disparatada. En este tipo de escenas se produce la pinza perfecta entre represores y liberados, en tanto ambos vienen a evacuar cualquier consideración hacia los otros. Los primeros, en nombre de la ley y las tradiciones; los segundos, en nombre del sujeto y el progreso. El problema es que la libertad, como sostiene Byung-Chul Han, es una palabra relacional; uno se siente libre en una relación lograda, en una coexistencia satisfactoria.

Todo lo anterior no es más que uno de los factores que dan cuenta de esta transformación del sujeto, de la represión a la liberación prácticamente sin solución de continuidad. Maslow y su simplista jerarquización de las necesidades humanas dio el espaldarazo definitivo a la autoestima. La situó del lado de la autorrealización y siempre por encima de la necesidad de aceptación social, de seguridad y de las necesidades fisiológicas. A día de hoy ya se ha rechazado esta visión teocrática y cartesiana de las necesidades humanas, pero no es menos cierto que sigue marcando la mentalidad actual. Maslow y Rogers comenzaron a difundir la aceptación incondicional del cliente-paciente. Se asumía que los problemas psicológicos se derivaban del sentimiento de autodesprecio e indignidad, lo cual habría que erradicar mediante respeto, estimación y amor hacia el cliente. Imposible oponerse a esto, ¿verdad?

Fotografía: CC0.

De este modo se sentaron las bases para la explosión de la autoestima, que tuvo lugar en los años ochenta. De forma muy progresiva, los otros significativos en la vida de cada uno fueron desalojados. Mejor dicho, podían permanecer mientras fueran meros espectadores que estuvieran de acuerdo con la valoración que el sujeto hacía de sí mismo. Si la valoración de los otros significativos no encajaba con la del sujeto, dichas personas eran expulsadas porque entorpecían el desarrollo de una alta autoestima. Se dejó atrás un ideal de salud en el que la persona se acepta tal y como es, la verdadera autoestima. Y se evolucionó a un ideal de persona-compendio de cualidades positivas, que excluía cualquier negatividad o limitación. El empresario de sí mismo. Es por esto que Han comenta que hoy mucha gente ya no busca en sí mismo pecados sino pensamientos negativos. La valoración de sí mismo perdió todo rigor para convertirse en un cajón de sastre donde meter todo aquello que supuestamente impulsa al sujeto. Nada de autoaceptación, ¿qué tienen que ver mis relaciones con si yo me quiero o no? Había que jugar a la ruleta. O tienes una alta autoestima o eres un perdedor. Uno de los personajes que mejor ha encarnado esta lógica endiablada es el de Jake Gyllenhaal en Nightcrawler, quien navegaba continuamente entre esos dos extremos, pero siempre desde el rechazo frontal al otro-competidor-enemigo.

Sin pretenderlo seguramente, la autoestima se ha convertido en una ruta que muchas veces acaba en el aislamiento. Parte del desastre se debe a la extirpación académica de lo inconsciente y la erogeneidad, lo que nunca va a encajar del todo en nuestra vida. Afortunadamente, las últimas teorías científicas y disciplinas como el neuropsicoanálisis lo han recuperado para el debate. Cuando se equipara vida psíquica a conciencia y voluntad, se tensionan las relaciones de forma insoportable. De este modo, o uno se ata a las valoraciones que hacen los demás de nosotros o impone sus propias valoraciones de sí mismo a los demás. Cara o cruz, actividad o pasividad. La autoestima como lucha supone una reactualización moderna de la parábola hegeliana del amo y el esclavo. Ambos luchan a muerte por ver quién somete a quién. Como se diría hoy, quién tiene baja y alta autoestima. No hay mejor ejemplo de ello que un anuncio en TV de estos días de una conocida marca de automóviles, según el cual la gente se divide solamente —para qué otras consideraciones— en «dos clases de personas, los pilotos y los copilotos, los que llevan las riendas y los que no». Amo y esclavo en toda su crudeza, para que luego digan que la filosofía no sirve de referente. El inconsciente no es una oculta caja de mierda —crítica pertinente al psicoanálisis clásico que se le ha hecho en otras épocas— sino precisamente aquello que no encaja, aquello que nos vincula con otros sin saber muy bien por qué, aquello que se resiste a ser atrapado por el yo. El psicoanálisis moderno ha pasado de entender lo inconsciente como lo malo debajo de la alfombra a algo más vivo, algo que nos une a los otros o al pasado de forma autónoma, algo que ya no está solamente en la mente de uno.

La autoestima llevaba en sí misma el potencial desarrollo negativo que aquí tratamos. Es uno de los constructos que más ha contribuido al surgimiento del individuo que se explota a sí mismo, en aras de la positividad total. En los manuales de educación se considera en gran medida que la identidad se basa en el autoconocimiento. Sin ánimo de querer cargar excesivamente contra ellos, es fácil comprender que eso es falso a todas luces. La identidad es un proceso que tiene lugar tras la incorporación de otras personas significativas, que actúan como modelos identificatorios, muchas veces de forma inesperada para el sujeto. ¿En serio alguien fanático del Barça cree que su identidad tiene que ver con un autoconocimiento total de las razones por las que se siente culé? De ninguna manera, es algo que sale de las tripas, de lo afectivo-inconsciente, de experiencias interpersonales tempranas que le marcaron.

Evidentemente hay una intención positiva en tales manuales y pautas pedagógicas. Pero esa forma de ver la realidad puede llegar a suponer una auténtica cárcel mental en tanto que «la respuesta que una persona da en las diferentes situaciones de su vida depende de lo que piense de sí misma […] nuestra manera de relacionarnos, el modo en que nos enfrentamos a las nuevas situaciones y estímulos, incluso nuestra apariencia externa… todo llevará el sello de ese juicio». ¡Vaya presión hacia el sujeto! Tú eres el responsable de tu suerte, porque tú eres el responsable de tu autoestima y si te va mal en la vida, es que tú no te quieres lo suficiente. Mensaje repetido de forma compulsiva en los últimos años como todo el mundo sabe, especialmente en los manuales de autoayuda más chuscos. He ahí los efectos de extirpar el vínculo inconsciente con los otros y asimilar sujeto=conciencia. En otro manual para educadores se considera que «la autoestima es una experiencia íntima que habita en mi interior: es lo que yo pienso y siento respecto a mí mismo, no lo que otra persona siente y piensa respecto a mí». De ahí a la consideración del otro como enemigo y amenaza a mi autoestima hay solamente un paso. Para ser honesto, en estos manuales se intenta siempre considerar la dignidad de las personas, pero no es menos cierto que se abusa de fomentar la adquisición de identidad a toda costa, lo cual siempre tiene lugar por exclusión de los demás. No hay nunca definición e identidad sin descarte de otros elementos. ¿Por qué hay que tener tan claro quién es uno? ¿Alguien me puede decir qué aporta eso?

De este modo se dio vía libre al refuerzo de la autoestima, que saltó desde la psicología a la pedagogía y de ahí a la calle. Si hay problemas, son de falta de amor propio y demasiada sumisión a la valoración de los demás. Independencia a toda costa. O el vínculo con los amigos y demás familiares ayuda a construir una alta autoestima o debe ser erradicado porque lastra al niño. ¿Y dónde encaja el humor en todo eso? O el humor es solamente positivo o también sobra. Todos los compañeros del colegio nos poníamos motes, nos reíamos un poco del profesor que se atoraba con la informática, calentábamos la punta del boli Bic rayándolo a saco contra la mesa para después quemar al compañero de al lado, dibujábamos barbaridades sexuales en el libro del compañero que se tenía que levantar a escribir en la pizarra… Yo no sé si eso fomentaba mi autoestima… pero desde luego me hacía sentirme vivo y conectado, amén de descojonarme. «La autoestima es de nosotros, reside en nosotros y se refiere a nosotros». ¡Toma ya!  Básicamente los demás no pintan nada, excepto para ver el espectáculo. El lazo con los demás se convierte en irrelevante porque nunca es utilitarista, si es genuino. El puro placer de sentirte conectado con otra persona, de conversar por conversar, de reírte con y de alguien, de hacer el payaso, de soltar una maldad, de disfrutar haciendo el amor, de lograr quedarte en silencio con un amigo sin comerte la cabeza, de olvidarte de ti un rato cuando se está en grupo… todo se puede llegar a convertir en amenazas a la autoestima. ¿Por qué? Porque son actividades que nos vinculan, que nos amarran al otro en el buen sentido y que… nos ponen a su merced. Alta autoestima ha sido convertido en sinónimo de no estar a merced de nadie. A esto se refería Houellebecq con la Ampliación del campo de batalla.

Bajo el paraguas del refuerzo de la autoestima se han legitimado socialmente relaciones tremendamente asfixiantes. ¿Si estoy reforzando el amor propio del niño… por qué debería tener algún límite? Pensamiento que, por cierto, hace muy complicado frustrarle, no vaya a ser que se lesione su autoestima. Se ha exacerbado la expresión de los sentimientos amorosos hasta la náusea, hasta convertir el amor en muchos casos en una auténtica parodia. En psicoanálisis es bien sabido que una de las rebeliones más exitosas no es la lucha sino precisamente la parodia, la farsa, lo grotesco. Ahí tenemos a los rebeldes idiotas de la película de Lars Von Trier como uno de los ejemplos más bellos. No hay más que pensar en un conocido programa de radio que se ha convertido en una auténtica fábrica de psicopatología, de sufrimiento futuro tapizado con emocionalidad pornográfica. En dicho programa, el locutor —que pasó de instigar frikis a la ñoñería más ordinaria, no es casualidad— llama por ejemplo a una niña pequeña y le pasa el mensaje de su padre, quien le dice entre llantos e hipos a la niña cosas del pelaje de no sé qué haría en mi vida sin ti, eres el centro de mi vida, me levanto todos los días por ti, me has salvado la vida, etc. Esto supone una crueldad extrema en toda regla y un acto de egoísmo salvaje en tanto extirpa a los niños uno de sus derechos más fundamentales, el de vivir despreocupados de las cosas de los adultos. Como haríamos todos, la pobre niña se creerá que efectivamente es el centro de la vida de su padre y otras patrañas semejantes, llenando su pequeña vida de prematuras angustias, tristezas y tensiones. ¡Todo sea por el amor! ¡No puede haber nada malo en el afecto!

Fotografía: Edward Zulawski (CC).

Hay que prestar especial atención al hecho de que los teóricos de la autoestima la consideran una respuesta afectiva a los pensamientos relacionados con el autoconcepto. Nuevamente una falacia científica —la idea falsa de que la corteza cerebral controla arriba-abajo los afectos y los procesos corporales— que ha sido refutada hace tiempo desde diferentes disciplinas.  O sea, los afectos de la persona son producto y nada más de los pensamientos que ella tenga de sí misma. Pero la verdad es bastante diferente, de modo que los afectos están muy relacionados con las expectativas y las pretensiones que tenemos hacia alguien. Pero nuevamente esto no ha llegado a los reforzadores de la autoestima… si el niño está triste, es que no se quiere lo suficiente, ergo hay que insistir en la autoestima y apartar relaciones tóxicas que perturben este proceso.

Volviendo a la carga negativa de la AE, es fácil ver los efectos destructivos que está teniendo en las familias. Como decíamos antes, se ha convertido en uno de los principales legitimadores de las relaciones de exclusividad total. Se puede dar la matraca al niño o niña sin freno porque lo hacemos por su autoestima, ahora los padres pueden presentarse ante los hijos como todo amor. Contra lo que se pueda pensar y los diagnósticos apocalípticos tertuliano-cuñadistas, la familia nunca ha tenido antes el poder casi ilimitado del que goza hoy en día. En otras épocas los padres se veían obligados a compartir la crianza con otras instituciones: club social, otros padres, ateneo, iglesia, bar del pueblo, club deportivo, etc. Esto no quiere decir que en aquellos lugares todas las opiniones fueran acertadas, pero implicaban de facto un elemento más con derecho a opinión. Un freno ante el atosigamiento familiar. De igual manera que una pareja a veces se desangra en discusiones infinitas precisamente porque falta un tercer elemento que pueda hacer de mediador y freno. Siempre nos cortamos un poco cuando hay otro ojo mirando. Gran parte de las cansinas polémicas educativas tienen que ver con que precisamente no se acepta la influencia emocional que puede tener un profesor, al que se trata de reducir a un paria suministrador de pura información cognitiva. Aceptar que el niño desarrolla un vínculo afectivo con él implica la idea de compartir crianza y tolerar la no exclusividad, tolerar la presencia de un tercer foco. Hoy en día esto se acepta… malamente. La AE ha propagado la idea de que nuestros hijos deben ser extensiones nuestras, y punto. No deben tener otras identidades, nadie más debe influir. El hecho de que el poder de la familia actual prácticamente sea ilimitado en ese sentido —líbreme Dios de decir algo en contra del sacrosanto derecho de las familias a la crianza completa— es uno de los factores que más daño está haciendo en los vínculos familiares. No hay paradoja aquí. La asfixia —la sobreprotección no existe, como me dijo otro maestro— es de tal calibre a veces que ello dinamita los sanos vínculos familiares.

Además de la familia, la explosión de la AE ha dado lugar a relaciones infumables, o tóxicas según se dice ahora. Esta es una de las razones por las que el humor —lo negativo homeopático— se proscribe y por las cuales la indignación generalizada llega a ser estomagante. El amor propio acaba siendo tan exagerado que cualquier maldad, chorrada, tontería se convierte en blanco de la ira. O el humor me hace quererme más y mejor, o debe ser acallado. Pero lo malo es que muchas veces nos reímos de aquello que va claramente en contra de nuestra moralidad, de nuestras convicciones o de nuestra tan preciada identidad. No se trata de tener la piel fina sino de la resistencia fanática a asumir cierta carga de negatividad inconsciente en uno. Ello equivaldría a tener baja autoestima. ¡No puede ser! En la explanada de lapidación virtual en que se ha convertido Twitter todo ello se lleva al paroxismo, a la épica. Aparecen como setas sujetos que se dedican laboriosamente a buscar causas para indignarse. Cuando uno se identifica con el amor, con lo bueno, lo positivo o con la gente, se da vía libre a crucificar al otro. Lo que implica que todo lo negativo está fuera, claro. Ningún trol tuitero piensa en sí mismo como indigno, equivocado o fanático. Y los efectos de esto se pueden ver en la calle, en los trabajos, en las amistades, etc.

Los vínculos humanos se resisten a ser clasificados como únicamente positivos, pero lo cierto es que, como animales sociales, necesitamos vínculos. Fomentar el ideal del sujeto charltonhestoniano que solo confía en sí mismo, que ve todo vínculo como sospechoso, que cree no necesitar nada de nadie es una barbarie, además de ser anticientífico. Denigrar los vínculos humanos no es aislar al sujeto, es amputar al sujeto. Que no nos extrañe entonces cuando el sujeto amputado, alienado, desvinculado, escoja opciones políticas extremas. Son las únicas desgraciadamente que han puesto la cuestión del vínculo en primer plano. De hecho, es la pura esencia del proyecto populista. Como ya dijo Freud, se trata del hombre fuerte que dará amor a toda su gente por igual, el que nos permitirá sentirnos hermanos otra vez. ¿Nos suena de algo últimamente? Por supuesto son patrañas. Pero, como estamos viendo por la fuerza de los hechos, las fantasías no dejan de tener fuerza. El resto de opciones políticas, desde la socialdemocracia clásica hasta el liberalismo contemporáneo, han dejado desierto este campo de juego, han escamoteado el debate convirtiendo al sujeto político en una pura abstracción, un ente etéreo —perdón por la cacofonía— que sobrevuela las relaciones humanas sin mojarse con nadie.

No existen cerebros ni mentes aislados, ni en la infancia ni en la edad adulta. Las perturbaciones graves de los vínculos de apego en la infancia pueden llegar a alterar el desarrollo estructural del cerebro. Hasta ese punto llega la importancia del vínculo. Es fácil reconocer la motivación positiva que albergaban los teóricos de la AE, pero lo cierto es que el omnipresente refuerzo de la AE ha degenerado en una parodia de alta autoestima, capacitación y positividad. El desarrollo de una alta autoestima —de un individuo que lo va a petar— se ha convertido en un fabuloso pretexto para dar carta blanca a relaciones irrespirables en las que un tercero externo se convierte sistemáticamente en el que viene a joder. ¿Cómo destacar la importancia del vínculo, cómo salir de la dictadura de la positividad sin caer en el cinismo?

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Para saber más:

  • M. González Martínez, «Algo sobre la autoestima. Qué es y cómo se expresa,» Aula, vol. 11, pp. 217-232, 1999.
  • «La Auotoestima,» de Colección Servicios Sociales. Serie Didáctica n.º 4, Logroño, Gobierno de La Rioja, 2002.
  • A. Curtis, The Century of the Self, 2002.
  • B. C. Han, Psicopolítica, Barcelona: Herder, 2014.
  • F. Castillejo y V. Arias, «Autoconcepto y autoestima», de Elijo ser educador: trabajando la motivación, Valencia, Fundación Amigó, 2008.
  • M. Houellebecq, Ampliación del campo de batalla, Anagrama, 1994.
  • S. Freud, «Psicología de las masas y análisis del yo», Obras Completas, Buenos Aires, Amorrortu, 1921.
  • G. Clerici y M. García, «Autoconcepto y percepción de pautas de crianza en niños escolares. Aproximaciones teóricas», Anu Investig, vol. 17, Ene/Dic 2010.
  • P. Ortega Ruiz, R. Mínguez Vallejos y M. Rodes Bravo, «Autoestima, un nuevo concepto y su medida,» Teor Educ, vol. 12, pp. 45-66, 2000.

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Los escuchadores de voces

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Daniel Paul Schreber. Fotografía: DP.

Virginia Woolf oía cantar a los pájaros en griego; Allen Ginsberg creyó escuchar la voz de William Blake mientras leía un poema de este; en la cabeza del compositor Robert Schumann una nota empezó a repetirse de forma ininterrumpida: al principio se conformó con sonar en solitario, luego fue ganando terreno hasta que dio lugar a una composición musical «tan gloriosa, e interpretada con unos instrumentos tan maravillosos, como nadie haya oído jamás». Para quienes no las hemos tenido, este tipo de experiencias nos suenan a chino —o a griego—, pero es posible que, una vez superado el extrañamiento inicial, si nos detenemos a escuchar lo que dicen las voces, no nos resulten tan incomprensibles.

En los últimos años, las personas que escuchan voces se están haciendo oír. Desde que surgió a finales de los ochenta en Holanda, el Movimiento Escuchadores de Voces ha ido cobrando fuerza. Ahora estas personas, que no necesariamente tienen un diagnóstico psiquiátrico, se reúnen en cafés de diferentes ciudades del mundo para compartir su experiencia y hablar de temas que les preocupan: el uso de psicofármacos, el estigma asociado a una etiqueta diagnóstica, el significado de las voces… Como explica Dora García, artista española que puso en marcha el Café de las Voces, la idea era tener un espacio «en donde no tenga importancia quién oye voces y quién no, sino que lo importante sea lo que esas voces significan, lo que denuncian en suma». La iniciativa es interesante, ya que ayuda a estas personas a comprender y compartir una experiencia que suelen vivir en soledad y contribuye a reducir su aislamiento y el estigma asociado a este tipo de vivencias.

Se cree que las voces son un fenómeno relativamente reciente, una novedad en la forma de sufrir del ser humano. Como señalan José María Álvarez y Fernando Colina en Las voces de la locura, «Hasta el siglo XIX no existen registros clínicos claros de sujetos trastornados que oyeran voces en ausencia de alucinaciones visuales». A Juana de Arco se le aparecía el arcángel Miguel y escuchaba las voces de santa Catalina y santa Margarita; Schumann veía ángeles que más tarde se transformaron en demonios que le decían que era un pecador y que debía ir al infierno. Para Álvarez y Colina, en los últimos siglos se ha producido un «desplazamiento de la dimensión visual a la auditiva, de la mirada a la voz, de las imágenes a las palabras». Algo ha debido de ocurrir en el interior del sujeto para que el sufrimiento humano haya tomado estos derroteros. Estos autores relacionan este «viraje» con el lenguaje: con los cambios que se han producido en el propio lenguaje y en la forma en que hablamos con nosotros mismos.

Antes había una íntima unidad entre la palabra y la cosa a la que se refería, pero con el tiempo esta relación entre significante y significado ha dejado de ser unívoca (un mismo significante puede referirse a varios significados y un mismo significado puede ser expresado a través de distintos significantes). Así, el lenguaje ha ido ganando en complejidad y también en independencia. Pensadores como Heidegger se dieron cuenta de que «El habla habla» y escritores como Joyce observaron que el lenguaje se deleitaba con sus juegos de palabras y le dieron voz. Los escuchadores de voces saben esto de primera mano: son literalmente hablados por un lenguaje que ha ido poco a poco ganando terreno dentro de ellos. Algunas palabras algunos significantes se les imponen y se perciben como ajenas. «Hay frases», decía el famoso psicótico Daniel Paul Schreber, «que no han surgido de mi cabeza, sino que han sido pronunciadas desde fuera dentro de ella». La agotadora batalla interna que mantienen estas personas con un lenguaje «desencadenado» se muestra con claridad en el caso del autodenominado «estudiante de lenguas esquizofrénico», Louis Wolfson. Wolfson sentía horror cuando escuchaba su lengua materna (especialmente cuando era su madre quien hablaba) y solo podía soportar una palabra en dicha lengua tras un arduo trabajo de traducción que consistía en «neutralizar» la palabra en cuestión con otra palabra en un idioma distinto, pero idéntica en sonido y sentido.

Por otro lado, algo ha cambiado también en el diálogo que mantenemos con nosotros mismos. Como indican Álvarez y Colina, hasta no hace tanto el mundo que habitaba el hombre era distinto: entre los humanos y los dioses había entes intermedios, llámense ángeles, demonios o daimon. Estos entes, que mediaban entre lo humano y lo divino, servían de orientación o guía y ayudaban a lidiar con lo desconocido. Ahora, sin dios y sin espíritus intermedios, estamos solos y, para darle un sentido a lo que nos rodea, no nos queda otra que debatir con nosotros mismos (en ocasiones, nuestros peores enemigos). Sea como sea, nuestras conversaciones internas han cambiado y con ellas las voces, que «De servir de orientación, revelación o guía han pasado a convertirse en una amenaza angustiante que atormenta a quien las sufre».

Pero ¿cómo se empieza a oír voces?, ¿cómo ese otro que también somos empieza a hacerse oír? En este punto cedo la palabra al juez Schreber, que, como bien decía, ha «conseguido conocer aspectos de la esencia del proceso mental y de la naturaleza humana que podrían provocar la envidia de más de un psicólogo». El célebre psicótico cuenta en sus memorias, Sucesos memorables de un enfermo de los nervios, que su tormento comenzó una mañana en la que, «en contra de todos sus rectos principios morales», se le pasó por la cabeza una idea: «Debía resultar muy placentero ser una mujer cuando se entrega en el coito». El juez llevaba una larga temporada sintiendo una tristeza muy profunda, tenía insomnio y había perdido peso. Al parecer, quería tener descendencia y, aunque su esposa se quedó embarazada en más de una ocasión, los embarazos no llegaron a término. Desde que tuvo aquel pensamiento «involuntario», el juez comenzó a oír voces de manera continua. Primero de forma sutil: al principio no era más que un crujido, «un ruido o un crujido que parecía provocado por un ratoncito», señal tal vez de que su mundo interno, su lenguaje, se rompía; luego de una manera más burda: las palabras se interrumpían antes de tiempo, las frases quedaban a medias. El lenguaje se venía abajo; sin embargo, otras palabras que sentía como ajenas, que no eran en absoluto propias de un juez, se le imponían: «¿Será un presidente de Sala el que se dejará joder?», le preguntaban.

Después, al igual que aquella nota que reverberó en la mente de Schumann, algunas frases comenzaron a repetirse sin descanso, de forma «aterradoramente monótona», en la cabeza de Schreber. Algunas de ellas, como las que se referían a él como «miss Schreber», eran particularmente hirientes. Schreber acabó creyendo que había sufrido un cambio de sexo para convertirse en la mujer de Dios y procrear así una nueva raza. Sentía en su vientre un embrión concebido de forma inmaculada. Si seguimos el recorrido del pensamiento que tuvo aquella mañana («Debía resultar muy placentero ser una mujer cuando se entrega en el coito») hasta su desembocadura y tenemos en cuenta el contexto en que surgió (su pesar porque su mujer no pudiera engendrar hijos), el entramado delirante de Schreber resulta algo más comprensible.

Aunque a veces proporcionan compañía y consuelo, en muchas ocasiones las voces sacan los colores, meten el dedo en la llaga de la persona que las escucha. Parece que a través de las voces una persona trata de decirse algo por cauces no convencionales. No deja de ser llamativo que algunos psicóticos sordos, que nunca tuvieron la experiencia de oír, cuenten que oyen voces. En algunos casos, explican su improbable experiencia diciendo que Dios les ha hecho recuperar la audición y por eso pueden oír.

Los escuchadores de voces son testigos de una realidad que tiene lugar fuera de los márgenes dentro de los cuales habitualmente vivimos, fuera de los límites del lenguaje. Sin embargo, aunque a primera vista no la reconozcamos, esa realidad es también la nuestra, por mucho que hayamos conseguido silenciarla. La existencia de estas personas, no nos engañemos, siempre ha sido algo marginal. Antiguamente, a quienes tenían este tipo de experiencias se les obligaba a vagabundear extramuros, fuera de las murallas de la ciudad. En esta época en que nos echamos las manos a la cabeza cuando alguien amenaza con levantar un muro, iniciativas como la de los escuchadores de voces, la Revolución Delirante o el programa radiofónico Fuera de la jaula, que no buscan otra cosa que derribar murallas, son de agradecer. Como testigos del malestar de una época, estas personas merecen ser escuchadas. Y, por supuesto, merecen todo nuestro respeto.

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Nora Volkow: «En Estados Unidos estamos padeciendo la mayor epidemia de opiáceos de la historia»

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Fotografía: Begoña Rivas

Se especializó en psiquiatría en la Universidad de Nueva York y realizó parte de su carrera profesional en Upton, Nueva York, en el Laboratorio Nacional del Departamento de Energía. Allí ocupó varios puestos directivos, incluyendo el de directora de Medicina Nuclear. En mayo de 2003, durante la presidencia de George W. Bush, fue nombrada directora del Instituto Nacional sobre el Abuso de Drogas (NIDA). El NIDA realiza, controla y estimula investigaciones en todo el mundo sobre el abuso de drogas y la drogadicción.

Su trabajo ha sido fundamental para mostrar que la drogadicción es una enfermedad del cerebro humano. Ha sido pionera en el uso de técnicas de imaginería cerebral (RMN, SPECT, PET, etc.) para estudiar los efectos  de las drogas. Sus estudios han mostrado los cambios en el sistema dopaminérgico que afectan a las regiones del cerebro involucradas en la motivación, el impulso y el placer, así como la disminución de la dopamina en el cerebro que se da con la edad, entre otros hallazgos sobre la neurobiología de la obesidad o del trastorno por hiperactividad.

Ha recibido numerosos premios y varias revistas americanas de difusión general la señalan como una de las personas más influyentes en la actual sociedad estadounidense. Nora Volkow ha asistido recientemente al I Congreso Internacional sobre Patología Dual que se ha celebrado en Madrid bajo la dirección del profesor Néstor Szerman. Como apunte curioso, es bisnieta de León Trotski, héroe de la Revolución rusa, de la que se cumple el centenario este año.

En Europa se está produciendo el debate sobre el asunto de la eutanasia. El Parlamento español, por ejemplo, está promoviendo una ley sobre la muerte digna. En algunos estados de Estados Unidos está legislado el suicidio asistido. ¿Usted cómo lo ve?

A mí lo que me preocupa de la muerte con dignidad en un paciente con una enfermedad psiquiátrica es que la propia patología está generando una pérdida de deseo de vivir, y eso me crea un conflicto porque tenemos tratamientos que funcionan y pueden hacer que el enfermo recupere ese deseo de seguir viviendo y de disfrutar de la vida.

Pienso que es darse de baja antes de hacer el esfuerzo por tratar a la persona que ha perdido el deseo de vivir a causa de su enfermedad mental. Básicamente, eso es la depresión. Y sabemos que uno de los mayores riesgos de la depresión es el suicidio. Por lo tanto, como médicos, nuestra obligación es intervenir para que aquella persona recupere las ganas de seguir viviendo. Lo problemático en una enfermedad mental como la depresión es que piensas que es permanente, cuando en verdad es transitoria, y no tienes la capacidad de mirar hacia el futuro. De ahí que cuando se trata de un enfermo mental cuya sintomatología es la pérdida del deseo de la vida yo creo que la eutanasia no está justificada.

Ya, pero existen casos de psiquiatras en Bélgica y Holanda que han aprobado el procedimiento. Y las familias argumentan que es mejor asistir a los enfermos en el suicidio que esperar a que acaben tirándose desde lo alto de un edificio. Por ejemplo, hay un documental muy duro de Elena Lindemans, una cineasta holandesa, que se titula Las madres que se tiran desde el piso catorce y que aborda la problemática desde la experiencia de su propia madre, a la que denegaron durante años la eutanasia y acabó suicidándose. Tirándose del decimocuarto piso de marras y aterrizando como una masa informe en el arcén…

Entiendo que alguien que ha vivido esa experiencia pueda preferir la eutanasia a que su madre se hubiera arrojado desde un piso catorce, pero la realidad es que ahora mismo hay intervenciones y nuevos tratamientos que funcionan. Yo he tenido pacientes cuya desmotivación era tal que no podían ni levantarse de la cama. Existen tratamientos como la ketamina, cuya respuesta es muy rápida, o técnicas como la terapia electroconvulsiva o la estimulación magnética transcraneal, que pueden salvarle la vida a un paciente.

Como siempre, nos situamos en la disyuntiva de favorecer la autonomía del paciente o la del médico, ¿verdad?

Creo muchísimo en la libertad individual y en la autonomía del paciente, pero también pienso que hay situaciones relacionadas con la salud mental donde realmente pierdes la capacidad como individuo de tomar las mejores decisiones. Y es ahí donde hay que distinguir con claridad. Es la misma actitud que tomamos, por ejemplo, cuando un paciente psicótico comete un acto de violencia en estado enajenado. Es muy distinto que lo hiciera siendo completamente consciente. Si hacemos esta distinción cuando juzgamos un crimen, creo que también deberíamos hacerla cuando nos referimos a la autonomía individual de pacientes depresivos.

¿Y por qué la medicina? Es más: ¿por qué la psiquiatría?

A mí siempre me ha fascinado la conducta humana. Desde pequeña me quedaba encantada mirando a las personas, observando sus reacciones, escuchando sus historias. Ese contacto con el ser humano es lo que me llevó a la medicina. En las relaciones sociales, cuando interactuamos con otra persona, generalmente lo hacemos pensando en lo que esta espera de nosotros. En cambio, en la relación médico-paciente eso no sucede. La persona llega a ti presentándose con total honestidad. Y me gustaba esa posibilidad de acercarme al ser humano sin las máscaras que nos ponemos en nuestras relaciones sociales. Sé que no es la manera clásica de llegar a la medicina, pero a mí ese factor humano me atrajo mucho. Y al mismo tiempo siempre me ha atraído la biología. Tengo una gran curiosidad por entender los procesos y las reacciones. Por ejemplo, al hablar de la enfermedad mental y el suicidio asistido, me interesa conocer por qué una persona puede llegar a perder por completo el deseo de la vida.

Hablabas de las máscaras. A mí me fascina una serie como House, en la que se plantea ese enmascaramiento en la relación médico-paciente. A veces el propio paciente, por sus intereses, o los de aseguradoras, de abogados, etc., juega en contra de su propio diagnóstico. Parece como si la relación médico-paciente hubiera perdido esa honestidad idílica, casi de estampa chejoviana, a la que te referías, ¿no crees?

Sí, claro. Cuando uno es adolescente tiene una visión teórica y altamente romántica de la profesión. Además, en los últimos años, con la irrupción de las compañías de seguros, el médico está obligado a practicar una medicina defensiva para evitar el riesgo de que el paciente le interponga una demanda. Lo que es interesante del personaje de House es que una de sus instrucciones como médico es tener empatía con el paciente aunque él básicamente no la tiene.

Y, además, el sistema se está volviendo muy frío. Si tú llegas a la sala de urgencias y no tienes seguro médico te pueden rechazar. Ese es el extremo de la antimedicina. El horror.

Tengo una duda: ¿por qué se han ido cambiando los conceptos de adicción, conductas adictivas, drogodependencias, toxicomanías…, ¿cuál es el término adecuado?

Bueno, se cambia constantemente. A mí me gusta referirme al término «adicción» porque claramente connota un estado de cierta severidad. Es el término que yo uso. El término de la American Psychiatric Association es «trastornos por sustancias de abuso». El problema es que si tú consumes, por ejemplo, con regularidad alcohol y lo puedes controlar, esto entraría en «trastornos por abuso de sustancias». Entonces, no se diferencia a la persona que es alcohólica de alguien que no tiene la enfermedad pero que, por circunstancias diversas, bebe más de la cuenta. De ahí que prefiera hablar de «adicción», ya que marca un estado de abuso severo y es donde la intervención del médico debe ser agresiva. La otra requiere de prevención para que el paciente no desarrolle la enfermedad.

Antes se usaba el término «dependencia», pero yo lo he rechazado por la sencilla razón de que ha convertido el debate sobre las adicciones en algo muy confuso tanto para los médicos como para los pacientes, porque tradicionalmente en la neurociencia y en la farmacología existe claramente el principio del «síndrome de abstinencia» como un síndrome representando dependencia física de la droga. Entonces, la gente no hace distinción entre dependencia física y adicción. Por ejemplo, cuando lees artículos que señalan que el 50% de los pacientes que toman opiáceos se vuelven adictos no es cierto. Tienen una dependencia física que desaparece al cabo de pocos días de haber abandonado el tratamiento. Esta confusión provoca que muchos pacientes no quieran someterse a tratamientos con opiáceos por miedo a la adicción, cuando en verdad este tipo de tratamientos, por regla general, lo que provocan es una dependencia física muy fácil de controlar. De hecho, la dependencia física se produce con la mayoría de fármacos si hay una interrupción brusca del tratamiento.

Me parece fundamental la precisión terminológica.

Sí, ha habido mucho rechazo al término «adicción», y tiene que ver con que muchos dicen que el término está estigmatizado socialmente. Y cada uno ve el mundo desde su propia óptica. Como yo no juzgo al adicto, la palabra no me parece que esté estigmatizada. Pero entiendo que la persona que padece una adicción piense que la palabra está estigmatizada, porque tiene una visión del problema muy diferente a la mía. En cualquier caso, creo que es un término muy preciso que denota muy bien la enfermedad. No entiendo por qué debe considerarse un estigma, ya que cuando nos referimos a que una persona sufre una adicción es como cuando decimos que una persona sufre un cáncer o sufre una depresión.

Siguiendo con las consideraciones terminológicas, ¿qué te parecen las adicciones sin sustancias, como la adicción al móvil, adicción a las compras…? Es decir, ¿cómo ves el uso del término en estos contextos?

Usamos el término de manera inadecuada. De hecho, a veces yo también digo «soy adicta al chocolate». A veces utilizamos el lenguaje de una manera extrema. Pero si planteamos si hay adicciones a conductas reforzadoras, la respuesta es sí, claro. Cuando alguien dice que es adicta a las compras o al móvil, por regla general no padece ninguna adicción. Es como cuando hablábamos del alcohol; alguien puede beber varias copas diariamente y no es un adicto. El adicto, ya sea a la comida, al alcohol o a las drogas, sigue un mismo patrón sintomatológico. Un consumo de la sustancia más allá de lo que quisiera o tenía previsto, la imposibilidad de controlarlo en el momento, la consistencia y sobre todo la obsesión, el pensamiento obsesivo de cómo y cuándo va a consumir la sustancia.

¿A qué te refieres cuando dices que al mejorar los soportes sociales del adicto esto puede tener una repercusión clara a nivel morfológico?

Para responderte voy a cambiar la dirección de la pregunta. Lo que sucede es que sistemas estresantes te disminuyen la concentración de los receptores dopaminérgicos D2. Uno de los factores más negativos para el cerebro humano son situaciones sociales de mucho estrés como, por ejemplo, la carencia afectiva. Tener a un niño o un adolescente sin contacto social ni empatía ni ningún cariño es altamente estresante. De ahí que hacer una intervención terapéutica de soporte social pueda conseguir que los receptores dopaminérgicos vuelvan a su estado normal. Cuanto más ocupados estén los receptores D2 y más tengamos, menos riesgo de entrar en una adicción.

Otra de tus luchas profesionales ha sido que las adicciones sean vistas más como una enfermedad que como un vicio.

Correcto.

Sin embargo, en nuestra cultura, no sé si cristiana o católica, todavía son más vistas como vicios que como enfermedades. Debe de ser un trabajo arduo…

Sí, en muchos lugares del mundo. Es raro el país que no sea así. Por ejemplo, en Islandia las adicciones son una enfermedad, como la diabetes. Y nadie hace juicios de valor ni te recrimina si recaes, ni te expulsan de ningún programa. No hay estigma. Es muy impresionante ver un funcionamiento así. Para mí es obvio que las adicciones son enfermedades del cerebro. Podríamos decir que es en el momento en que las redes neuronales que nos motivan se vuelven inflexibles. En el momento en que se pierde la flexibilidad neuronal, te vuelves rígido y no puedes cambiar tus conductas.

¿Y dónde quedaría el vicio católico? El pecado capital

Yo no lo llamaría vicio. La persona adicta tiene la convicción de que si no toma la sustancia no va a sobrevivir. Es como estar privado de agua en situación extrema: el cerebro cambia completamente. Lo único que cuenta es conseguir agua porque si no no vas a sobrevivir y tu percepción cambia. Todo se reduce a ese objetivo inmediato. Entonces llamar a eso vicio…

Lo mismo que decir que una persona que no puede controlar las ansias de comer es un vicioso de la comida… En fin… Tiene algo que ver con los pecados capitales, y cuando se escribieron no había ningún conocimiento de que se debieran a una patología.

Muy buen apunte, ciertamente.

La referencia a los pecados capitales en las sociedades católicas te da un argumento, pero la realidad es que el mayor rechazo a las adicciones se ha producido en sociedades que no tienen nada de católicas. En países de Oriente se encarcela a las personas con adicciones.

Sí, es percibido como una debilidad del carácter sin más…

Y que hay que castigar hasta el extremo. Por eso digo que va más allá de un problema religioso.

Tu oposición a las sustancias que puedan ser fuente de adicciones es clara. El caso concreto de la marihuana, el cannabis… Es un debate inextinguible que crea todavía mucha controversia. En cualquier caso, tu postura me parece muy fiable por los argumentos que la sustentan. ¿Crees que contra el alcohol también se debería actuar de la misma manera que se ha hecho contra el tabaco?

Creo que las campañas contra el tabaco han sido mucho más contundentes que contra el alcohol. Como consecuencia de ello se han prevenido muchas muertes. El problema del alcoholismo es que muchas muertes se asocian a accidentes automovilísticos. Ha habido países que han conseguido disminuciones importantes de la mortalidad causada por el alcohol en las carreteras. Eso significa que hay medidas que sabemos que pueden ser muy útiles. Otra medida que ha sido utilizada por muchos países es el aumento del precio del alcohol. Pero, claro, la industria del alcohol se resiste a esta medida, y hablamos de una industria poderosísima. Creo que se podría aumentar los impuestos sobre el alcohol.

¿Serías partidaria de que se tomaran este tipo de medidas?

Yo sería partidaria de que se tomaran todo tipo de medidas que protegieran la vida de las personas que están influidas por el consumo excesivo del alcohol.

En España, sin ir más lejos, las estadísticas señalan que un 79% de la población consume alcohol al menos una vez al año.

Pero el alcohol deviene un problema cuando se consume en exceso o se consume en situaciones de riesgo para uno mismo o para los demás, como en el caso de la conducción. Es ahí donde hay que intervenir. Cualquier estímulo reforzador que tengamos aumenta el consumo. Es así en el 100% de los casos. Por lo tanto, una de las maneras de atenuar el estímulo es aumentar el precio de las bebidas alcohólicas. Con esta medida proteges sobre todo a los jóvenes, que no tienen tanto poder adquisitivo y en los que la problemática del alcohol ligada a los accidentes de tráfico es altísima.

La medida de aumento del precio ha funcionado en el tabaco. Hay cierta evidencia de que para gente que no puede dejar de fumar el cigarro electrónico es positivo. Aunque haya componentes químicos que no son beneficiosos, pero eso se puede mejorar.

En Holanda, por ejemplo, han vaciado las cárceles. El 95% de delitos estaban relacionados con el tráfico de drogas. Han convertido las cárceles en casas para refugiados. No sé si crees que la despenalización es una buena medida…

Hay dos conceptos. Una cosa es la despenalización y otra la descriminalización. Yo estoy por esta segunda opción. No encuentro bien que se penalice el consumo de drogas, pero, por otro lado, estoy a favor de encarcelar a las personas que se dedican al tráfico de drogas. La gente muere a causa de las drogas y me parece bien que se persiga a aquellos que hacen negocio con sustancias altamente mortíferas. Por ejemplo, ahora mismo en Estados Unidos estamos padeciendo la mayor epidemia de opiáceos de la historia. Se mueren treinta y tres mil personas cada año a causa de los opiáceos. Es decir, cada veinte minutos alguien muere por sobredosis. Uno de los estupefacientes que está emergiendo en el tráfico es el fentanilo. No solamente hablamos de heroína. Y el fentanilo es una droga muy poderosa y letal.

Cuando alguien está traficando, está dañando directamente a otra persona. Así que he luchado mucho para que no se penalice al consumidor pero sí creo firmemente en que se debe penalizar al traficante.

¿Solo en el caso de los opiáceos y drogas duras o también en el caso del hachís o la marihuana?

Si estás haciendo negocio con drogas, sí. Porque el traficante puede decir, por ejemplo, yo no les vendo a adolescentes, pero les está vendiendo a otras personas que, a su vez, pueden vendérselo a menores. Y las drogas causan mucho daño.

¿Las drogas te parecen algo inherente al ser humano?

Nuestro cerebro está diseñado para responder a estímulos reforzadores y también el cerebro del perro, del ratón o el del elefante. Es la manera en la que la biología se asegura de que activemos conductas que nos permitan sobrevivir. O sea, conseguir la comida nos motiva en ese sistema reforzador del placer. Hay drogas que también motivan ese sistema reforzador. Pero vemos actualmente en nuestras estructuras sociales que, si bien se pueden desarrollar conductas compulsivas con relación a la droga, también se pueden desarrollar con relación a otros estímulos, como es el consumo excesivo de comida, la ludopatía o los videojuegos a nivel extremo. Son conductas reforzadoras. Así que siempre habrá personas más vulnerables a este tipo de refuerzos, y afirmar que se puede erradicar la adicción en todos los ámbitos me parece un tanto utópico.

¿Qué se está haciendo para erradicar la epidemia de opiáceos? Tengo entendido que ahora mismo en Estados Unidos pueden adquirirse opiáceos con una sola receta durante todo un mes.

Bueno, pienso que eso fue lo que abrió la puerta a la epidemia de opiáceos que estamos padeciendo. La manera tan poco restrictiva de recetar opiáceos.

¿Y en qué poblaciones sucedió?

En todas. Hace quince años me empecé a dar cuenta de que se estaba disparando el consumo de opiáceos, sobre todo entre los adolescentes. Y me pareció rarísimo. Como estudiante de Medicina y psiquiatra nunca había visto ese consumo de opiáceos entre los adolescentes. Y el 11% estaban consumiendo un tipo de opiáceos prescrito contra el dolor. Y entonces ya pensé que estaba sucediendo algo dramático. En Estados Unidos hay doscientos cuarenta millones de prescripciones al año y te das cuenta de lo absurdo de estas prescripciones. Así que la medida propuesta fue que teníamos que educar mejor al médico en la prescripción de opiáceos, ya que se había pasado de la no prescripción por miedo a la adicción —y entonces a los pacientes con dolores severos no se los trataba— a una permisividad absoluta con relación a los opiáceos. Y fue así como se disparó la adicción. Los opiáceos son muy reforzadores, te hacen sentir muy bien. Y, así, los traficantes también ven un mercado emergente y empiezan a negociar con heroína. La heroína ahora mismo es mucho más pura y mucho más barata. Cuando los médicos se dan cuenta de que no deben prescribir opiáceos tan abiertamente, los pacientes que desarrollaron adicción cambian estos medicamentos por la heroína y se introducen los sintéticos.

El panorama parece aterrador…

La situación en Estados Unidos es muy grave. Y esto se produce en medio de una gran crisis de valores. Recuerda un poco a lo que Inglaterra hizo con China en la guerra del Opio. En el siglo XIX. Desde entonces ya sabemos que, si quieres hundir un país, basta con darle drogas. No sabemos con certeza aún los planes de la Administración Trump para intentar corregir esta situación dramática, pero ya sabemos que el presidente Trump fue muy contundente con este tema en su discurso de toma de posesión. Dijo: «la delincuencia, las pandillas y las drogas han robado demasiadas vidas y le han robado a nuestro país tanto potencial desaprovechado. Esta masacre estadounidense termina aquí y ahora». «This American carnage stops right here and stops right now», dijo.

Los tratamientos nuevos. Están saliendo drogas como la ketamina para tratar cuadros depresivos. ¿Qué novedades hay?

La ketamina es una droga que puede tener aspectos negativos pero también puede tener aspectos terapéuticos. Curiosamente, en pacientes que no responden a otro tipo de antidepresivos. La ketamina tiene un mecanismo diferente del de antidepresivos clásicos como el Prozac o la amitriptilina, que son inhibidores de los transportadores de las monominas; estos son antagonistas de los receptores glutamatérgicos excitatorios, lo tienes que inyectar, es de efecto inmediato, y el otro problema es que puede ser excitante, divertido. Se puede abusar fácilmente. Los investigadores están mirando si hay un metabolito de la ketamina que tenga mejores propiedades como antidepresivo.

No he querido preguntarle por León Trotski, su bisabuelo, pero es inevitable. Supongo que es una presencia muy constante en su vida.

Es cierto. Estoy al día de lo que se publica sobre él. Acabo de leer un libro que me ha gustado mucho. El hombre que amaba a los perros, de Leonardo Padura. Muy divertido.

¿Es consciente de que muchos españoles fueron en su momento seguidores de las doctrinas de su bisabuelo?

Sí, es algo que me llama mucho la atención. Mucha gente me cuenta anécdotas muy curiosas y que demuestran que seguían sus obras con mucho interés.

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Las mujeres que aman a los hombres que matan

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Richard Ramírez durante su juicio en 1985. Fotografía: Corbis.

«Viva Satán», vociferó. Y ella se deshizo en el asiento, mirando al hombre al que entregaría su virginidad en cuanto el Tribunal dictara sentencia. Estaba orgullosa y ansiosa. Dentro de poco podría poner la alianza de matrimonio en esas manos que meses atrás le habían arrancado los ojos a una mujer antes de violarla, las mismas que desmembraron y asesinaron a otra decena, incluidos niños. Los detalles se atropellaban en el periódico: las vísceras, el ritual satánico, el relato del macabro «Merodeador Nocturno» y su espeso reguero de sangre. Pero ella solo veía los profundos ojos negros de la fotografía que parecía observarla desde esas mismas páginas: Richard Ramírez, asesino en serie. Y su futuro marido. Le había enviado setenta y cinco cartas a la cárcel, confesándole su idolatría. Eran pocas, en realidad. Otras habían sobrepasado la centena, llenando sacos y sacos de encendidas misivas remitidas hasta la prisión californiana de San Quintín. Pero la había elegido a ella, Doreen Lioy, que ese 20 de septiembre de 1989 le vio en persona por primera vez, mientras el jurado pronunciaba el «culpable» y le sentenciaba a la cámara de gas. Su nido de amor sería el corredor de la muerte.

Groupies de los psicokillers, admiradoras de carniceros, Eloísas encandiladas por Abelardos ensangrentados. Las que en lugar de huir del que porta el cuchillo, corren hacia él. Ellas siempre aparecen, da igual la atrocidad de los crímenes o la voracidad del depredador. Un día, cuando esté entre rejas, un sobre desde algún lugar romperá las barreras de la celda para susurrarle al asesino palabras de amor y devoción. Y después de ese, otro y otro más. Desde Charles Manson hasta Joseph Fritzl, los buzones de los peores criminales de la historia se han visto rebosados por una corte de aficionadas, mujeres fascinadas por la oscuridad de estos seres exponentes de lo peor del ser humano. Pero ellas no tienen ninguna inclinación al crimen, ni fantasean con continuar el legado sanguinario del monstruo: quieren amarle, cuidarle, acostarse con él. Casarse. Por eso les envían su ropa interior, sus mejores fotografías, versos garabateados para ser refugio del convicto. Besos de carmín enmarcando sus intimidades de tinta. A veces creen firmemente en su inocencia, otras da igual. Ya conocen su necrófilo historial, o a cuántos niños enterró en el patio del jardín. Quieren que, de entre todas las cartas, elijan la suya. Recibir una respuesta aceptando la visita en prisión, para quizás así poder mirarle a través del cristal y constatar que del otro lado no habita el mal, sino la que en adelante será la razón de su existencia.

La psicología aún no ha dado con el porqué. Con la causa común que ha llevado a centenares de mujeres a dejarlo todo para amar a la bestia. Son abogadas, camareras, arquitectas, jóvenes, viejas, de alto y bajo nivel adquisitivo. Las hay con historiales de abusos en la infancia, pero también con expedientes psicológicos impecables y vidas trazadas en la pulcra normalidad. El único patrón es que no hay patrón. El criminalista francés Edmond Locard bautizó este trastorno como enclitofilia, una inclinación por liberar al hombre cuyos crímenes le han catapultado al estrellato del horror. Otras veces, esta propensión ha acabado en la lista de parafilias bajo el nombre de hibristofilia, como la definió el sexólogo John Money: «En ella, la excitación sexual y la facilitación y logro del orgasmo dependen de estar con una persona que sepan que ha cometido un atropello o delito como la violación, el asesinato o el robo a mano armada», asegura. Una de las escasas evidencias es que no hay reflejo del lado opuesto, y se trata de una inclinación que se da casi en exclusiva en mujeres. Otra, que el imán es la violencia contra el individuo —especialmente mujeres—, lo que las atrae, ya que los asesinos de masas no acostumbran a ser objeto de esta fascinación. Tan incognoscible es la respuesta al porqué que incluso revienta las costuras del determinismo evolucionista que preconiza que las féminas se ven atraídas por el macho más dominante de la manada. No es la dominación lo que las arrastra sin remedio, sino el más puro y genuino mal. El olor de la sangre.

Tampoco existen cifras fiables de a qué número de mujeres afecta esta patología o inclinación por involucrarse sentimentalmente con el asesino. Pero sobran estimaciones para el escalofrío: solo en el Reino Unido se calcula que más de un centenar de mujeres han iniciado relaciones con sádicos homicidas que cumplen pena en EE. UU. El nivel de devoción y sacrificio que exhiben es nitroglicerina para la comprensión, ya que un gran número llega a abandonar su país, vender su casa y pertenencias para cruzar el océano e instalarse en las medianías del edificio alambrado desde donde su amado responde las cartas, los e-mails o acaramela la voz a través del auricular.

La relación que se adivina entre la atrocidad de los crímenes, su publicidad y la atracción que generan difícilmente podría ser más perversa, por proporcional. La comunicación global no solo ha difundido las violaciones de un loco en un pequeño pueblo de Texas por todo el mundo, sino que también ha brindado a las hibristofílicas nuevas vías de acceso hasta su objeto de deseo. Pocas escriben ya a los diarios solicitando contactar con el asesino cuyo rostro está omnipresente en los telediarios. Ahora encuentran en Internet más de cuarenta webs dedicadas en exclusiva a conectar a convictos con admiradoras, una red articuladísima con una eficiencia estremecedora. Ellos cuelgan su fotografía, su fecha estimada de liberación, la prisión en la que se marchitan y un relato escabroso de sus crímenes. Ellas bucean por el retrato desnudo y culposo de las puñaladas, los secuestros y las mutilaciones. Saltan de ficha en ficha hasta que dan con el adecuado. Una subasta online de depravación en la que el espécimen más inhumano es el más cotizado.

Después llega la correspondencia cruzada, las visitas entre los muros. El construir un romance que a veces ni siquiera llega al piel con piel, como en el caso de Richard Ramírez y Doreen Lioy, que solo pudieron consumar su matrimonio con un casto beso en los labios. Ella de blanco, él de naranja carcelario. Otros, como Ted Bundy, uno de los criminales más letales y oscuros del siglo xx, se las apañan para dejar descendencia. Antes de morir en la silla eléctrica por el asesinato de un centenar de mujeres —cuyos cadáveres ni siquiera pudieron ser recuperados—, contrajo matrimonio con Carol Ann Boone, a quien las crónicas atribuyen un hijo o hija que hoy debería tener treinta y dos años. Pero aunque ella declaró a su favor en el juicio, en algún momento el macabro embrujo se desvaneció y Carol le vio como el monstruo que en realidad era. Simplemente, desapareció. Tuvo tiempo, a diferencia de las hermanas australianas Avril y Rose, cuya trágica historia quedó inmortalizada en el libro de Jacquelynne Willcox-Baily, Dream Lovers. Cuando rondaban los cincuenta, ambas se divorciaron de sus maridos para iniciar relaciones con sendos convictos. Les acompañaron durante toda su condena, cegadas por la defensa de su inocencia y soñando con el porvenir que les esperaba al franquear las puertas de la prisión. El que nunca llegó, porque una semana después Avril moría a martillazos y Rose era mutilada por su nuevo marido.

Sus lámparas blancas se apagaron en el charco de sangre. Y es que, la interpretación más amable de estas patologías también ha recibido el nombre de síndrome de Florence Nightingale, conocida como «la dama de la lámpara».

¡Mirad! En aquella casa de aflicción
Veo una dama con una lámpara.
Pasa a través de las vacilantes tinieblas
y se desliza de sala en sala».

(Henry Wadsworth Longfellow, «Santa Filomena», dedicado a Nightingale).

De acuerdo con ella, la pulsión que late en estas mujeres es la de convertirse en la antorcha que guíe al extraviado, abriendo las tinieblas para que pase el amor. Quieren ser, en esencia, el ángel salvador que les redima de sus atrocidades. Como hizo Nightingale, madre de la enfermería moderna, que tras la guerra de Crimea serpenteaba entre los catres durante la noches, tratando de aliviar la carga del enfermo.

Pero quien ha mirado a los ojos a una treintena de estas protagonistas de romances carcelarios no ha detectado esa concepción del amor como autoinmolación. De la experiencia de la periodista Sheila Isenberg se extrae una conclusión diferente de por qué estas se aproximan al sadismo y la oscuridad: el apetito de notoriedad. «Si escribes una carta a Brad Pitt es probable que no te conteste. Charles Manson, sí», asegura. Muchos criminólogos concuerdan con esa teoría, que sostiene que el foco de atracción es la celebridad del asesino más que sus crímenes. Conjetura que explicaría por qué la mayoría de mujeres que buscan marido tras los barrotes seleccionan a aquellos con quien jamás podrán sentarse en el sofá de un hipotético hogar. Los de la milla verde. Aquellos con quien quemarán horas, pero bajo estricta vigilancia; estableciendo una relación compacta y segura en la que siempre sabrán donde encontrar a su Romeo sanguinario. Quizá por eso, la mayor parte de misivas desesperadas a los asesinos en serie de la cárcel de San Quintín arriban desde Alemania y Gran Bretaña, donde no existe la pena de muerte.

El 5 de diciembre de 2005, el presentador estadounidense Larry King hizo la pregunta que palpitaba en la mente de todos los espectadores, que por primera escuchaban de viva voz a quien había escogido amar a un asesino. «¿Qué te hizo sentirte atraída por alguien que sabías a ciencia cierta que había hecho las salvajadas que había hecho?». La destinataria de la pregunta era una mujer rubia, de innegable atractivo. Joven, de sonrisa franca: Tammi. Una mujer que años atrás había visto en televisión el rostro de los hermanos Menéndez, quienes entraron en el dormitorio de sus padres en Beverly Hills y los asesinaron a bocajarro con una escopeta. Ella se fijó en Erik, y le escribió. La historia acabó en una boda telefónica con un twinkie como pastel nupcial. «Pensé que él era diferente. Solo quiero dejar claro que si él hubiera sido un asesino en serie o alguien que matara en la calle arbitrariamente, creo que nunca le habría escrito. Me di cuenta de que algo debería estar realmente mal para matar a sus padres, y creo que por eso mi corazón cayó prendado de él», contestó a King. En su libro Nos dijeron que nunca lo lograríamos detalló cómo es ser la esposa de un condenado a cadena perpetua, con quien jamás se acostará y a quien asegura haber perdonado el parricidio. Pero ni las agudas interpelaciones del presentador ni su relato en primera persona podían ser suficientes para responder a ese gigante porqué. Por qué amar a quien ha sido capaz de lo peor. Por qué escribir la primera carta y conducir ciento cincuenta kilómetros cada fin de semana para sentarse en una fría sala de espera, para que tu hija llame «Papá Tierra» al hombre que mató a los suyos y culpó a un ladrón.

Complejo de salvadora, ansias de notoriedad o atracción enfermiza por el mal. Masoquismo. Aberración. Negación de la realidad o simple locura. Groupismo psicokiller. Qué resorte se activa en el cerebro de estas flores raras para buscar aliento en el mal es una incógnita tan grande como el mal mismo. Y de este lado, solo hay quizás. Quizás sus historias de amor sean como la planta de invernadero, que germina en habitaciones sin ventanas al calor del artificio. Entre los muros alambrados. Lo que no es cierto es que los forajidos tocan en un lugar profundo del alma de todas las mujeres, cante lo que cante Waylon Jennings. Sigue habiendo una distancia entre ellas y nosotras que mejor mantener tal como está. Por si acaso Borges sí tenía razón y la única manera de entender la distancia que nos separa de ellos es uniéndonos a ellos.

Anthony Perkins en Psicosis, 1960. Fotografía: Paramount Pictures.

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Je suis Madame Bovary et vous êtes Chewbacca

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The Dark Knight, 2008. Imagen: Warner Bros.

Oh, sabes que no soy aficionado a rezar,
pero si estás ahí arriba, ¡sálvame, Superman!
Homer Simpson

Érase una vez, en la ciudad de Providence, un escritor llamado Howard Phillips Lovecraft cuya enorme maestría para construir relatos de terror le condujo a inventar un libro mágico de malignos poderes llamado Necronomicón. La verosimilitud con que envolvió cada detalle de este grimorio fue tal que muchos de sus lectores se preguntaron si no existiría de verdad, cuando no lo afirmaron categóricamente. Para perpetuar el engaño algunos artistas decidieron crear su propia réplica de la obra, el Antiquarian Bookman publicó en una de sus ediciones de 1962 un anuncio de venta de una copia «algo arañada» del volumen, y no faltaron las bibliotecas universitarias cuyos registros acabaron conteniendo fichas con ese título. Aún a día de hoy existen numerosos individuos que defienden que el origen ficcional del Necronomicón está inspirado en una realidad mucho más aterradora y oscura. Cthulhu los cría y ellos se juntan.

Nada nuevo. Don Quijote sufría tal atracón de literatura caballeresca que, víctima de sus alucinaciones, acababa arremetiendo contra molinos que confundía con gigantes o destrozando a espadazos un teatrillo de marionetas para salvar a una cristiana pareja de las huestes del rey Marsilio. Emma Bovary era incapaz de encontrar en su marido Charles el amor pasional que había leído en tantas novelas románticas y se veía obligada a buscarlo en los brazos y otros miembros de distintos amantes. Bastian era un huérfano solitario que buscaba en la lectura de La historia interminable un refugio en el que esconderse de los abusones y acababa descubriendo un mundo, Fantasía, que crecía cuantos más deseos pedía.

El gusto del ser humano por contar historias es universal. Desde las rudimentarias narraciones orales de tribus aisladas de cualquier atisbo de civilización hasta las experiencias multimedia de nuestra sociedad, la inmensa mayoría de personas ha disfrutado alguna vez de la sensación de atender un relato y perderse en sus acontecimientos. Nuestro ingenio ha logrado contener la esencia de los antiguos oradores en formatos accesibles a nuestros distintos intereses: teatro, literatura, cine, cómics o videojuegos. Si una historia es buena, encontrará la forma de llegar hasta nosotros.

Esta predilección por el relato no es algo casual: nuestro pensamiento nace de una continua e infatigable construcción de narraciones. Comprendemos el mundo a nuestro alrededor gracias a que recordamos los acontecimientos pretéritos, evaluamos e interpretamos los presentes y planeamos e imaginamos los futuros, y en todas esas acciones estamos contando una historia.

El estrecho vínculo entre el funcionamiento de nuestro cerebro y su participación en los relatos ha sido estudiado en investigaciones como la que Gregory Berns y sus compañeros llevaron a cabo en 2013. Los científicos analizaron mediante resonancia magnética funcional los efectos a corto y largo plazo que la lectura de la novela Pompeya provocaba en los pacientes. Los resultados mostraron un aumento de la conectividad neuronal en las áreas asociadas al movimiento y a las sensaciones físicas, llevando a Berns a la conclusión de que la lectura puede ponernos en la piel del protagonista no solo en un sentido figurado, sino también biológico.

Curiosamente, vagamos por un continuum de alegorías, parábolas, crónicas y fábulas y a pesar de todo, seguimos teniendo hambre de más. Los creadores de todas esas experiencias alternativas —escritores, directores de cine, dibujantes de cómic, guionistas— parecen tener claro el motivo de ese apetito cultural: en las ficciones vivimos otras vidas y pisamos otros universos que de cualquier otra forma —por improbables o por imposibles— nunca hubiéramos visitado. Tan cerca y a la vez tan lejos.

A través del espejo

Cruzar esa liviana frontera ontológica entre los ámbitos de lo ficcional y de lo real es un peaje obligatorio para la mayoría de los mortales, pero existen muchas personas para las que zambullirse en el interior de cualquier mundo inventado implica traerse de vuelta algo más que esa simple experiencia. Estos caminantes de ensoñaciones pueden dedicar fatigosas jornadas a la reflexión sobre el tipo de insecto en que se convierte Gregor Samsa en La metamorfosis de Kafka y acabar a mamporro limpio por no llegar a un acuerdo. Otros verán la película de Avatar y decidirán adoptar las costumbres de los Na’vi yéndose a vivir bajo un árbol. Incluso conoceremos a más de una que tras la lectura de cierta trilogía ha adoptado nuevos hábitos de alcoba y ha cambiado el pijama de franela por el corsé. En sus viajes a esos otros lugares, estos hombres y mujeres recogen ingredientes ficcionales que a su vuelta les sirven para elaborar el Bálsamo de Fierabrás que cure todos sus males terrenales. Son verdaderos alquimistas de la irrealidad.

Es el caso de Penny Brown, una joven australiana que obsesionada desde la adolescencia con el personaje de Jessica Rabbit decidió transformar su cuerpo para emular a su adorada pelirroja. Tras dos aumentos de pecho y el uso durante veintitrés horas al día de un corsé, Penny ha conseguido duplicar el tamaño de su delantera y reducir su talla de cintura de noventa y seis a cincuenta y ocho centímetros, pero su trastorno psicológico sigue intacto. Pese a una reorganización de la posición de sus órganos debido al corsé extremo y un más que probable dolor de espalda perpetuo, esta Jessica Rabbit del mundo real planea aumentar aún más su carga delantera.

Da la impresión de que los mundos de ficción se resisten a vivir enclaustrados en las obras que los contienen y necesitan expandirse de cualquier manera posible en nuestra imaginación y fuera de ella. Unos más y otros menos, todos hemos añorado a ese personaje a quien hemos acompañado en sus aventuras o hemos soñado con volver a algún mundo fantástico, pero en esta suerte de simbiosis ciertos individuos no solo mantienen en su recuerdo a personajes y lugares tras el The End sino que crean un espacio de subcultura a su alrededor digno de elogio y multitud de estudios sociológicos. Organizan parte de su existencia en torno a dar continuidad dentro de nuestra realidad tangible a los universos que tan felices les han hecho, y lo consiguen gracias a que la misma semilla ha germinado en mentes afines. Las fronteras se disuelven cuando su manga favorito se extiende desde las páginas a los foros de internet, al fanfiction —caso paradigmático donde aficionados a una obra reciclan a sus personajes y acontecimientos en nuevos relatos—, a las obras sobre la obra, a los animes, a las figuras hechas en resina y cómo no, a las reuniones en librerías, tiendas especializadas y Salones del Manga donde lucir el cosplay en el que se ha trabajado los últimos meses. Comparten con otros su pasión por ese manga, esas películas o esa serie y con ello extienden un reino de quimeras a través del fértil terreno de sus relaciones sociales. Alteran esta vida para sentirse más cómodos en ella.

Cómodos y protegidos. Los personajes de la historia pasan a ser personas en nuestro pensamiento y acabamos simpatizando con ellos, odiándolos o metiéndonos en su piel para experimentar lo que sienten. ¿Cómo es posible la creación de semejantes vínculos? El truco, como en la magia, está en lo que no se ve. Cualquier historia es por definición incompleta y requiere de nuestra imaginación para completarla, lo que acabará llevando a que todos los personajes y lugares tengan un poco de nosotros. Esos lugares fantásticos acaban siendo para muchas de esas personas un oasis de satisfacción dentro de su aburrida rutina y se acaban sintiendo en ellos como en casa. Se miran en un espejo que devuelve la imagen de lo que son y de todo lo que pudieron ser. Tal nivel de intimidad y protección es realmente tentador para aquellos que como Emma Bovary están descontentos con su tediosa existencia y prefieren cualquier otra versión idealizada en papel o en película. Pero ahí está la sabiduría popular para avisarnos de que cualquier cosa en exceso es mala.

Penny Brown, 2014. Fotografía: Cordon.

Mezclado, no agitado

Y es que fantasear es sano siempre que nuestra capacidad para discernir entre ficción y realidad no esté estropeada.

Los habitantes del condado de Aurora recordarán durante el resto de sus vidas la fecha del 20 de julio de 2012, día en que un desequilibrado asesinó a doce personas e hirió a cincuenta y nueve en el mayor tiroteo masivo en la historia de los Estados Unidos. Disfrazado con un chaleco antibalas y una máscara antigás que recordaba al personaje de Bane, James Eagan Holmes irrumpió en una sala de cine durante el estreno de The Dark Knight Rises y vació sus cargadores ante la estupefacción de unos espectadores que no tenían claro si aquello formaba parte del espectáculo. Cerrando este sombrío juego metarrepresentativo, el joven se identificó como «el Joker» ante los agentes de policía que lo arrestaron.

La extrapolación de este comportamiento al más común de los otakus, cinéfilos o roleros es un tremendo error. Los aficionados a todo tipo de ficción demuestran una inagotable capacidad para fantasear con esos lugares y personajes que contienen sus cómics, libros o películas, pero al fin y al cabo esa voracidad no implica más que una sana curiosidad y muchas ganas de imaginar mundos posibles. Si pincháramos sus cerebros y pudiéramos monitorizar su actividad probablemente veríamos que una red neuronal concreta trabaja muy por encima del resto y se ilumina como un árbol de navidad durante gran parte del día. La «red neuronal por defecto» es la encargada de hacernos fantasear y soñar despiertos y pese a que todos pasamos gran parte de nuestra vida (consciente) en este estado, el friki medio apunta a paradigma de usuario asiduo de esta red. Viendo que los beneficios de evadirse de la realidad pueden ir desde un mayor desarrollo de la empatía o la memoria hasta estimular la creatividad y consolidar el aprendizaje, empieza a no parecer de desarraigados sociales o engendros infantiloides dejar volar la imaginación de vez en cuando con algún libro o película.

La clave está en que la mayoría de estas personas son perfectamente conscientes de la separación que existe entre lo que es ficción y lo que es realidad. Estudios como el realizado por la psicóloga Jacqueline Woolley en 2006 concluyen que aprendemos a separar los mundos en que viven Batman y mamá hacia los cuatro años de edad (un poco más si crecemos en un ambiente religioso según resultados del grupo de Kathleen Corriveau; quién nos iba a decir que confundiríamos convertir el agua en vino con lanzar rayos por los ojos). A partir de entonces, una persona cuerda disfrutará de una saludable relación con cualquier tipo de ficción y será plenamente consciente de los límites de esa transacción. ¿En qué situación se puede detectar que alguien se ha pasado de la raya? En psicología clínica y psiquiatría es difícil marcar una línea perfectamente definida a partir de la cual afirmar que una persona tiene un problema mental. Los extremos sí parecen fáciles de identificar pero hasta los más cuerdos guardan dentro de sí a un pequeño lunático que grita por salir: el cero absoluto tampoco existe en la locura.

Ahí está el bovarismo, por ejemplo, término psicológico inspirado en nuestra querida Emma Bovary y que define el estado de insatisfacción de una persona hacia la realidad que le rodea por no cumplir con sus ilusiones y anhelos. No es extraño encontrarse en la actualidad con muchas personas que cumplen con este perfil, individuos que viven rodeados de una sobresaturación de ideales que les hace chocar una y otra vez contra una realidad que les deprime. Se trata de un entorno tan hostil que evadirse de él mediante libros, cómics, películas o series se está convirtiendo en el remedio de la sociedad moderna. Y donde hay una práctica extendida, aparecen los exploradores de sus límites. Son nuestros modernos Quijotes.

Sucesos como la matanza de Aurora traen consigo la eterna controversia sobre la violencia asociada a una película, un videojuego o incluso un libro (véase el asesinato de John Lennon y su relación con El guardián entre el centeno). El miedo a que un videojuego violento pueda convertir a cualquier persona en un criminal en potencia se transmite hasta la saciedad en los medios cuando en casos como el de Adam Lanza, causante de la matanza de la Escuela Primaria de Sandy Hook, la policía descubre en su casa videojuegos como el Grand Theft Auto o el Call of Duty. (Curiosamente, la investigación posterior permitió comprobar que el videojuego al que Lanza dedicó más tiempo durante los días anteriores al tiroteo fue el Dance Revolution). Lo más sensato sería pensar que ni películas ni videojuegos están en el origen de la violencia, pero sí que son un factor que contribuye a que se desencadene en sujetos predispuestos a este tipo de comportamiento.

Y es que la obsesión por los libros no fue la causa de la locura de Alonso Quijano, sino una consecuencia de un cerebro ya perturbado. Si en la actualidad nuestro ingenioso hidalgo hubiera tenido una mente sana y simplemente se hubiera atiborrado de libros de caballería, estaríamos frente a un tipo extravagante que disfrutaría de soñar despierto y que solo sacaría sus armas «tomadas de orín y llenas de moho» para lucirlas en alguna sesión de rol en vivo donde dar rienda suelta a sus deseos de convertirse en caballero andante. Pero Quijote estaba como un cencerro. Dentro de los muchos análisis que se han hecho de la obra no han faltado los que distintos psiquiatras han elaborado sobre su comportamiento y casi todos han llegado a conclusiones parecidas: trastorno bipolar con los consecuentes periodos depresivos, delirios y alucinaciones que le hacían confundir ficción y realidad. Pongan todos esos síntomas y muchos otros en la batidora de cualquier cerebro y tras un par de minutos de mezcla obtendrán casos como el de Aurora. De la misma forma que con el personaje de Cervantes, esas conductas no son provocadas por un exceso de ficción, sino por problemas que ya estaban ahí y para los que cómics, películas o libros no han sido más que meros catalizadores.

Al final, ¿qué es la vida sino un conjunto de ficciones que creamos respecto a todo lo que nos rodea? Una persona, un lugar, una situación. Nunca conoceremos todos los detalles de una experiencia y nuestra imaginación será la encargada de rellenar esos espacios de indeterminación. Nuestras fantasías se dan de la mano a diario con los acontecimientos reales para crear mundos posibles que tal vez serán o tal vez no. Visto así, seamos libres para soñar despiertos en lo que más nos apetezca siempre que seamos conscientes de las fronteras que cruzamos. Bilbo siempre decía: «no dejéis que vuestras cabezas se vuelvan más grandes que vuestros sombreros». Confiemos en la palabra de un Bolsón.

Terrorista y un tío de puta madre

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Fotografía: Susana Vera / Cordon.

En el infierno me imagino una protesta, en forma de manifestación, con todos los condenados tras una pancarta en la que se lee: «Los monstruos también somos personas». Y no les falta razón.

¿Es incompatible ser un infame desalmado con ser un tío de puta madre en plena posesión de tus facultades mentales? La respuesta correcta es la aterradora: no.

Personalmente me encontré tal evidencia hace unas semanas en Cataluña, concretamente en la localidad de Ripoll, donde estuve instalado varios días cubriendo para El País los atentados islamistas de Barcelona y Cambrils. Sus autores, los miembros de la célula yihadista, eran vecinos de este pueblo. Universalmente, ya había evidencias. Hitler era un erudito, con una vasta biblioteca entre las que figuraban títulos como Don Quijote, Los Viajes de Gulliver o Robinson Crusoe. Lo mismo Iósif Stalin, dueño de más de veinte mil libros, ávido lector. El totalitarismo no se cura leyendo. Tampoco el nacionalismo desaparece viajando. La compatibilidad está demostrada empíricamente y desmonta eslóganes. De hecho —vuelvo a lo personal—, sostengo que un imbécil que lee mucho no reduce un ápice su imbecilidad. Si acaso, se convierte en un imbécil leído. La conclusión desasosiega un tanto.

Sucede parecido con los terroristas.

Recuerdo un reportaje que vi hace tiempo, en televisión, sobre familiares de presos de ETA. No recuerdo quién era el autor o autora, solo quedó grabado en mi memoria un fragmento en el que el periodista acompañaba, cámara en mano, a un autobús de familiares que se desplazaban a una prisión andaluza para llevar a cabo una visita. La pareja de un etarra contaba que su novio, asesino condenado, trabajaba en varias ONG, ayudaba en varias causas y donaba dinero cada mes a asociaciones de ayuda humanitaria. Un etarra solidario.

Ayudar en una ONG no te convierte en buena persona. Y menos si eres un asesino. Porque esto no es una cuestión de suma y resta. Sin embargo, demuestra, de nuevo, una compatibilidad que asusta. Es posible ser una persona cariñosa, solidaria, servicial, amable y simpática. Una persona cuerda y lúcida; culta y leída. Y ser un asesino. Todo a la vez. La vida real es un bofetón a mano abierta contra prejuicios e ideas preconcebidas. Contra supuestos creados en nuestras mentes para tranquilizarnos. La complejidad es imprevisible. Por tanto, aterradora.  

No es que los yihadistas de Ripoll fueran eruditos bondadosos que salvaban gatitos desamparados. Pero eran chavales normales. Lo que entendemos por normales. Chavales que estudiaron, socializaron con su entorno, se buscaron las habichuelas para trabajar y veían los partidos del Barça. Tenían problemas, claro. Uno en casa, con un padre alcohólico. Otro par de ellos en la calle, trapicheando con hachís. Tampoco estaban integrados al cien por cien, por más que insistan las instituciones. «Siempre seremos los moros», me contaba el primo de uno de los terroristas. «Las chicas no querían salir con nosotros en el colegio y muchos mayores cambian de acera por la noche si nos cruzamos con ellos». El debate está servido: ¿de verdad estaban integrados? Y: ¿qué es estar integrado?

Es un interesantísimo planteamiento, pero no nos ocupa. No nos ocupa porque no importa. Al menos de forma definitiva. La integración es un factor importante, pero un factor más de varios que podrían —solo podrían— explicar el porqué de una radicalización. Centrar todo el foco en si estaban integrados o no es volver, otra vez, a la simplificación, a la búsqueda desesperada de una explicación que confirme nuestros prejuicios y sosiegue nuestros miedos mediante respuestas que se aparecen como la solución a una ecuación.

¿No estaban integrados? = Potencialmente malos.

¿Estaban integrados? = Potencialmente buenos.

Por desgracia, no funciona así. La respuesta de cómo alguien llega a ser un terrorista despreciable pasa por la cabeza de estos chicos: ¿qué grietas había en ellas para que un desconocido llegue, ponga sus vidas patas arriba y les convenza en apenas un año de matar y morir? Ahí está lo interesante. Y ahí tiene mucho que decir la psiquiatría, la psicología, la medicina. Campos que han estado en silencio mediático comparados con la sociología, la religión y la política. Porque son estos últimos campos los que reconfortan más. Los que ofrecen respuestas más claras y comprensibles. O deberían.

Si la sociología nos muestra a unos marginales, inadaptados, violentos y resentidos jóvenes, que hayan desembocado en terroristas tiene una balsámica lógica. ¿Pero qué ocurre cuando nos topamos con que los chicos eran amables, inteligentes, con vida social, trabajo y familia? Que no nos lo creemos. Que nos lo negamos. Y, entonces, matamos al mensajero: que si la familia miente, que si el entorno no quiso ver, que si las educadoras hacen política, que si los periodistas blanqueamos. Algo no encaja, alguien inventa, alguien manipula. ¿Cómo es posible decir que estos terroristas desalmados eran chavales de puta madre? ¿Cómo es posible?

La respuesta ya la propuse hace varios párrafos: porque, desgraciada y terroríficamente, no es incompatible. No es blanquearlos, es contar una verdad dura, difícil de encajar. Sobre la que —todavía— no tenemos todas las respuestas. Una realidad espesa que exige madurar, que exige abrir la mente y desligarnos de preceptos a los que nos aferramos.

También, de paso, una realidad que señala algo de poco rédito político: el único responsable y culpable de un asesinato es quien lo comete. Buscar explicaciones está bien, pero los factores no son responsabilidades compartidas. Encontrar porqués no es hallar justificaciones. Una obviedad tan grande parece ser invocada a gritos tras cada atentado. Y, de nuevo, me temo que tiene que ver con esa procura de respuestas que nos apacigüen. «El banco los desahució y la policía lo arrestó sin motivo. Acabó apuñalando a varios peatones». La secuencia nos ayuda íntimamente a creer que comprendemos y, de paso, alimenta nuestros esquemas mentales. Pero es solo eso: un placebo. Este tipo de causalidades no son solo incorrectas. Son inmorales.  

Lo que los atentados de Cataluña nos han demostrado, una vez más, es que cualquiera puede ser un asesino. Cualquiera. Y que saber por qué alguien es un asesino es tremendamente complejo. Depende de demasiadas cosas, ninguna definitiva y no todas incompatibles con aspectos amables de la personalidad y la vida.

Y eso asusta.


Los retratos perdidos de Géricault

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La balsa de la Medusa, 1819, Museo del Louvre, París.

Aquel que haya tenido la fortuna de estar frente a La balsa de la Medusa en el Museo del Louvre y no haya sentido una emoción desbordante puede, desde ya, dejar de leer este artículo.

Para pintar esa obra, una de las más icónicas del Romanticismo francés, se cuenta que Théodore Géricault recorría las morgues parisinas en busca de cuerpos humanos que le permitieran reproducir con exactitud la textura y el color de la carne en descomposición. Uno de los asilos donde el pintor iba a recoger extremidades seccionadas para sus estudios de la Medusa era el hospital de Beaujon, donde Géricault conoció a Étienne-Jean Georget. Dicen que la obsesión de Géricault por dotar de mayor dramatismo a su obra maestra le llevó a construir una réplica exacta de la barca en su estudio, e incluso a entrevistarse con los enloquecidos supervivientes del famoso naufragio.

Georget, discípulo de la escuela de Philippe Pinel y psiquiatra jefe del hospital de Salpêtrière, pensaba, como su mentor Jean Etienne Dominique Esquirol, que un trato humano a los enfermos alienados podía ayudarles a sobrellevar sus locuras y, tal vez, incluso hasta a curarles. Hasta ese momento los sanatorios funcionaban como verdaderas cárceles, encerrando a los dementes con presos comunes, tratándolos como animales, esposándolos con grilletes a la pared e inmovilizándolos con camisas de fuerza, y restringiéndoles en la mayoría de las ocasiones incluso la comida y la bebida, en lo que solían llamar «curas de hambre». Sirva como ejemplo el legendario asilo de Bethlem Royal, en Londres, donde los visitantes podían, tras el pago de un penique, insultar e incluso apalear a los lunáticos. Pinel, y luego sus discípulos, empezaron a tratar a los enfermos psiquiátricos, seguramente por vez primera, como personas, hablando con ellos, tomando notas en sus cuadernos y estudiando el progreso de la enfermedad.

Georget y sus colegas creían en el poder de la fisiognomía. Estaban firmemente convencidos de que se podían diagnosticar las enfermedades psiquiátricas tan solo observando la expresión de los rostros de los enfermos. Es por ello que Georget decide preservar las expresiones congeladas de sus maníacos para la posteridad, tal vez con fines pedagógicos, para ilustrar a sus alumnos en los entresijos de la locura y de su tratamiento.

A finales de 1821 Géricault vuelve de un año sabático en Inglaterra. Su Medusa se ha dado un verdadero baño de masas en el Egyptian Hall londinense y ya es un pintor famoso al que se admira en toda Europa. Pero Géricault está en una situación crítica. A sus veintinueve años ya ha dilapidado la herencia de su madre y los problemas económicos empiezan a ser asfixiantes. El declive de su maltrecha salud acabará con su vida tan solo dos años más tarde.

Georget pide a Géricault que retrate a sus locos. El encargo consiste en realizar diez retratos de enfermos mentales, lo que conformará una serie que a la postre se conocerá como «las monomanías». De esta forma, Georget encarga un conjunto de obras que deberían ser consideradas como la primera aproximación artística al estudio de las enfermedades mentales, una suerte de realismo científico, que dos siglos después ya ha perdido el rigor médico necesario.

Géricault realiza para el proyecto más de doscientos dibujos de dementes. Pero acaba pintando tan solo diez. De esos diez locos de Géricault, solo nos han llegado cinco de ellos. Cinco maníacos encerrados en psiquiátricos parisinos, cinco cuadros supervivientes de los diez elegidos, de los cientos de dibujos de enfermos bosquejados por el artista en su estudio previo.

El pintor, depresivo y psicótico por el curso de su propia enfermedad, ilustra con maestría la cara de la locura. Él, mejor que nadie, puede entender a los locos, pintarlos, retratarlos en el colmo de su enfermedad, representar claramente sus desvaríos. Su depresión y sus alucinaciones paranoicas lo acercan de forma cómplice al enfermo retratado.

La envidia o La Hiena, ca. 1819, Musée des Beaux Arts de Lyon.

Géricault pinta la envidia, representando los celos neuróticos en una mujer de mudo testimonio, a la que en el psiquiátrico llaman «la Hiena». Tal vez su enfermedad sea la esquizofrenia. La mujer muestra el rostro torcido, la boca apretada, las cejas contraídas en actitud de reprobación, ensimismada en su propio tormento. Retrata también la cleptomanía, en el rostro de un hombre de sardónica expresión, probablemente un psicópata encerrado en la jaula de su alterado cerebro, con la mirada extraviada, el pelo desaliñado, la barba hirsuta. El pintor representa además la ludopatía en la cara de una mujer, maníaca del juego, pero con rasgos que nos recuerdan a los enfermos de párkinson; su rictus congelado e inexpresivo que asemeja una máscara, los hombros hundidos. Tal vez la muleta que asoma en el retrato sugiera problemas en el anda, como en los enfermos parkinsonianos, una enfermedad descrita tan solo cinco años antes. Géricault pinta también la megalomanía, representando a un hombre vestido de militar, seguramente con fijación enfermiza, un lunático obsesivo compulsivo disfrazado de una suerte de conquistador venido a menos, con aires de grandeza y con la mirada altiva y desafiante. El cuadro más inquietante resulta ser el del ladrón de niños. Un rostro sumido en el paroxismo, los ojos vesánicos, en una expresión transmitida a lo largo de los siglos y que todavía nos causa angustia y pavor.

Tres hombres y dos mujeres. Todos sin nombre. Todos ellos pacientes de Georget. Rostros anónimos de desvariados con impulsos irrefrenables, con deseos intensos que controlan su conciencia y que anulan su raciocinio, que les empujan a la acción irreflexiva y compulsiva. Pederastia, envidia, megalomanía, ludopatía y cleptomanía. Los cinco pecados capitales de Géricault. Cuadros que son retratos de proporciones próximas a la realidad, donde los rápidos trazos del pintor acentúan los ojos del enfermo y muestran la tensión de la inquietud. Retratos en los que nunca aparecen las manos. Cuadros sombríos envueltos en una atmósfera aplomada, que evocan a partes iguales tristeza, desequilibrio e introspección. Síntomas de un interno sufrimiento. Retratos que reflejan al unísono un fulgor que alumbra el rostro del enfermo, como un candil en medio de la noche, las ropas oscuras envolviendo la cara del maníaco, resaltada sobre el fondo siempre negro, carente de cualquier adorno, ornamento o licencia. Las miradas desviadas, que no conectan con el observador, que escrutan más allá, rostros ensimismados en su locura, angustiados por su deficiencia. El espectador, hipnotizado, no puede dejar de mirar el rostro incandescente y amarillo del alienado.

Georget custodiará las diez pinturas hasta su muerte. Luego la serie será dividida en dos lotes que serán repartidos entre sus discípulos Maréchal y Lachèze. El primero se llevará los cuadros a Inglaterra, donde su rastro desaparece. El segundo entregará los lienzos a un amigo para su custodia.

Hoy en día los cuadros de Lachèze están repartidos en cinco museos diferentes a lo largo y ancho de todo el mundo. Cinco obras que han pasado inadvertidas casi doscientos años, cuadros que han dormido el sueño de los justos aguardando silenciosos en salas perdidas de antiguas pinacotecas. Pero faltan los otros cinco. Cinco cuadros misteriosos que despiertan las elucubraciones del entendido. Cinco cuadros extraviados que hacen volar la imaginación del científico y del erudito. Tal vez las cinco pinturas malogradas sean de los mismos sujetos tras sus correspondientes tratamientos, tal vez sean de otros maníacos diferentes que completan los pecados capitales del pintor francés. Qué bello sería recuperar las pinturas ausentes, desvelar el misterio, conocer si los retratos perdidos de Géricault amplían la gama de locuras o, por el contrario, constituyen el más excelso experimento médico que ha aportado jamás el arte a la ciencia.

Hoy en día las monomanías de Georget y Géricault residen más en la imaginación popular que en los tratados médicos serios. La clasificación de las locuras de Esquirol, Pinel y Georget ya no está en vigor, ya no se pueden asociar a formas parciales de la locura que se reflejan en el rostro, y que se suponían relacionadas con enfermedades cerebrales crónicas no tratadas y caracterizadas por lesiones parciales de la inteligencia, el afecto o la voluntad. Aquella ciencia de la fisiognomía del siglo XIX, al igual que la coetánea frenología, se ha perdido para siempre, carente de toda disciplina, por lo que ya no podemos asociar la apariencia física al sufrimiento de las enfermedades mentales. Aquella ciencia marchita no ha soportado las pruebas de verificación científica del método, pero los retratos de los maníacos todavía nos encogen el alma y nos producen la desazón que suscita la visión de una enajenación congelada en el tiempo, lo que nos recuerda inexorablemente que el padecimiento es intrínseco al ser humano.

Pero en algún sitio olvidado probablemente se encuentren los cinco cuadros misteriosos. Tal vez estén en algún sótano de algún palacete inglés, o en algún interminable salón de una mansión de la campiña británica. Esas obras perdidas podrían ensalzar la grandeza de la pintura romántica francesa del siglo XIX, pero también descubrir los entresijos de un experimento científico que se gestó en un decadente hospicio para enfermos mentales en el París posnapoleónico. Aunque tal vez las cinco pinturas se hayan perdido para siempre. Seguramente nunca lo sabremos.

El dulce abandono de matarse

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Woman committing suicide by jumping off of a bridge, de George Cruikshank, 1848. Imagen: National Library of Medicine.

«No se trataba de rabia ni resentimiento, mucho menos de odio; lo mío era una cuestión de decepción por andar siempre esperando lo que yo estaría dispuesto a dar». Esta frase, fotografiada del libro de Edwin Vergara Cartas sin destino, fue lo último que supe de mi amiga Cris. Momentos después de haber cambiado su estado en las redes sociales por esta foto, se suicidó. En los días siguientes descubrí en quienes la habían conocido, y en la sociedad que nos rodea, la poca predisposición a intentar comprender al suicida.

El familiar o el amigo de quien se ha matado puede darnos un relato lógico, con final previsible. Pero, si reunimos las circunstancias vitales de esa persona en su conjunto, llegaremos a una misma conclusión. Con parecido nivel de sufrimiento, otras personas ponen un apasionado empeño en vivir. ¿Por qué los suicidas no? La ciencia, que puede proporcionarnos la cura, no ha sido aún capaz de responder de manera definitiva a esta pregunta.

El noventa por ciento de los suicidas padece depresión en el momento de su muerte. Una enfermedad a la que les predispone su genética, y que podría identificar a los potenciales suicidas, una vez identificados los genes exactos. Pero tener estos genes no significa desarrollar la enfermedad, y tampoco los factores ambientales necesariamente la desencadenan en la vida adulta. Algo que fue demostrado por el Palawan Suicide Project.

La etnia palawan, habitante de las islas de La Paragua, en Filipinas, fue escogida como objeto de estudio por dos razones. Una, que parte de su comunidad tiene una tasa de suicidio de 186 por cada 100.000 habitantes, cuando la media habitual en sociedades humanas está entre 10 y 15. Dos, que sus condiciones de vida carecen de los factores de riesgo que disparan los suicidios.

Los palawan viven de la agricultura y la ganadería, bajo una organización tribal que cuida de cada miembro de la comunidad, evitando que carezca de comida o vivienda. El maltrato infantil o de pareja no se da entre ellos, tampoco consumen alcohol ni drogas. Su cultura ensalza, además, la solución pacífica de los conflictos. Precisamente eligen a sus líderes tribales entre aquellos con más capacidad para dirimir disputas sin violencia.

Antropólogos y psiquiatras de varios países coordinaron la investigación para determinar qué motivaba tan elevado índice de suicidio, prolongándola durante diez años. Sus conclusiones fueron que entre los palawan con alta ratio de suicidio prevalece un patrón genético que les hace muy poco tolerantes al estrés, aumenta su percepción del dolor vital y les predispone a los pensamientos negativos. Al vivir en comunidades aisladas, su alta tasa de endogamia ha facilitado la presencia masiva de esos genes en su ADN. Tienen por tanto personalidades que no toleran los problemas, lo que hace el factor ambiental irrelevante, o, al menos, no determinante. En los palawan que no viven aislados, y sin esa genética endogámica, la tasa de suicidio es menor a 3.

El estudio palawan se comparó con el de otras comunidades humanas con altas tasas de suicidio. Concretamente con los aguarunas de la Amazonía peruana —180—, los baruyas de Nueva Guinea —98— y los vaqueiros de alzada en la Asturias española —80—. A diferencia de los palawan, estos tres grupos sí tienen en sus culturas patrones sociales y familiares asociados con las conductas suicidas. Tienden a resolver conflictos de forma violenta. Heredan su condición social hasta el extremo de que muchos no pueden tener casa propia o casarse por ser siervos, con la frustración que ello conlleva. Y la mujer tiene nulo protagonismo, lo que hace que la tasa de muertes sea aún mayor entre la población femenina.

En los tres grupos se identificaron cuellos de botella genéticos. Al descender de pocos individuos por la endogamia, sus genes les predisponían a las enfermedades mentales. Es revelador el caso de los vaqueiros, porque la palabra con la que definían el rasgo más distintivo de su carácter era amurnia —melancolía, morriña—. Y porque, tras haber abandonado su modo tradicional de vida y con ello la obligación de casarse entre vaqueiros, su tasa ha vuelto a los niveles habituales después de la década de 1970, en que fueron estudiados. Algo que no ha ocurrido entre los aguarunas, bayunas ni palawans.

El problema está en que grupos humanos sin genética depresiva predominante también han desarrollado tasas de suicidio muy elevadas. Ese ha sido el caso de los inuit en Canadá. El Gobierno les obligó a abandonar su modo de vida nómada y basado en la caza, trasladándoles a asentamientos fijos. Ello provocó paro y pobreza, porque las habilidades de los antiguos cazadores cabezas de familia no servían en su nueva sociedad. Los casos de alcoholismo y maltrato infantil se generalizaron. E inmediatamente los inuit se convirtieron en la población con la tasa más alta registrada en suicidio infantil y adolescente. Los adultos apenas se suicidaban. Los jóvenes lo hacían masivamente, ya que crecían en un entorno infernal de donde además no iban a salir en la edad adulta.

La razón puede estar en la teoría propuesta por el psiquiatra Charles Nemeroff, según la cual tanto el abuso como la falta de atención a los niños y adolescentes incrementa el número de determinadas neuronas. El estrés genera mayores cantidades de hormona adrenocorticotropa en sus cuerpos y, al crecer, sus organismos desarrollan cerebros con zonas densamente pobladas por neuronas más capaces de percibirla. Las mismas neuronas que se muestran hiperactivas en personas depresivas. Así se ha comprobado en los estudios realizados con ratas de laboratorio, y en macacos.

Nemeroff se centra en el tratamiento químico para reducir el nivel de adrenocorticotropa, pero el caso de los inuit parece demostrar que, si se reduce el estrés ambiental, los efectos son similares. Cuando los jóvenes tuvieron centros de reunión gestionados por su propia comunidad indígena, la tasa de suicidios descendió bruscamente.

Aquí es donde está el punto muerto científico. La genética predispone al suicidio pero no es determinante. Los factores sociales o familiares lo acentúan, pero no hay una extrapolación exacta, ya que cada individuo reacciona de manera diferente. Algunos pacientes se vuelven depresivos porque desciende su número de neurotransmisores, y otros porque su sistema hormonal se dispara. Como no disponemos de un marcador biológico común que pueda detectarse, el psiquiatra tiene que proporcionar los medicamentos mediante el método de ensayo-error, combinado con su intuición. La psicoterapia, que ayuda, no es suficiente por sí sola. A la dificultad de curar a los suicidas se une, por tanto, la de diagnosticarles. Invariablemente, el quince por ciento de estos enfermos acaba matándose.

Le Suicidé, de Édouard Manet, ca. 1877. Imagen: Fundación de la colección E. G. Bührle.

Un avance prometedor en este aspecto ha sido la creación de un algoritmo que interpreta escáneres cerebrales. Las áreas del cerebro que se activan ante palabras como «muerte», «problemas» o «crueldad» son las mismas en personas con tendencia suicida, y diferentes en aquellas que no la tienen. Por tanto, un ordenador puede establecer quién es susceptible de desarrollar una conducta suicida. Prometedor, pero sin aplicación práctica, porque los voluntarios que se sometieron al estudio admitieron sus ideas suicidas. Y el 80% de las personas con esta tendencia no la confiesa nunca. Son pacientes a quienes se detecta su enfermedad tras el primer intento, si sobreviven. Personas que nunca irían a hacerse una prueba como la descrita. Que nunca te dirían, sencillamente, que tienen ganas de suicidarse.

Lo que sí llega a contar un suicida es que considera la muerte un momento dulce, que le liberará de su dolor. Esto ha llevado a la defensa intelectual del suicidio como un acto de voluntad, especialmente entre aquellas personalidades con demasiada sensibilidad —artistas— para soportar la incomprensión. Una idea que hemos heredado de un libro, Las desventuras del joven Werther, de Goethe. La obra fue una auténtica ruptura ideológica, la del Romanticismo, con la figura del joven cachondo que persigue vírgenes y casadas. La tradición renacentista estuvo llena de picantes relatos con este tema, como Los cuentos de Canterbury, el Decamerón o la Celestina. Sus protagonistas varones solo morían por mano de maridos celosos, ajusticiados, o se mataban accidentalmente al intentar huir. En contraste, Werther es un petimetre que se suicida después de darle un casto beso —y nada más— a la mujer casada de quien lleva años enamorado. Un romántico, en el sentido histórico de la palabra, que no soporta su propia sensibilidad ante las emociones.

No hay que menospreciar esta obra en lo que significa, el suicidio de un joven de mentalidad adolescente. Alguien especialmente predispuesto al hoy llamado «efecto Werther», o suicidio por imitación. Cuando se difunde la noticia de que un suicida ha adquirido mayor relevancia social por matarse, muchos le imitan. El primer caso identificado modernamente es el de Marilyn Monroe: trescientas jóvenes la imitaron ingiriendo somníferos después de los elogios a su persona en la prensa. Mucho antes, al menos cuarenta lectores de Werther se suicidaron disparándose con una pistola en el siglo XIX, el mismo medio usado por el protagonista de la novela.

La imitación más reciente ha sido el juego «La ballena azul». La difusión de su existencia por internet indujo a que muchos adolescentes adoptaran voluntariamente este reto, cuya prueba final es matarse. Su psicópata creador lo ideó para «limpiar el mundo de inútiles», pero el problema es que el juego ha evolucionado, y en muchos casos ya no es necesario que exista un acosador empujándote a hacer las pruebas. Solo una red social donde ir mostrándolas al mundo, donde convertirse en el gran protagonista a base de «me gusta» y reenvíos.

Es prácticamente imposible no encontrar paralelismos entre los jóvenes inuit y los de aquellos países occidentales donde «La ballena azul» ha provocado numerosas muertes. Ambos buscan escapar de la alienación social, y seguramente eran individuos con las carencias afectivas que el psiquiatra Nemeroff identifica con la presencia masiva de ciertas neuronas. O con el cuadro de comportamiento palawan: muy poco tolerantes al estrés, con una percepción elevada del dolor vital y predispuestos a pensar de forma negativa.

El problema es que, sumado al problema en sí mismo de la adolescencia, seguimos siendo herederos de la idea intelectual de Werther, que admite como inevitable la asociación entre sensibilidad artística y suicidio. Esto lo ha provocado un largo malentendido sobre la muerte de escritores, músicos y otros artistas. Sylvia Plath, poetisa, ha sido citada muchas veces como ejemplo de una escritora que, por su genialidad, no podía desenvolverse bien en el mundo. Hoy sabemos que era una enferma y que sus dos hijos han mostrado la misma predisposición genética a ser depresivos. La personalidad tóxica de su marido, Ted Hughes, y los malos tratos a los que la sometió —solo recientemente conocidos— acentuaron la enfermedad de Plath.

Ernest Hemingway se disparó con una escopeta. ¿Por qué, si era un escritor de éxito, adinerado y ganador del Premio Nobel? Todavía hay que oír que ya lo había vivido todo y la existencia no podía proporcionarle más satisfacciones. Recientemente ha salido a la luz pública que padecía una depresión no tratada, agravada por un cuadro de demencia que le iba incapacitando para escribir. Será más romántico, o más literario, pensar en un apoteósico grand finale para el autor de Por quién doblan las campanas. Pero, como en Werther, somos nosotros quienes construimos ese relato imaginado.

El caso de Hemingway revela además otro factor que agrava la depresión: la vergüenza personal por padecerla y el silencio social que la rodea. El escritor la consideraba algo vergonzoso y la ocultó evitando tratarse. Lo mismo ha hecho Bruce Springsteen. Sí, el Boss. Cuesta imaginar algo menos depresivo que su música y esa voz ronca de eterno camionero. Bien, pues en su libro biográfico nos cuenta por primera vez que lleva tres décadas luchando contra la depresión. Con párrafos muy descarnados, asegura que ha considerado un fraude mostrarse como un músico emocionado y seductor a la luz pública, cuando en su interior se sentía un mentiroso que no mostraba sus sentimientos. Encarando la triste realidad de ir pareciéndose cada vez más a aquel padre que nunca le dijo «te quiero». Cuántos espectadores en sus miles de conciertos hubieran imaginado alguna vez que el creador de Born to Run usara la música para salvarse de su oscuro yo interior, como confiesa. Y que lo hiciera desde el mismo inicio de su carrera.

Las memorias de Springsteen evidencian, una vez más, que tenemos que matar a Werther. No podemos asociar el arte a una especial sensibilidad, y mucho menos a la tendencia suicida. Hace años que psicólogos y psiquiatras saben que la creación artística puede ser terapéutica. Pero también cualquier actividad que apasione al paciente, alejándolo de sus pensamientos negativos. Hay que darles una poderosa razón para vivir. Si además de enfermos son escritores, músicos, pintores, y otro tipo de artistas, es fruto del puro azar. Sin duda, nos rodean conductores de autobús, directivos y científicos que padecen el mismo problema. Su trabajo les hace vivir, pero a diferencia de los artistas de éxito, eso a nadie le importa.

Y este es otro de los grandes problemas del suicidio. Nunca podremos curarlo si no levantamos el silencio social. En muchos sentidos, esta enfermedad tiene un estigma parecido al del sida. Se habla de ello en voz baja, a los íntimos, se evita recordar al que lo hizo. Ello ha llevado a ignorar que desde la crisis de 2008 las tasas de suicidio se han elevado en todo el mundo, y con mayor incremento en los países con economías más deterioradas. Algunos médicos hablan ya de que puede que se haya convertido, de forma silenciosa, en el mayor problema de salud pública. Resulta significativo que no exista una estadística reciente y fiable, sino meras aproximaciones.

Otro de los tabúes a levantar es el derecho a morir del enfermo. Holanda es un país pionero, al disponer de una ley de eutanasia legal desde 2002. Este año las solicitudes se han elevado hasta las dieciocho mil. Las garantías médicas del proceso y las revisiones objetivas de cada caso han hecho efectivas solo siete mil de esas peticiones. Y al ser un derecho individual a poner fin al dolor de vivir, no todas las muertes han sido de enfermos terminales en el sentido físico. Ya ha habido casos de personas con trastornos compulsivos, que simplemente no podían tolerar el sufrimiento de autolesionarse diariamente. No se trata de facilitar que un suicida que podría recibir tratamiento tenga ayuda médica para matarse, sino de que toda la sociedad aborde sin tapujos la realidad de que, entre nosotros, hay personas que no quieren seguir viviendo.

La medicina ha encontrado muchas maneras de hacer vivir a personas que hace décadas solo podían esperar la muerte. Pero, además de la pasión de los científicos por su disciplina, hizo falta el interés de la sociedad por mejorar. Difícilmente encontraremos un momento mejor que este, cuando la crisis económica sigue haciendo que el número de suicidios continúe aumentando en todo el planeta. Necesitamos un diagnóstico más objetivo y una cura más efectiva, lo que solo puede ser alcanzado con investigación. Y todo ello porque ni en la ciencia, ni en la literatura, ni en el arte encontraremos medicina para lo otro. Para aceptar el dolor de que no veremos un día más la luminosa sonrisa de esas personas a las que quisimos tanto.

N. B. Este artículo ha sido redactado siguiendo las recomendaciones de SUPRE, iniciativa de la OMS para prevención del suicidio.

La psicosis desde dentro

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Obra de Gonzalo Borondo que ilustra la portada de Un delirio. Edita: Asociación Española de Neuropsiquiatría.

No es muy habitual que un psiquiatra escriba abiertamente sobre sus propios síntomas, menos aún cuando se trata de síntomas psicóticos. Lo hizo hace unos años un psiquiatra de Liverpool, Aashish Tagore, al publicar un artículo en el que contaba su ingreso en la unidad de psiquiatría donde trabajaba. Dado su llamativo título (algo así como Salir del armario —el psiquiatra psicótico— sobre el estigma de las enfermedades mentales), podríamos pensar que se trataba de una muestra de amarillismo periodístico, pero lo cierto es que se publicó en una revista científica (1). El texto hablaba a las claras de los prejuicios asociados a las llamadas «enfermedades mentales», no solo entre los ciudadanos de a pie, sino entre los propios profesionales de la salud mental. Durante su ingreso, tanto él como los compañeros que le atendieron sintieron vergüenza. Fue entonces cuando Tagore se dio cuenta de sus propios prejuicios y decidió escribir el artículo para luchar contra el estigma y, de paso, airear un poco el armario de la psiquiatría.

Con un título más discreto, acaba de publicarse en nuestro país un testimonio igualmente valioso: Julio Fuente, un delirio (2). En él el psiquiatra madrileño, fallecido en 2014, nos cuenta justo eso, un delirio, uno entre otros, porque, en esencia, nada diferencia el suyo del de otras personas que nunca han llevado una bata blanca. Si algo muestran estos testimonios es que, en contra de lo que habitualmente se cree, quienes presentan estos síntomas no son tan diferentes, tan radicalmente otros, como nos gusta pensar, tal vez para creer que estamos a salvo de la psicosis. Tener un CI alto, como se le presupone por ejemplo al premio nobel John Forbes Nash, no te protege de las alucinaciones y los delirios. Tener formación como psicólogo o psiquiatra, y años de experiencia tratando pacientes, tampoco. Cuando lo vivieron en primera persona, ni Tagore ni Julio pudieron distinguir un pensamiento «normal» de uno psicótico. Como dice Francisco Pereña, que fue psicoanalista de Julio durante años, no deberíamos olvidar «nuestro real parentesco con nuestro hermano al que llamamos loco». El análisis del delirio que hace Pereña y sus incisivos comentarios sobre la psiquiatría completan un libro que debería ser de lectura obligada para quienes se dedican a este oficio, cuando menos, ambiguo.

Otros antes que Julio han contado la psicosis desde dentro. Lo hizo el juez Schreber, el famoso psicótico estudiado por Freud, en Sucesos memorables de un enfermo de los nervios. Y con más sutileza lo fue haciendo Robert Walser mientras se «ausentaba» en su escritura, que diría Walter Benjamin. Cuando tenía unos treinta años, el escritor suizo empezó a escribir con una letra microscópica en los márgenes de las facturas, las esquinas de los periódicos o cualquier trozo de papel en blanco que cayera en sus manos. Poco después ingresó en el psiquiátrico de Herisau, donde pasaría los últimos veinte años de su vida, y dejó de escribir (al fin y al cabo, dijo, estaba allí para estar loco, no para escribir). Décadas después de su muerte, entre sus minúsculos manuscritos (los famosos microgramas), encontraron el borrador de una novela, Der Räuber (aquí traducida como El bandido), que les llevó años descifrar. El protagonista del libro, llamado precisamente der Räuber, además de remitir al nombre propio del escritor (Robert), oía voces y tenía delirios de referencia. Walser no le habló a nadie de esa novela porque nunca tuvo intención de publicarla. Julio, en cambio, quiso dejar escrito su delirio, sus memorias del subsuelo, y trató de poner en orden su relato de forma que fuera comprensible para el lector. Durante años no lo mostró a nadie, por pudor, hasta que le diagnosticaron una enfermedad grave. Como ante la muerte no hay pudor que valga, decidió enseñar el texto a un compañero, con la esperanza de que su testimonio pudiera ayudar a otros. El escrito de Julio, dice Pereña, «es una despedida del delirio a sabiendas de que es, a su vez, una despedida de la vida».

Julio cuenta sin tapujos cómo fue fraguando su delirio, un delirio «psicoanalítico», como él decía, muy relacionado con su profesión: tras acudir a una reunión del Campo Freudiano, asociación de psicoanalistas de orientación lacaniana, y leer un texto de Jacques-Alain Miller, «sucesor oficial y yerno de Lacan», empieza a tomar cuerpo en su mente la idea de que él es en verdad el elegido para ocupar el lugar de Lacan y liderar la Escuela Europea de Psicoanálisis. Tiene la certeza de que sabe algo que los demás no saben, que él mismo todavía no sabe, pero que pronto le será revelado. Ese primer episodio culmina en su primer y efímero ingreso, ya que se aprovecha de su condición de médico para salir del hospital (al fin y al cabo, «¿cómo podría ser al mismo tiempo encarcelado el carcelero?»). Lejos de convencerle del carácter delirante de sus ideas, el ingreso sirve para echar leña a un delirio que tiene ya tintes religiosos: «el Hijo perseguido» se despierta «sujeto con unos correajes a la cruz de la cama». Sin duda, él sería el salvador de las personas que estaban ingresadas. Es más, debió de pensar, tal vez había tenido que pasar por ese trance para poder entenderlas, igual que Jesús se hizo hombre y fue crucificado para poder entender el dolor humano. Más tarde ese secreto que aún no le había sido revelado adquirirá importancia nacional: Alfonso Guerra, la Guerra del Golfo y una banda de narcotraficantes se incorporan a la trama, trama que le haría pasar las noches en vela deambulando por las calles de Madrid o el aeropuerto de Barajas. La fuga maníaca de Julio concluyó con un nuevo ingreso, esta vez de tres semanas.  

Las personas que pasan por un ingreso psiquiátrico suelen vivirlo como «una injusticia, secuestro o malentendido». En su caso, se daba además la circunstancia de que siempre había estado «en el otro lado». Para él, la figura del poder, el psiquiatra de guardia, era ahora «una especie de marioneta que gesticulaba y hablaba de forma ridículamente sincopada, con un exagerado amaneramiento». Pereña critica en su texto el excesivo poder de los psiquiatras («un saber tan escaso para un poder tan excesivo»). También António Lobo Antunes, que dejó la psiquiatría para dedicarse a la literatura (o, como él dice, dejó un oficio de locos por una tarea en esencia esquizofrénica), ha dicho en alguna ocasión que el poder de los psiquiatras «es una cosa horripilante». El escritor portugués se sirvió de su experiencia profesional en novelas como Conocimiento del infierno, donde criticaba la deshumanización de algunos profesionales. Así, ante un paciente que no quería contestar ninguna pregunta relativa a su infancia, el psiquiatra opta por aumentarle la medicación «y guardarle la ropa de paso: desnudo, siempre estamos más seguros de que no se haga humo (…) Dentro de tres días estará manso como un paralítico». El poeta Leopoldo María Panero, que de ingresos psiquiátricos sabía bastante, relaciona estas prácticas abusivas con el desconocimiento: «El desconocimiento de la realidad del “otro” (del “enfermo”) va tan lejos que en lugar de apropiadamente tranquilizarlo (cosa que es siempre posible) el sujeto devenido puro objeto, pura cosa (“bestia”), es amarrado temiendo una reacción imprevisible (no humana)».

Aparte de despertarse sujeto a la cama con correas, Julio habla de otro tipo de contención: «las manifestaciones más montaraces de la locura se han doblegado bajo la camisa de fuerza química de los psicofármacos». El psiquiatra habla de los efectos adversos de la medicación psiquiátrica, pero, pese a ello, sigue sin cuestionarse las prescripciones médicas. Lo que más llama la atención de su testimonio es cómo vive internamente lo que desde fuera se considera una mejoría: «Conforme se suponía que estaba mejor, mi metamorfosis en piedra se aceleraba». Como él dice, se acostumbró a desconocerse, «dejó de saber», «desaprendió», como si el precio a pagar por su «estabilidad mental» fuese el de su propia desaparición. Más tarde, dejaría de ejercer como psiquiatra.

Pero, además de este «desdibujarse» asociado a la medicación y a los propios síntomas, el paciente corre el riesgo de caer en el más absoluto anonimato por otra razón. Buena parte de la psiquiatría actual parece olvidar que los síntomas se viven en primera persona: «El loco», escribe Pereña, «es ahora un enfermo que ha caído en el anonimato del gen o del neurotransmisor». También Lobo Antunes denuncia este cambio de la psiquiatría: «Antes la medicina tenía una enorme carga cultural; ahora se han convertido en ingenieros médicos. Es más importante la enfermedad que los enfermos». Para ser justos, también hay que decir que el problema no está solo en la psiquiatría más «biologicista». No son pocos los psicólogos que siguen paso a paso sus manuales de intervención, diseñados para tratar las fobias, el TOC o la depresión, como si se tratasen de recetas de cocina, sin tener en cuenta la biografía y circunstancias de quien tienen delante. Julio cuenta que, dirigidos por la psicóloga del hospital, se sentaban «alrededor de una mesa en estado de profunda concentración —una especie de ouija sin vaso—, intentando visualizar mentalmente un paisaje paradisíaco y comunicarlo al resto de la concurrencia». Teniendo en cuenta que esa «intervención terapéutica» chocaba frontalmente con el resto de medidas y con la realidad más inmediata de los pacientes, no es de extrañar que esas sesiones acabaran «como el rosario de la aurora».

Con todo, el hecho de que un libro como este, muy crítico con la psiquiatría, se haya distribuido de forma gratuita a los socios de la Asociación Española de Neuropsiquiatría (AEN) y que cada vez más profesionales se manifiesten en contra de las medidas coercitivas en salud mental hace pensar que no todo está perdido. Psicólogos y psiquiatras están en una posición privilegiada para ayudar a quienes están sufriendo, pero, para poder hacerlo, además de acabar con las prácticas abusivas, urge repensar la clínica. Los profesionales de la salud mental no son «policías de la mente» (o no deberían serlo). El personaje de Lobo Antunes se negaba a contestar las preguntas del psiquiatra porque no quería que le convirtieran en otra persona (o, más bien, que le convirtieran en nadie): «Quieren cambiarme la infancia, pensó, volverla aséptica, despoblada, inhabitable. Quieren robarme los bibelots del pasado, la comunión solemne, la primera masturbación, los cigarrillos Três Vintes clandestinos de las vacaciones, transformar mi vida en una habitación de hotel impersonal y fea…». Básicamente, todas las medidas terapéuticas deberían estar orientadas a evitar que la vida de estas personas se transforme en una habitación anónima y vacía. Eso sí, siendo realistas, con cada vez menos tiempo para dedicar a los pacientes, va a ser difícil cambiar las cosas mientras los gestores de los sistemas de salud sigan pensando que el pararse a escuchar o dialogar con ellos es un lujo que no podemos permitirnos.

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(1) «Personal experience: Coming out -the psychotic psychiatrist- an account of the stigmatising experience of psychiatric illness». Aashish Tagore. The Psychiatric Bulletin (2014); 38(4): 185-188.

(2) Julio Fuente, un delirio. Asociación Española de Neuropsiquiatría (2017).

Javier Álvarez: «El diagnóstico de esquizofrenia, en el 90% de los casos, es una sentencia de muerte en vida»

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Fotografía: David Airob

 

Tras casi cuarenta años ejerciendo como psiquiatra, el doctor Javier Álvarez (Ponferrada, 1950) ha optado por un plan de jubilación bastante poco convencional. De ser jefe de servicio del Hospital de León se ha pasado al activismo por el cambio psiquiátrico. Su asociación, Nueva Psiquiatría, es el producto de su larga experiencia profesional unida a una fuerte inquietud humanista y una mentalidad crítica con el rumbo que ha tomado la atención a la salud mental.

Nos encontramos en Barcelona con un hombre amable de apariencia calmada, incluso algo ascética, de mirada intensa. Imagen que deja paso a una fuente inagotable de pasión por el saber, curiosidad investigadora y sabiduría en cuanto empieza a contestar a nuestras preguntas. La misma fuerza que le permite llevar adelante un proyecto de esta envergadura.

Además de psiquiatra eres doctor en Filología Hispánica. Escribiste una tesis sobre la relación entre la mística y la depresión.

Es algo que ocurrió de forma casual. Por razones que no vienen al caso, durante los años noventa estuve muy ligado a las Carmelitas Descalzas de León. Esto me permitió conocer la obra en prosa de San Juan de la Cruz. Todo el mundo conoce sus poesías, pero casi nadie sabe que tiene esas mismas obras en prosa. Muy engorrosa, obsesiva y difícil de leer, pero muy interesante desde el punto de vista místico. Leyendo el libro segundo de Noche oscura, me di cuenta de que describía perfectamente la depresión melancólica tal como la definen los psicopatólogos. Con todos los síntomas, unos datos muy precisos; quien describe eso, o lo ha vivido, o se lo han contado de primera mano. La inhibición melancólica, el sufrimiento, la parálisis del pensamiento, las ideas delirantes de ruina, estaba todo. Además, con interpolaciones de alivio, los «toques gozosos que me envía Dios» en los que siente todo lo contrario. Es decir, también describe la psicosis maníaco-depresiva o trastorno bipolar. Es la primera persona que usa la palabra interpolar, quinientos años antes del DSM-III.

Me llamó mucho la atención, así que quise hacer una tesis sobre ello. Se lo propuse al catedrático de Literatura Española de la Universidad de León, le pareció muy atractivo y me la dirigió. Hacerla me obligó a revisar la mística cristiana —también la musulmana y la oriental— y descubrí que había una tradición muy larga del estudio de lo que se conoce como la noche, el desierto, el descenso a los infiernos, la purificación, el ser destruido para nacer a una nueva vida… esas vivencias depresivas existen a lo largo de toda la mística. Vi que, además de elementos depresivos y maníacos, la mayoría de los místicos experimentaban otras vivencias extraordinarias como dones de Dios. Describen una serie de elementos que forman parte de la psicopatología en psiquiatría: las alucinaciones, las ideas delirantes, las revelaciones que San Agustín llama visiones intelectuales puras. De repente, tienes un conocimiento nuevo que se te impone y que crees con absoluta verdad, que es el sinónimo de idea delirante primaria en Jasper.

¿Te ha influido esta inquietud humanista en tu práctica profesional? ¿De alguna manera has podido aprovechar todo ese bagaje?

Influye porque, al descubrir todo aquello, decidí extenderlo fuera de los místicos a artistas, creadores, literatos… y encontré las mismas vivencias en gente tan dispar como Marcel Proust o Dostoyevski. Las obras de Dostoyevski están cargadas de vivencias psicopatológicas. Él era epiléptico y durante las crisis parciales, en el aura que precedía a las crisis generalizadas, tenía esas vivencias del «minuto sublime», de gozo inefable, de depresión y melancolía. También en pintores como Van Gogh, con esos retorcimientos que hace en todas las figuras, esa distorsión que debía percibir. Que yo mismo he percibido en alguna ocasión haciendo mucho deporte o activando demasiado el cerebro: llega un momento en que la luminosidad cambia y entonces percibes las formas diferentes.

Este hallazgo me ha llevado a elaborar el concepto de hiperia, porque si todas esas vivencias han sido fuente para muchas personas de una creatividad inmensa, no las han concebido como patológicas sino integrado como normales en su vida, entonces quizá deberíamos plantearnos las cosas de otra manera. A partir de ahí he procurado, cuando mis pacientes vienen con esas vivencias, formular los casos desde otra perspectiva y no desde la psicopatología que dice que, si tal síntoma aparece, eso es un fenómeno patológico. Si todas las mañanas oigo a la Virgen María que me habla, me ayuda y me tranquiliza y me da normas de vida para afrontar el día… ¿por qué eso va a ser patológico? Sin embargo, en psicopatología el fenómeno alucinatorio está descrito como está: una percepción real que proviene del exterior sin estímulo que la provoque. Ya, pero esto se mete en la psicopatología, ¿por qué?

Hablaríamos de que, si se escuchan voces, no preocuparse tanto por suprimirlas, sino por comprender el motivo de que suceda.

Hildegarda de Bingen, una de las místicas que leí, oía voces y tenía visiones a los cinco años, sobre todo alucinaciones auditivas. Como era hija de nobles, a los nueve años la metieron en un convento, según la costumbre de la época. Allí su maestra Jutta le decía: «De eso que oyes no tienes que hablar con tus compañeras, porque si no te van a etiquetar de chiflada». Tuvo toda la vida estas alucinaciones que no le supusieron ningún problema, al contrario, las interpretaba como audiciones divinas. Que le ayudaron a crear sus obras de música, una forma de gregoriano bastante monótono. Pero, bueno, ha sido una mujer creadora en cuanto a literatura y obra musical. ¿Por qué eso va a ser patológico?

Se puede decir que ese sería el origen de Nueva Psiquiatría. A partir del descubrimiento de San Juan de la Cruz, empiezo a concebir la psiquiatría de otra manera. Por supuesto, para la mayoría de una manera muy heterodoxa, pero que a mí me convence y que a las personas que tienen estas experiencias y que son etiquetadas de algo también les convence.

Pues te lo íbamos a preguntar, de dónde había surgido esta idea de Nueva Psiquiatría.

El origen primero surge de esa tesis. Después, al darme cuenta de que además de la depresión aparecían otras manifestaciones psíquicas, seguí profundizando y llegué a la conclusión de que la única entidad clínica que permite explicar esos fenómenos integrando todas estas experiencias de esos creadores —sean literatos, artistas o científicos— serían las crisis epilépticas parciales simples en las que no hay alteración cuantitativa de la conciencia. Lo que antes se llamaban ausencias: una crisis epiléptica parcial que precede a la generalización. Es una vivencia psíquica en la que el sujeto tiene una experiencia extraordinaria. Pocos segundos después se produce un ataque convulsivo generalizado. Hoy se sabe que esas crisis parciales pueden aparecer sin que haya generalización posterior. Una parte del cerebro se enciende hipersincrónicamente y da lugar a una vivencia: una alucinación, una idea delirante, una despersonalización, un ataque de pánico, un déjà vu… Esto significa que un grupo de neuronas —doscientas mil, o diez millones—, inusualmente y sin que se sepa muy bien por qué, se organizan para activarse a la vez en determinada zona del cerebro: si es en el área temporal será una vivencia afectiva, en la occipital será una visual, si es en la zona temporal posterior se llamará auditiva… Entonces no me quedó más remedio que hacer una segunda tesis doctoral sobre mística y epilepsia, que la hice en Medicina y ahí planteé la hipótesis de la hiperia.

Esto le puede pasar a cualquiera.

Sí, hay vivencias hipéricas que están descritas como epilépticas y que las tenemos todos. El déjà vu hay muy pocas personas que no lo hayan experimentado alguna vez. Si te lo están registrando en ese momento con el electroencefalógrafo, produce una punta, y el epileptólogo te dice «crisis parcial simple». Y, como esas, otras muchas. No voy a entrar en las epilepsias reflejas, pero la epilepsia musicógena significa que con un estímulo musical se te despiertan vivencias afectivas que no sabes de dónde vienen y que te inundan: una alegría, a veces mezclada con tristeza que te hace llorar sin saber por qué… esas son experiencias que hemos tenido todos oyendo música. Por tanto, me pregunto qué sentido tiene seguir llamándole a esto epilepsia como algo patológico, por qué no hipersincronía hipérica y asumirlo como un funcionamiento normal del cerebro. Porque todos tenemos esa capacidad, unos más desarrollada que otros. De aquí surge la hipótesis de la hiperia, que por supuesto concibe todas esas experiencias como normales.

Esta visión que desarrollas contrasta con la práctica psiquiátrica que te debiste encontrar. ¿Cómo era cuando tú empezaste? ¿Cómo ha evolucionado con los años?

Cuando yo empecé era mejor que después. Yo hice la especialidad del 73 al 76, cuando me dieron el título de especialista. Aquella psiquiatría era más holística que la actual. A pesar de que yo me formé con un catedrático de Psiquiatría que era de corte básicamente biologicista, que tenía un enfoque de psiquiatría clásica. Un hombre que había estado varios años en Alemania estudiando psicopatología de autores alemanes y franceses. El concepto entonces era que la enfermedad mental tenía base orgánica, pero se contemplaban al mismo tiempo los factores ambientales y sociales que pueden influir en que esa premisa orgánica se ponga en marcha o no. Pero la psiquiatría que aparece a partir del año 80, y que fueron los que me llegaban a mí al servicio en que trabajaba en León… la verdad es que me he quedado alucinado con lo que ha ocurrido con la psiquiatría.

¿Qué es lo que más te sorprende?

Que la psiquiatría, de una manera no casual, sino causal y predeterminada, se ha convertido no en biologicista, sino en bioneurotransmisora. Hoy todos los trastornos psiquiátricos los explican a través de la neurotransmisión. Lo cual es una utopía, porque conocemos una millonésima parte de lo que hay. Se supone que hay cien mil neurotransmisores o más en nuestro cerebro, y solo sabemos el funcionamiento —muy por encima— de quince a veinte. ¿Cómo me atrevo entonces a decir que entidades tan complejas como la esquizofrenia o el trastorno bipolar son debidas a un fallo de la dopamina? O, cuando eso no da resultado, es un fallo del glutamato, o, cuando tampoco da resultado, busco otro. ¿Y los otros cien mil cómo intervienen en la esquizofrenia? Pero nos venden la moto de que se sabe cuáles son los mecanismos bioquímicos de esas enfermedades y es mentira. Esto hay que decirlo; solo hay indicios.

Si a un astrónomo le preguntan qué se conoce del universo, te dirá que de la Tierra sabemos bastante. De Marte mucho menos, acabamos de descubrir que hay agua. De Urano no conocemos casi nada y de la galaxia de Andrómeda prácticamente no tenemos ni idea. Pues así está el conocimiento del funcionamiento cerebral, hay que ser honestos. Lo mismo con las causas. Llevan cuarenta años buscando las causas genéticas de la esquizofrenia. ¿Y adónde han llegado? Que yo recuerde, en 2013 había doce mil marcadores posibles de esquizofrenia. Al principio eran dos o tres, pero encuentran cada vez más. Como dice Jim van Os, se está dando la paradoja de que la esquizofrenia es algo que está en el genoma, va con la condición humana. Lo cual me encanta, porque creo que esa enfermedad ni existe, ni debe seguir diagnosticándose. De hecho, los estudios genéticos van en ese camino. Los más organicistas ya están renunciando a la búsqueda de una explicación genética. Cargan más las tintas en el factor ambiental, en esa posible predisposición genética, pero sobre la que es imprescindible que actúen factores ambientales para que esas variantes se activen.

Algunos profesionales nos comentaban que esa hiperespecialización en la parte más biológica o neurológica hace que surjan profesionales en la práctica clínica que desconocen totalmente la historia de su disciplina. Que no leen filosofía, ni novelas y que al final eso es tan importante como lo otro para comprender la base del sufrimiento humano.

Lo comparto completamente. Cuando empiezan a llegar los psiquiatras formados a partir del DSM-III —porque todo tiene una causa, y el punto de inflexión de la psiquiatría se produce ahí—, su formación es exclusivamente bioneurotransmisora y lo demás lo ignoran. Y te miran como un bicho raro que crees en cosas humanísticas, como si fueras poco científico. Luego se dan cuenta con la práctica clínica de que no les queda más remedio que adquirir otras herramientas porque los fármacos dan muy poco de sí. Pero esto a mí no me extraña, porque no es casual. Viene programado desde entonces, nos están intentando meter a todos por esa misma vereda de la neurotransmisión. Si a los residentes en Psiquiatría la única formación que se les da es esa, pues tiene que ser gente muy curiosa y ávida de conocimientos para salirse de lo que le bombardean durante su periodo de enseñanza. O bien chocar con la realidad clínica cuando ya son especialistas y darse cuenta de que necesitan otras herramientas. Hoy muchísimos psiquiatras jóvenes están convencidos de que la psiquiatría bioneurotransmisora es la única que permite explicar los trastornos psiquiátricos y en la que hay que basarse para entenderlos. A mí eso me parece un error garrafal.

Tú debiste vivir el movimiento de la antipsiquiatría.

Yo viví los coletazos, porque va desde los sesenta a mediados de los setenta. Lo que pasa es que en España estábamos en las postrimerías de la dictadura franquista y aquí no había mucha posibilidad, pero sí que, en el periodo de formación, leía a todos los antipsiquiatras: a Cooper, a Laing, a Basaglia… y me empapé de ellos. La hipótesis de trabajo de Cooper, la metanoia, es muy atractiva: el esquizofrénico no es que esté paranoico, está más allá de vuestra mente y es el único que ha sido capaz de librarse de las influencias sociales, y por eso prefiere vivir en otro mundo. Por lo menos esas lecturas influyeron en mi manera de concebir la psiquiatría.

¿Qué te ha influido más a la hora de plantearte Nueva Psiquiatría, si es que has tomado algo de la antipsiquiatría?

Creo que es un continuo. La naturaleza, afortunadamente, me ha dotado de un cierto grado de locura, o de problemas psiquiátricos, y eso me permite empatizar cuando oigo conflictos psíquicos. Ha sido un proceso en que las explicaciones fáciles de los libros no eran suficientes. Hay un hecho recurrente: si te paras a profundizar en los síntomas de un paciente —por ejemplo, en sus ideas delirantes—, si dedicas horas con él, aunque solo sea al nivel de confrontación lógica y racional, al final ni el paciente ni tú sabéis si está delirando o no. Las cosas se difuminan y no son como aparecen en los textos, aunque sean clásicos de psicopatología.

Desde mi condición personal, pasando por la época en que empecé a formarme en Psiquiatría, ver el desaguisado que vino después con el DSM-III y finalmente descubrir la obra de San Juan de la Cruz —que me permitió acceder al conocimiento teórico de la mística y ver que había otras explicaciones—, todo este conjunto de factores es el que me ha hecho replantearme la profesión.

Por otro lado, eso se relaciona con la creación de Nueva Psiquiatría, que es un movimiento práctico. No son hipótesis ni creencias ni formas de hacer mi trabajo profesional, sino que es un movimiento de activismo por el cambio psiquiátrico, que consideramos que es necesario e imprescindible.

Hay más movimientos por el cambio psiquiátrico, en Inglaterra por ejemplo la asociación de psiquiatras se negó a seguir usando el DSM. ¿Os coordináis con otros movimientos que promuevan cambios?

Sí, nos coordinamos. O lo intentamos, aunque tengamos dificultades. Siempre he sido una persona inadecuada, he vivido mucho en la imaginación —la «loca de la casa», como decía Santa Teresa de Jesús—. Cuando aterrizo en la realidad y hago algo que se relaciona con los demás, casi nunca ha sido de la manera más adecuada. Al poner en marcha Nueva Psiquiatría, yo desconocía los movimientos de activismo existentes. Y no los citaba, hablaba de mi planteamiento. Esto me granjeó muchas hostilidades, lo cual es lógico, porque, si ya había gente que llevaba grupos de autoayuda y profesionales con años de trabajo por el cambio psiquiátrico, aparecer yo proponiéndolo… eso nos ha dificultado la relación con grupos de activismo en España. Pero intentamos cicatrizar esas heridas, de las que me culpo personalmente.

Estamos en contacto con movimientos internacionales, diría que los más potentes y significativos en cuanto a cambio psiquiátrico, como es Jim van Os, en Holanda. Jim es psiquiatra y profesor de la Universidad de Utrecht, un hombre con un nivel clínico e investigador muy elevado, en la línea de lo que hemos hablado antes; hay que cuestionárselo todo otra vez, los diagnósticos y los tratamientos, como se están haciendo no valen. Hay que acercarse al entorno del usuario, conocerlo y empaparse de los factores sociales y vitales para intentar resolver algo. Jim van Os vendrá a dar una conferencia de Nueva Psiquiatría el 20 de abril a Madrid.

Además, está Jaakko Seikkula, un psicólogo al que en 1985 la sanidad finlandesa nombró jefe de servicio en Laponia Occidental, y le permitió poner en marcha un modelo asistencial psiquiátrico totalmente diferente, que se llama «Diálogo Abierto» y que consiste sencillamente en que, en lugar de que el paciente acuda con la crisis aguda al dispositivo psiquiátrico, es el equipo psiquiátrico el que, coordinado con atención primaria y trabajadores sociales locales, se desplaza allí. Se discute el caso con todos los elementos del entorno (familia, compañeros de trabajo, amigos…) y se valora hasta que se llega a una composición de lugar de qué ocurre. Después, el equipo se reúne para hacer una propuesta diagnóstica, explicada a todos también, y en función de esto se inicia un tratamiento no farmacológico la mayoría de las veces. Lo interesante del Diálogo Abierto es que en el 80% de los casos de psicosis no necesitan usar psicofármacos, sino un diálogo horizontal lo más abierto posible para clarificar el conflicto. El nivel de reintegración social de esos pacientes con psicosis aguda es también del 80%, a diferencia de otros países donde baja al 40%. Seikkula vendrá en octubre a dar una charla patrocinada por Nueva Psiquiatría.

También nos comunicamos con Joanna Moncrieff en Inglaterra, que es una de las figuras más representativas de Critical Psychiatry. De hecho, también dará una conferencia en julio. Está especializada en psicofarmacología y nos hablará sobre las barbaridades que se están haciendo con los psicofármacos. Son contactos aún débiles porque somos una asociación naciente, y porque además hemos renunciado totalmente a todo tipo de subvenciones. No queremos dinero porque lo acaba corrompiendo todo. Acabas teniendo una asociación como Cruz Roja o como Cáritas, por poner alguna, que puede cumplir algunos de los cometidos originales que tenían, pero son más una empresa que otra cosa.

¿Entonces con qué tipo de recursos trabajáis?

Lo que hacemos es un trabajo diario, persona a persona, para formar grupos de soporte… para aprender a enfocar el problema psiquiátrico de otra manera distinta. Porque creemos que es imprescindible crear un tejido social de profesionales, usuarios y familias. Y también simpatizantes, porque puede haber personas que no estén directamente implicadas en la psiquiatría, como son los enseñantes o los medios de comunicación, pero que quieran formar parte de esos grupos. Es complejo explicar esto, pero solo con que un familiar escuche de varias personas, incluidos profesionales: «La esquizofrenia que le han diagnosticado a su hijo, póngala en tela de juicio porque entre otras cosas no se sabe ni lo que es», es un cambio importante. Entre todos cuentan su experiencia y eso permite abrir otras perspectivas a esa madre que asumía que su hijo sería un inválido crónico y estaba preocupada por dónde dejarlo cuando se muera. De eso se trata en estos grupos, de aportar una perspectiva diferente a la que nos transmite la psiquiatría oficial. Así puedo ir después a mi psiquiatra o psicólogo sabiendo que eso que me cuentan de que los reguladores del humor para el trastorno bipolar son de por vida no es cierto. Que eso es una hipótesis que no está ni mucho menos probada. Que sigue habiendo recaídas a pesar de los reguladores, y que no quiero estar toda la vida tomando litio porque me está jodiendo el riñón o produciendo un hipotiroidismo, y, si estoy siete años sin recaídas, pues no es necesario. Es ese empoderamiento el que buscamos.

Con esto ya nos has contestado a medias la siguiente pregunta, porque queríamos saber cuáles eran para ti los problemas actuales de la atención a la salud mental.

El mayor problema que tiene la psiquiatría actual lo dijo Thomas Insel cuando todavía era presidente del National Institute of Mental Health (NIMH): «El mayor problema de la psiquiatría es que hemos llegado a una sociedad donde la mitad de la población cumple criterios para un diagnóstico psiquiátrico». En 2005, cuando Kessler publica un artículo sobre la prevalencia de la enfermedad mental en Estados Unidos y llega a la conclusión de que uno de cada dos norteamericanos reúne criterios para ser diagnosticado, se empiezan a remover todos los gabinetes de los equipos directivos de la salud mental de todos los gobiernos del mundo preguntándose adónde hemos llegado. ¿Cómo es posible que la mitad de la población sea enferma mental? Algo no va.

El trabajo de Kessler se replicó en otros países del norte y de Centroeuropa, y los resultados son parecidos: 47% en Holanda, 45% en Francia. Entonces en 2013 sale el DSM-V e Insel, aún presidente del NIMH, lo recibió con estas palabras: «Nuestros pacientes se merecían algo mejor… el principal fallo del DSM es que no tiene validez». El NIMH retiró todo apoyo económico a investigaciones basadas exclusivamente en diagnósticos DSM. Insel se despidió dos años después diciendo: «Si llenáramos el hueco que hay entre lo poco que sabemos y lo demasiado que hacemos, salvaríamos muchas vidas». El modelo DSM es el que sigue imperando en los países desarrollados en un 90% de la práctica psiquiátrica. Lo que ha ocurrido con el DSM-III ha sido funesto.

Es un relato chocante, cómo se elaboró el DSM-III. Más de setenta psiquiatras reunidos en una sala creando las categorías y síndromes; después ha ido evolucionando en ediciones posteriores. No parece un manual muy riguroso. ¿Crees que con el DSM-V esto ha tocado techo y no tiene más futuro o por dónde van a ir los tiros?

Yo pienso que el DSM-V ha tocado techo, porque las autoridades sanitarias de todo el mundo han dicho que hasta aquí hemos llegado. ¿Sabes lo que es media población enferma mental? Implica un 20% de población con minusvalías psíquicas, con incapacidades. No hay dinero para pagar eso ni desde el punto de vista sanitario, ni social, ni de la pérdida de horas laborales que produce. Supondría el hundimiento de la economía. Es una barbaridad a la que hemos llegado y de ahí no podemos pasar. Me atrevo a pronosticar que no va a haber DSM-VI. El DSM-I aparece en el año 1952 y tenía ciento seis trastornos psiquiátricos, cuya definición seguía siendo la que daban los textos de psiquiatría. El DSM-III introduce por primera vez el elemento de criterios concretos de diagnóstico psiquiátrico. Entonces el manual dice: «Si de estos siete síntomas hay tres, podemos diagnosticar esquizofrenia». Esto fue una perversión tremenda.

La esquizofrenia la describió Bleuler en 1912 como un concepto bastante complejo y distinguía entre síntomas primarios, que eran los que permitían definirla, y síntomas secundarios, que eran una especie de secuelas. La concibe como una ruptura, una fragmentación —es lo que significa esquizofrenia, mente partida— de las distintas partes de la mente. El pensamiento, la afectividad, la percepción empiezan a ir por su lado, y eso da lugar a unos síntomas primarios que son: la alogia, donde el sujeto no es capaz de razonar lógicamente; el aplanamiento afectivo, esa persona no es capaz de establecer sentimientos válidos o adecuados; y la tendencia autista, donde se repliegan en sus pensamientos y cada vez establecen un contacto más superficial. Estos síntomas primarios, a los que después se pueden añadir alucinaciones o ideas delirantes, es a lo que Bleuler llamó esquizofrenia. Que es lo que Kraepelin llamaba psicosis maníaco-depresiva. ¿Qué hace el DSM-III? Con que tenga una alucinación y una idea delirante es suficiente para diagnosticar una esquizofrenia. ¡Pero si se pueden tener por mil razones! Un estrés mantenido, cuatro días sin dormir, seis semanas de exámenes, una sustancia psicotóxica… Cualquier sustancia del organismo o pequeña alteración cerebral que aún no se haya revelado puede dar lugar a alucinaciones. Entonces, ¿cómo con esos dos síntomas secundarios se atreven a diagnosticar una esquizofrenia cuando luego muchas veces, años después, resulta que tenía una esclerosis en placas que no había aflorado? Esta es la perversión del DSM-III.

Con el trastorno bipolar, lo mismo, flexibilizó los diagnósticos de tal manera que pasamos de quinientos mil maníaco-depresivos en España en aquellos tiempos a que se multiplicaran por tres o por cuatro actualmente. Este caso es aún más grosero, porque la psicosis maníaco-depresiva exigía que hubiera una fase maníaca, donde la persona está por las nubes, y otra melancólica clara, donde está completamente hundido. ¿Qué hace el DSM-III? Basta con una fase maníaca para diagnosticar un bipolar. ¿Por qué? El argumento es que la fase melancólica se da por supuesta. Reacciones maniformes pueden ser debidas a muchas razones, que a veces tardan años en aparecer. Pero, si están ocultas, el psiquiatra, que solo tiene esa formación, diagnostica fase maníaca: como no hay causa manifiesta que lo explique, trastorno bipolar. Que es equivalente a enfermedad orgánica, hereditaria, para siempre y que necesita un tratamiento farmacológico crónico. Hay un millón y medio de personas en España tomando antiepilépticos y litio como supuestos reguladores del humor —digo supuestos porque he visto recaídas con y sin litio—, y creo que las dos terceras partes no tienen lo que antiguamente se llamaba una psicosis maníaco-depresiva. Esto es una tragedia. Es que es grave. En el DSM-III ya se amplían los diagnósticos de ciento seis a más de trescientos. A partir de ahí la cosa se ha moderado, y el DSM-V tiene solo más de trescientos cincuenta. El varapalo ha venido con el DSM-III.

¿Qué motivo crees que hay detrás de esa aparición del DSM-III y esa tendencia que ha habido?

La industria farmacéutica. Yo no veo otra explicación. El otro día leía un artículo de un psiquiatra bastante lúcido que decía que entiende que la industria farmacéutica haga eso porque está para obtener beneficios. No puedo compartir esa afirmación, porque estará para obtener beneficios, pero no a cualquier precio, sino siempre que dé salud. Si lo que provoca es daño y más enfermedad, entonces ya no es una industria farmacéutica, es un capital desbocado. Pero creo que estamos en esa situación. Es fácil ver que la industria en estos últimos años, más que buscar mejorar la salud de las personas, busca vender. Dedíquese usted a la cosmética o a prestar servicios, pero no a la salud.

En psicofarmacología es evidente que todo este cambio ha sido promovido, dirigido y meticulosamente llevado a cabo por la industria farmacéutica. Y, hay que decirlo también, con la connivencia de lo que podríamos llamar «creadores de opinión» en psiquiatría. Esto viene de Estados Unidos. Yo no conozco cómo funciona la APA, donde hay quince o veinte mil psiquiatras, y cómo ha conseguido ese grupo directivo llevar las aguas hacia el terreno que les indica la industria farmacéutica. Lo que sí sé es cómo funciona en España. Cualquiera que tenga curiosidad por saber cuál es el grupo de treinta o cuarenta psiquiatras que están en el núcleo de toda esta trama —pagados como asesores, consultores o conferenciantes—, lo tiene muy fácil. Los datos están ahí, con abrir la página de Cibersam es suficiente. Es un centro financiado fundamentalmente por el Instituto Carlos III, en el que hay veinte grupos de investigación psiquiátrica.

Si buscas los veinte jefes de investigación, te das cuenta de que la mayoría de ellos son también jefes de los servicios de psiquiatría de los hospitales más representativos de España. Al mismo tiempo, son catedráticos y profesores titulares de Psiquiatría de las principales facultades de Medicina de España. Además de eso, organizan todas las conferencias, congresos y cursos donde reciben información los que se forman en psiquiatría. Ellos mismos dicen en su presentación que publican el 90% de las investigaciones que se hacen en psiquiatría. ¿Esta gente en qué línea trabaja? Cuando te metes en la página de Cibersam y miras qué publica cada uno, te vas dando cuenta. Y por eso nos han impuesto el sistema que nos han impuesto, que es un sindiós. La mitad de la población está enferma. Eso es un sinsentido, pero el afán es venderle psicofármacos a la mitad de la población.

¿Esta «alianza» entre psiquiatría e industria farmacéutica no supone ningún conflicto de intereses?

Un artículo para mi gusto banal sobre el uso de la terapia electroconvulsiva incluía un apartado de conflictos de interés. En la mayoría de las revistas indexadas en PubMed te obliga a indicarlos. Es un artículo en el que figuran ocho autores y solo uno es español. Pues bien, tal y como se puede leer en el propio artículo, «EVP ha recibido becas de investigación y se desempeñó como consultor, asesor o representante de las siguientes empresas: Almirall, AstraZeneca, Bristol-Myers Squibb, Elan, Eli Lilly, el Instituto de Investigaciones Forestales, Gedeon Richter, GlaxoSmithKline, Janssen-Cilag, Jazz, Lundbeck, Merck, Novartis, Organon, Otsuka, Pfizer, Roche, Sanofi-Aventis, Servier, Solvay, Schering-Plough, Shire, Sunovion, Takeda, United BioSource Corporation y Wyeth». No acuso de nada a nadie, probablemente esto sea legal, pero dice mucho de por dónde va la orientación que le dan a la investigación estas personas. Porque esto es válido para la mayoría de los jefes de investigación de Cibersam y buena parte de los investigadores discípulos suyos y a quienes están formando ellos.

Hay otro artículo donde aparecen psiquiatras españoles —casi todos de Cibersam excepto algunos, que son empleados de un laboratorio farmacéutico de Barcelona— en donde te das cuenta de que los propios empleados del laboratorio y esos trece señores están trabajando conjuntamente. En los conflictos de interés, la ética de la revista les obliga a decir que tres son empleados de AB Biotics, y los demás tienen conflictos con quince laboratorios, incluido AB Biotics. Con lo cual no hay más que decir. Esto es lo que hay, no es una denuncia, insisto. Estoy dando cuenta de datos públicos para que la gente, usuarios, familiares, profesionales —que hay muchos profesionales que ignoran todo esto y actúan de buena fe— sepan lo que hay.

Estaríamos ante un escenario donde un grupo de personas con mucha influencia están decidiendo qué es una enfermedad mental y qué no. Explícale a una persona que lo que se consideraba que tenía, que era una enfermedad mental, de repente desaparece.

En el DSM-III desaparece la homosexualidad como enfermedad mental, que se dice pronto. Esto es muy importante: desaparece porque los propios «afectados», los homosexuales, deciden que hasta aquí hemos llegado y se unen. Esto es lo que tenemos que hacer ahora con la mayoría de los trescientos cincuenta trastornos psiquiátricos que nos han metido. Concienciarnos, empoderarnos y decirles: «Métanse ustedes estos trastornos psiquiátricos por donde les quepan, porque no tragamos por ahí». Hoy, si comes poco, anorexia. Si comes mucho, bulimia. Si comes poco y luego te das atracones, trastorno por atracones. Pero ¿qué hay, tres enfermedades distintas? ¿Hay tres receptores distintos de los doce que se conocen, de ciento cincuenta mil que no se conocen, para esto?

O lo que está ocurriendo en Estados Unidos con la psiquiatría infantil. Debe haber unos cinco millones de niños tomando anfetaminas para el TDAH. Pero ¿ustedes de qué van? Luego sale el Departament de Salut preocupado —como el propio Congreso de los Diputados— porque no se está prestando suficiente atención al TDAH y hay muchos niños que lo padecen y no se están medicando. Su folleto, concretamente, dice que es un trastorno debido a una disfunción del lóbulo prefrontal. ¡Pero si del lóbulo prefrontal no se sabe prácticamente nada! Solo que parece ser que es lo que distingue al hombre del mono. Pero de los procesos afectivos, cognitivos, verbales, de conciencia que ocurren allí no sabemos mucho. Cómo se atreve usted a decir que algo tan específico y tan vago al mismo tiempo como que un niño sea inquieto es debido a una alteración del lóbulo prefrontal. El problema es que, a los dieciocho años, como la anfetamina no les sirve para nada y seguirán mal, buena parte de ellos comenzará con antipsicóticos y al cabo de poco tiempo acabarán con diagnóstico de esquizofrenia. La incidencia de esquizofrenia en los últimos años se ha multiplicado por tres o cuatro en los principales países de Europa entre la población joven. Es toda una deriva hacia la catástrofe.

Por un lado, estaría ese empoderamiento que está apareciendo entre los afectados, que van adoptando el modelo asociacionista del feminismo y movimientos LGTBI, y, en la otra parte de la balanza, los profesionales, a los que les cuesta entender que quizá no saben tanto como parece y decidirse a salir de esa posición privilegiada. Decidir que alguien está enfermo o no le cambia la vida a un paciente, pero, por otra parte, está validando tu profesión. ¿Qué opinas de ello?

Estoy de acuerdo, pero matizaría. Un estudiante creo que hoy termina la carrera de Medicina con veinticuatro años. Preparas el MIR, lo apruebas y empiezas la especialidad. Un chaval de esa edad, al que durante cuatro años están bombardeando literalmente con cursos, congresos y prácticas diarias en una orientación determinada, cuando se pone a ejercer la especialidad, entiendo que lleve unas orejeras que le hacen muy difícil ver otra cosa. Irá aprendiendo a base de darse cacharrazos con los malos resultados de solo utilizar psicofármacos. También quiero puntualizar, estoy convencido de que hay muchos psiquiatras que intentan hacer su trabajo de forma honesta y lo mejor que pueden. Por lógica ha de ser así. Si alguno de vosotros es psicólogo, sabéis que tanto la psiquiatría como la psicología son profesiones humanistas en sí mismas, porque estás tratando con los problemas de una persona, por mucha psicofarmacología que te hayan metido. Ese contacto humano diario a pecho descubierto con las personas te tiene que humanizar, te ha de influir. Creo que los psiquiatras somos la profesión más autocrítica que hay dentro de la Medicina; el problema no está ahí, sino en esa trama entre farmacéuticas y creadores de opinión. Es importante que seamos capaces de desmontarla; los profesionales tendrán mucho que decir en el nuevo modelo de psiquiatría por el que estamos peleando.

El análisis que haces de los problemas psiquiátricos puede ser compartido por movimientos pseudocientíficos o new age, que pueden verse reflejados en este planteamiento y acercarse a vosotros. Estaba pensando en la bioneuroemoción y este tipo de «pseudoterapias». ¿Te preocupa que se os asocie con este tipo de movimientos?

Pues sí, me preocupa. Y, a la vez, no me preocupa, porque ya se han acercado. La bioneuroemoción, la medicina germánica de Hamer, los del reiki, los de las flores de Bach… se han acercado todas las terapias alternativas. Pero en el artículo tercero de los estatutos de Nueva Psiquiatría —y creo que aquí hemos acertado— dice: «El objetivo fundamental es promover para poner fin al actual modelo psiquiátrico de modo que sea sustituido por uno diferente que elimine o palíe el gran número de daño que comporta el actual. Ello implica poner en tela de juicio toda la teoría y la práctica psiquiátrica». Si ponemos esto en duda, además de toda la teoría psicológica —porque la psicología clínica está basada en gran medida en la psicopatología—, obviamente también lo hacemos con las terapias alternativas. No estamos cerrados a nada, pero no tragamos con cualquier cosa.

¿Cómo estáis organizando vuestro movimiento? ¿Qué acciones estáis proponiendo?

Nueva Psiquiatría se organiza en grupos que se llaman Grupos Abiertos Terapéuticos, son abiertos porque, a diferencia de los GAM (Grupo de Apoyo Mutuo), que son estrictamente de usuarios o familiares, los forman además profesionales y simpatizantes. Todo el que pueda aportar puede participar. En los GAT se escucha a todo el mundo, y si llega una persona a la que le ha ido bien con las flores de Bach, pues bueno. No es un grupo para recibir algún tipo de tratamiento; ni el psiquiatra ejerce como psiquiatra, ni el psicólogo, ni el que usa las flores de Bach emplea ese tratamiento con nadie del grupo. No, el psiquiatra, el psicólogo o el abogado que quieras que te defienda tu problema legal te lo buscas tú. Aquí lo que hacemos es compartir entre todos, conocer, saber para empoderarnos. Para que cuando mi psiquiatra me venga otra vez con el Trevicta pueda decidir que se acabó la inyección trimestral. Lo que intentamos entre todos es conocer cómo está la situación y de esa manera hacerle frente.

Te he leído ser bastante crítico con las bases científicas de la profesión. ¿Tú crees que realmente se está avanzando en validar científicamente conocimientos o mucho de lo que se hace se reviste de un cientifismo para dar carta de naturaleza a ciertas ideas, prácticas o suposiciones?

Yo creo que sí se ha avanzado. Sobre todo en medicina se ha avanzado en cuestiones técnicas. Date cuenta de que dentro de poco van a desaparecer los cirujanos. De hecho, están desapareciendo ya: hoy en día gran parte de las operaciones en el interior del organismo las hacen los radiólogos. Han adquirido tal habilidad para ver las partes más recónditas de una arteria que con una cámara llegan hasta el pequeño trombo que se está formando, lo raspan y evitan una cirugía toraco-cardíaca a pulmón abierto.

También en la neuroimagen. Otra cosa es lo que se lee en la prensa. Hace años que no la leo, pero cuando la leía me hacía mucha gracia. Cada dos o tres meses aparecían titulares como «Ya se ha descubierto la causa de la esquizofrenia». Es verdad que con la neuroimagen le das una tarea a una persona, por ejemplo, le dices «piense en el chocolate», y hay unas zonas del cerebro que se activan más. Ahora, a saber por qué se activan. Si porque te gusta el chocolate, o porque tuviste un empacho y te llevaste un disgusto, o porque tienes problemas con la alimentación. Pero la simplificación es «ya se sabe dónde reside el pensamiento».

Se está avanzando algo en el conocimiento de la neurotransmisión, es cierto, y eso posibilitará crear psicofármacos más específicos y con menos efectos secundarios. Ahora, que no nos digan que esos fármacos son antipsicóticos, porque si entre todos los psiquiatras y psicólogos del mundo no han sido capaces de definir la psicosis… Llámenlos como se los ha llamado siempre, tranquilizantes. Díganme que son fármacos sintomáticos que calman a la persona.

No negamos estos avances, pero de ahí a que con esos conocimientos se deduzca que somos capaces de decir qué es la esquizofrenia o el trastorno bipolar, y que además conocemos los mecanismos neurotransmisores que lo explican y cómo revertirlo, pues ese salto es el que no vamos a permitir, porque es el que le interesa a la industria farmacéutica. Pero es falso.

La crítica al DSM es el vender uniformidad como si fuera objetividad. Se dice que, si vas a diez expertos en el aparato digestivo, prácticamente todos te van a decir lo mismo, mientras que, si vas a diez expertos en salud mental, te vas a encontrar diagnósticos que pueden variar totalmente de uno a otro. Cómo vas a pretender que eso sea objetivable.

Mira, la artritis reumatoide es una enfermedad de la que se desconoce la causa. Se cree endógena, al parecer con carga hereditaria y que cursa por fases; unas de actividad sintomática y después periodos de remisión. En este sentido, se parece a la esquizofrenia o el trastorno bipolar. Los médicos son capaces de ver la lesión en la articulación, pero nosotros los psiquiatras no vemos nada. Que se diga que tiene el ventrículo tercero ampliado o una atrofia cortical no es específico de nada. Hay personas completamente demenciadas que no tienen atrofia cortical ninguna y personas con atrofia cortical manifiesta que no presentan signos clínicos de nada. Quien trabaja con artritis reumatoide puede ir al microscopio y encontrar algo: inflamación, citoquinasas. Existen marcadores específicos que, si aparecen en la sangre, indican que se va a producir la artritis. Insisto, los psiquiatras tenemos doce mil marcadores de esquizofrenia que son totalmente inespecíficos más allá de aparecer con más frecuencia en la población esquizofrénica, pero esos mismos marcadores los puedes tener tú. Cuando yo era un psiquiatra joven se puso mucha esperanza en el test de supresión de la dexametasona. Parecía que el exceso de funcionamiento corticoide de la glándula suprarrenal podía ser un marcador de la psicosis maníaco-depresiva, y durante unos años se hicieron muchos estudios. Al final resultó que no marcaba absolutamente nada. No tenemos datos objetivos y esto hay que reconocerlo.

Si no hay evidencias biológicas y tenemos un manual diagnóstico que se basa en criterios categoriales poco válidos, ¿cómo se enfoca la práctica psiquiátrica? ¿Hacia dónde va?

Plantear que no exista la psiquiatría ni las enfermedades mentales y empezar todo de nuevo sería ir al despeñadero, en el buen sentido de la palabra. Yo como psiquiatra, ante situaciones concretas, si permaneciese pasivo creo que estaría cometiendo un crimen.

Por ejemplo, una psicosis puerperal en una mujer que acaba de dar a luz. Pasa dos o tres días completamente ida, alucinada, delirando. En estas circunstancias una chica joven en nuestra unidad de agudos de León arrancó las rejas de la ventana y se tiró a la calle, suicidándose desde un séptimo piso. Como psiquiatra, sé que si le pongo Valium en vena y está cuatro días durmiendo se le pasa. Luego, si tengo esa herramienta y puedo salvar esa vida, lo hago. Quien habla de una psicosis puerperal habla de una psicosis melancólica o una fase maníaca donde el sujeto puede hacer cualquier barbaridad. ¿Eliminamos la psiquiatría? Pues no, tampoco puedo decir eso. En determinados momentos estoy obligado a usar unos psicofármacos, porque sé que es la herramienta más rápida para cortar una situación de verdadero peligro. Para eso tiene que quedar la psiquiatría.

Del edificio psiquiátrico, en su parte médica, habría que tirar el 90% y dejar ese 10% que sí que sirve. Y que requiere unos conocimientos médicos, porque muchas veces es distinto si esa psicosis es debida a que la glándula suprarrenal está funcionando con más cortisol o a un problema de hipertiroidismo. Lo que pasa es que el problema es mucho más complejo. La enfermedad humana conlleva aflicción, sin aflicción no hay enfermedad.

Esto supone cuestionar el mismo concepto de enfermedad mental.

Mira, con dieciocho años fui a estudiar a Galicia, donde se me pusieron las manos y los pies deshechos de hongos. Si voy a un sitio húmedo, vuelven a aparecer. Tengo una micosis latente, pero como no me molesta no voy al médico desde hace cuarenta años. Pero, si me analizan, me lo encontrarán. La enfermedad humana tiene que llevar ese sufrimiento que me impida hacer mi vida normal y me impulse a pedir ayuda. Cuando un psiquiatra se encuentra ante alguien que sufre, un melancólico que quiere morirse, que cree que lo ha hecho todo mal y que el tiempo no pasa, es imposible que se quede en darle un tricíclico. Probablemente con la medicación la fase melancólica en vez de seis meses dure seis semanas, pero no te puedes quedar ahí. Estableces una relación humana. Es ahí donde empieza la parte psicoterapéutica de acompañamiento y apoyo emocional por parte del psiquiatra. Es inevitable que el psiquiatra haga esto también. Cuando ves a una persona con un sufrimiento tan grande empatizas. De ahí que muchos psiquiatras, en contacto con esta realidad, quieren conocer más, aprender otras herramientas para poder ayudar a esas personas no solo con el fármaco.

Ahí se ve la necesidad de un cambio de paradigma. Tu caso personal es un ejemplo perfecto, se puede enfocar como una enfermedad, pero en este caso concreto se puede ver como una ventaja.

Lo he dicho antes. Afortunadamente, el destino o la naturaleza me han dotado con un cierto grado de sufrimiento psíquico y eso creo que es un don que he tenido. El sufrimiento no tiene por qué ser necesariamente negativo. Estamos entrando ya en filosofía, pero creo que vivimos en una sociedad del confort, del placer y del consumo que en algunas cosas se está equivocando. El sufrimiento forma parte de la vida. Como la muerte. No queremos mirar allí, y es un error, porque de esto también sacas fruto.

Con todo esto que hemos hablado, ¿la esquizofrenia, en definitiva, sería una enfermedad?

La esquizofrenia para mí no existe. Hace mucho tiempo que vengo repitiendo que «esquizofrenia delenda est». Igual que Catón el Viejo estuvo treinta años terminando sus discursos con la frase «Cartago delenda est» aunque no viniera a cuento, salvando las distancias, hay que hacer lo mismo con la esquizofrenia. Ya se ha estudiado bastante, se han gastado cientos de millones de dólares en investigación genética o bioquímica, y cada vez hay más datos apuntando a que la hipótesis de Bleuler no ha podido ser verificada. ¿Para qué nos empeñamos en seguir manteniendo un diagnóstico que conlleva esa penalización tremenda de considerar que ese enfermo va a acabar con una demencia? Eso se les transmite a todos los familiares. Se les dice que es una enfermedad muy grave que poco a poco va a ir deteriorando a la persona. Frases literales: «Olvídese de que siga estudiando Medicina. No va a sacar la carrera, como mucho que haga una formación profesional por pasar el tiempo». Esto, a los padres de un chaval de veinte años al que se le diagnostica esquizofrenia. Mantener este concepto que no ha podido ser verificado a pesar de lo muchísimo que se ha estudiado y que supone condenar en vida a cientos de miles de jóvenes… yo creo que antes de morir veré la desaparición de la esquizofrenia.

¿Y el trastorno bipolar?

Tal como lo codificó el DSM-III no vale. El concepto de psicosis maníaco-depresiva sí que parece que existe desde la época de los griegos, la medicina hipocrática ya lo describía. Parece que tiene algo más de consistencia, pero no se sabe mucho más. Si soy capaz de vivir mi fase maníaca y melancólica de forma que no me perjudique en la vida, no es una enfermedad. Ha habido muchos místicos o artistas que han podido llevar sus fases sin necesidad de ir a ningún psiquiatra. A pesar de haber un sufrimiento, tenían la suficiente voluntad para seguir con su vida e incluso sacar de ahí una fuente de creatividad. ¿Es una enfermedad o no? Yo diría que sí y no. Si no te produce un modo aflictivo que te lleva a una vida anómala, pues no lo es. 

Sobre el trastorno límite de personalidad, o en general los trastornos de personalidad…

Llevo dándole vueltas a este tema más de cuarenta años y creo que ha sido un error meter los trastornos de personalidad en el listado de enfermedades mentales. Esto viene de mucho antes del DSM. De Kretschmer y Sheldon, que hablaban de los tipos somáticos, cada uno con una personalidad: el pícnico, una personalidad ciclotímica, el asténico, una esquizoide, y el atlético, una epileptoide. Todo eso quedó en agua de borrajas, es mentira podrida. Una hipótesis que no se comprobó nunca. Hay variantes de personalidad, cada uno tiene la suya; los rasgos son más acusados en unas personas que en otras. Puedo tener rasgos histriónicos y que me guste el teatro o hacer de mi vida una tragicomedia, ¿es patológico? Yo he sido un neurótico toda la vida, de joven fui diagnosticado de neurosis de angustia, como se llamaba entonces. Pero, llamarle a eso enfermedad, ¿para qué? ¿Esto quién lo cura, si es que hay que curarlo? Si he de vivir con mi angustia, tendré que aprender a manejarla y defenderme cada vez mejor, un trabajo que tengo que hacer yo. Se están medicalizando todos los trastornos de personalidad y es un error. Con un trastorno de angustia te recetan serotoninérgicos de forma continua y, cuando hay un pico agudo, un ansiolítico. Entonces mi responsabilidad en aprender a manejar esa angustia queda en manos de los fármacos. Los trastornos de personalidad los sacaría fuera de la psiquiatría. Si los psicólogos queréis seguir conservando esas entidades para darles el tratamiento psicoterapéutico adecuado, allá vosotros, me parece bien. Pero, desde el punto de vista médico psiquiátrico, no tenemos nada que hacer con una personalidad del clúster que sea, y medicalizarlo es peor. Porque es desempoderar al sujeto de su problema.

El impacto que tiene en la vida de una persona una etiqueta diagnóstica psiquiátrica puede ser demoledor. ¿En qué puede influirle a una persona un diagnóstico de esquizofrenia?

El diagnóstico de esquizofrenia en el 90% de los casos es una sentencia de muerte en vida que se le hace a una persona. Yo apenas he diagnosticado esquizofrenia, porque no me atrevo. Hago como Kraepelin, para eso tengo tiempo. Si dentro de cuarenta años la persona ha desarrollado demencia, ya diré que era una demencia precoz, pero me espero esos años. Cuando un psiquiatra te diagnostica esquizofrenia ya no se dirige a ti, sino a la familia: les dice que lo que tiene su familiar es un problema muy grave, la persona ha quedado cosificada para toda la vida. Que, con un poco de suerte y con una medicación que es para siempre, se conseguirá que esté calmado y no haya sintomatología aguda, pero olvídense de que la persona funcione como funcionaba antes. Mi respuesta es esta, ahora saca tú las conclusiones de cómo influye esta situación.

Casi todo el mundo, en ciertos momentos de su vida, si le hubieran hecho una revisión psiquiátrica, podría haber sido etiquetado con algún trastorno. ¿Esta etiqueta es posible borrarla?

El que más y el que menos lleva su cruz. Si te pilla el psiquiatra en el momento en que la cruz está brillando, pues te quedas con un diagnóstico. Que yo sepa no hay un procedimiento para borrarla. En algunos casos no pasa nada; que me diagnosticaran la neurosis de angustia no ha tenido una trascendencia mayor en mi vida profesional y social. Pero, si me hubiesen diagnosticado esquizofrenia, entonces quizá hubiera tenido menos trascendencia, pero hoy automáticamente quedas invalidado. Si estás trabajando, te ponen de baja laboral, te piden una minusvalía y te conceden una pensión no contributiva por enfermedad mental. ¿Cómo se revierte todo eso después? No creo que haya un sistema oficial para eliminar un diagnóstico y mucho menos los efectos negativos que conlleva. Diría que no hay una normativa legislada para afirmar que un diagnóstico era erróneo y se deban eliminar completamente los datos. Sé de personas que están buscando la manera de conseguir un informe médico, psiquiátrico y psicológico, además de un abogado especializado, para conseguir la remisión de un diagnóstico por vía judicial. Aunque dudo si el juez puede pedir que se retire esa etiqueta diagnóstica; probablemente dirá que él no puede determinar si esa señora tiene o no esquizofrenia, que decidan los psiquiatras. En el fondo, es una opinión diagnóstica contra otra. Es una idea interesante en materia de legislación. Cuando podamos movilizarnos es un punto a tener en cuenta, establecer un sistema legal que pueda determinar que un diagnóstico desaparezca de todas las bases de datos de salud. Porque hoy en día te diagnostican esquizofrenia y a los diez días lo sabe todo el hospital, atención primaria y servicios sociales, todos los servicios gubernativos, la policía, etcétera. Eres un leproso en todas partes.

La psicosis en los videojuegos: el ejemplo de Hellblade

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Hellblade: Senua’s sacrifice. Imagen: Ninja Theory.

Cuando alguien me dice que no juega a los videojuegos me genera la misma sensación que las personas que nunca leen libros o no van al cine. Son historias que se pierden. Al igual que ocurre con algunas series, libros o películas, ciertos videojuegos son algo más que un entretenimiento. Existen grandes sagas de ciencia ficción como Mass Effect, obras salvajes y emocionales como The Last of Us, o Alan Wake, que tiene una historia digna de Stephen King.

O está Hellblade: Senua’s Sacrifice.

Publicado por el estudio indie Ninja Theory, Hellblade tiene como trama el viaje al inframundo de la mitología vikinga de la guerrera celta Senua, quien desciende a los infiernos para rescatar el alma de su amado Dillion. Y aunque posee algunos elementos originales como la ambientación en el infierno vikingo, la realidad es que a priori esta historia ya nos la han contado antes: incluso está presente en otras mitologías como la griega donde una historia similar aparece en el mito de Orfeo. Sin embargo, aquí el viaje no es más que una excusa argumental para hablarnos de algo mucho más importante: la lucha de una persona contra su propia enfermedad mental. Senua padece psicosis.

La psicosis es una condición en la que el paciente experimenta alucinaciones (percepciones sensoriales que se producen sin la presencia de ningún estímulo sensorial de esa clase, como por ejemplo escuchar voces sin que nadie haya hablado), delirios (ideas o creencias firmes que no tienen base real y que se mantienen incluso ante la presencia de pruebas concluyentes en su contra, como por ejemplo creer que en los periódicos hay un mensaje oculto que solo nosotros entendemos), o ambas. La psicosis es uno de los síntomas más característicos de la esquizofrenia, aunque los pacientes esquizofrénicos además presentan otros síntomas como el deterioro de algunas funciones cognitivas; y es importante saber que la psicosis también puede aparecer puntualmente provocada por circunstancias concretas con el consumo de sustancias alucinógenas.

La característica narrativa principal de un videojuego es que tú debes hacer que las cosas ocurran. No basta con sentarse delante de una pantalla y ver discurrir la película frente a tus ojos, si quieres que la historia transcurra tienes que moverla tú mismo. Si quieres que Senua descienda a los infiernos debes ser tú quien la dirija hacia el inframundo. Y a diferencia de lo que ocurre en un libro donde cada uno de los pasos, de las palabras, están fijas en tinta negra sobre blanco, aquí los matices dependen del jugador: por ejemplo, tú decides si Senua debe enfrentarse primero a Valravn (dios de la ilusión) o a Surt (dios del fuego), tú la mueves en los combates, la diriges durante todo el camino, etc. pero a cambio… A cambio ves y oyes lo que percibe Senua.

Lo primero que vemos al arrancar el juego es una advertencia, un mensaje en blanco sobre un fondo negro: «Este juego contiene representaciones de la psicosis. Para plasmarlas, se ha contado con la ayuda de personas con experiencia en psicosis, así como la de profesionales de la psiquiatría. Estas representaciones pueden resultar turbadoras para algunas personas, incluidas aquellas que hayan tenido experiencias similares. […]». Senua escucha voces: susurros que se contradicen riéndose de ella, animándola a seguir luchando o planteando ideas. Son una ventana a sus pensamientos y al mismo tiempo son un ruido constante que resulta agotador. También sufre alucinaciones visuales, muchas de ellas sutiles como pequeños bugs del juego que generan una atmósfera incómoda donde algo no va bien. Incluso los delirios están presentes, sobre todo en los puzles: muchos consisten en encontrar por el escenario elementos que crean una forma concreta (una runa). Los diseñadores hicieron este tipo de rompecabezas para representar los delirios donde una persona que sufre psicosis encuentra elementos, hechos, información, etc. que para él tienen claramente un sentido donde el resto de la gente no ve nada o interpretan los elementos de una forma completamente diferente.

La psicosis está presente en la jugabilidad y en la trama, que al mismo tiempo es un viaje hacia los infiernos y hacia el pasado de Senua: desde la compresión de su madre que también «escucha a los espíritus» (esto es una clara referencia a que existe en muchos casos un cierto componente hereditario en algunas enfermedades mentales, y por ejemplo se calcula que tener un progenitor que padezca esquizofrenia supone aproximadamente un 6% de posibilidades de desarrollar en algún grado la enfermedad), la censura y el castigo del padre que la condena al aislamiento social, o la aceptación de todas las particularidades de Senua por parte de su pareja, Dillion. Es una historia que mientras nos acerca a la experiencia sensorial de la psicosis nos habla del estigma que suponía en la antigüedad, e incluso supone en la actualidad, padecer una enfermedad mental.

Es un juego duro que afronta un tabú y manda un mensaje claro: no hay enfermos mentales sino personas que sufren una enfermedad mental. Y Senua, por muy grave que sea su enfermedad, también es una mujer fuerte, una guerrera valiente que sufre pero al mismo tiempo vence sobre sus propias limitaciones en una lucha constante mientras desciende hacia los rincones más profundos de su mente.

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Referencias:

  • Arciniegas, D. B. (2015). Psychosis. Continuum (Minneapolis, Minn.), Behavioral Neurology and Neuropsychiatry, 21(3):715–36.
  • «Hellblade: Senua’s sacrifice».
  • Principles of Neural Science, Fifth Edition (2012). Editorial McGraw-Hill Education.

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